Las puertas del cielo | Страница 9 | Онлайн-библиотека


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Espera un momento —dijo Mondschein. Quiero echar un vistazo.

Subió por la escalerilla de madera y se izó hasta introducirse en el kiva. El humo de antiguas hogueras había ennegrecido las paredes. Una de ellas estaba sembrada de nichos, en los que antaño se habían guardado objetos de la mayor importancia ritual. Tranquilamente, sin comprender en realidad lo que hacía, Mondschein sacó la diminuta cápsula de hologramas del bolsillo y la depositó en un rincón del nicho situado más a la izquierda. Dedicó otro momento a examinar el kiva y salió.

Capodimonte estaba sentado sobre la roca blanca que formaba la base del risco, y contemplaba el alto muro rojizo que se alzaba al fondo del cañón.

—¿Tienes ganas de hacer una buena excursión? —preguntó Mondschein.

—¿Adonde vamos? ¿A las ruinas de Frijolito?

—No —dijo Mondschein. Señaló la cumbre de la pared del cañón—. Vamos a Yapashi, o hacia los Leones de Piedra.

—Eso está a dieciocho kilómetros, y ya fuimos a mediados de julio. No tengo ganas de volver otra vez, Chris.

—Regresemos, pues.

—No hace falta que te enfades. Podemos ir a la Cueva Ceremonial. Es una caminata corta. Por hoy ya está bien, Chris.

—Muy bien. A la Cueva Ceremonial.

Impuso un paso rápido a la caminata. El regordete Capodimonte se quedó sin aliento antes de los primeros quinientos metros. Mondschein, malhumorado, no moderó la marcha, y Capodimonte se esforzó en seguirle. Llegaron a las ruinas, las visitaron brevemente y volvieron. Cuando se encontraron de nuevo en las dependencias del parque, Capodimonte dijo que quería descansar un rato, tomar un refrigerio antes de regresar al centro de investigación.

—Adelántate —dijo Mondschein. Entraré a curiosear en la tienda de recuerdos.

Esperó hasta que Capodimonte se perdió de vista. Después, entró en el bazar y se acercó a la comunicabina. Un número, implantado hipnóticamente en su cerebro meses antes, cuando yacía amodorrado en la Cámara de la Nada, acudió a su memoria. Introdujo monedas en la ranura y marcó.

—Armonía eterna —respondió una voz.

—Soy Mondschein. He de hablar con alguien de la Sección Trece.

—Un momento, por favor.

Mondschein aguardó, la mente en blanco. Era un sonámbulo.

—Adelante, Mondschein —dijo una voz ronroneante—. Déme los detalles.

Mondschein, con gran economía de palabras, le contó dónde había escondido la cápsula de hologramas. La voz ronroneante le dio las gracias. Mondschein cortó la comunicación y salió de la cabina. Capodimonte entró pocos minutos después en el bazar, con aspecto satisfecho y descansado.

—¿Has visto algo que quieras comprar? —preguntó.

—No —contestó Mondschein—. Vamonos.

Capodimonte se puso al volante. Mondschein contempló el paisaje cambiante y se abismó en una profunda meditación. «¿Por qué he venido aquí hoy?», se preguntó. No tenía ni idea. No recordaba nada, ni un simple detalle de su espionaje. El borrado había sido completo.

8

Fueron a buscarle una semana más tarde, a medianoche. Un voluminoso robot irrumpió en su habitación sin previo aviso y se inmovilizó junto a su cama, las enormes garras preparadas para sujetarle si intentaba huir. El robot venía acompañado de un hombrecillo de rostro afilado llamado Magnus, uno de los hermanos supervisores del centro.

—¿Qué pasa? preguntó Mondschein.

—Vístete, espía. Vamos a interrogarte.

—Yo no soy un espía. Te equivocas, hermano Magnus.

—Ahórrate las mentiras, Mondschein. Arriba. Levántate. No ofrezcas resistencia.

Mondschein estaba perplejo, pero sabía que era mejor no discutir con Magnus, considerando sobre todo los cuatrocientos kilos de velocísima inteligencia metálica presentes en la habitación. Desconcertado, el acólito saltó de la cama y se puso el hábito. Siguió a Magnus hasta el pasillo, donde aparecieron otros compañeros y se le quedaron mirando. Se produjo un intercambio de apagados murmullos.

Diez minutos después, Mondschein se encontraba en una sala circular situada en la quinta planta de las dependencias administrativas del centro, rodeado de más jerifaltes vorsters de los que esperaba ver en un recinto cerrado. Había ocho, absortos en un estrecho conciliábulo. El estómago de Mondschein se contrajo de tensión. Una luz le deslumbró.

—La esper ha llegado —murmuró alguien.

Habían enviado a una chica de apenas dieciséis años, de cara pálida y fea. Su piel estaba cubierta de pequeñas manchas rojas. Sus ojos eran despiertos, brillaban de una forma desagradable y nunca estaban quietos. Su aspecto disgustó a Mondschein en cuanto la vio, pero trató desesperadamente de disimular sus sentimientos, sabiendo que la muchacha podía sellar su destino con una palabra. Fue inútil: ella detectó su desprecio en cuanto entró en la sala, y los labios carnosos esbozaron una breve y torcida sonrisa. Enderezó su cuerpo rechoncho.

—Éste es el hombre —dijo el supervisor Magnus—. ¿Qué lees en él?

—Miedo. Odio. Obstinación.

—¿Y deslealtad?

—Antes que nada, es fiel a sí mismo —dijo la esper, enlazando las manos sobre el estómago.

—¿Nos ha traicionado? —preguntó Magnus.

—No. No capto nada en ese sentido.

—Me gustaría saber qué significa… —dijo Mondschein.

—Tranquilo —le interrupió Magnus.

—Las pruebas son abrumadoras —dijo otro supervisor—. Quizá la muchacha se equivoca.

—Explórale más profundamente —ordenó Magnus—. Retrocede día a día, examina sus recuerdos. No descartes nada. Ya sabes lo que debes buscar.

Mondschein, confuso, dirigió una mirada suplicante a los rostros impenetrables que le rodeaban. La chica parecía disfrutar. «Asquerosa mirona —pensó—. Que te lo pases bien.»

—Cree que me lo estoy pasando bien —dijo la esper—. Debería sumergirse en una letrina para saber lo que se siente en momentos así —dijo la muchacha.

—Explórale —indicó Magnus—. Es tarde y necesitamos muchas respuestas.

La joven asintió. Mondschein aguardó alguna sensación indicadora de que estaban sondeando sus recuerdos, de que unos dedos invisibles hurgaban su cerebro. No ocurrió nada semejante. Se sucedieron largos minutos en silencio y la chica levantó la vista con aire de triunfo.

—La noche del trece de marzo ha sido borrada.

—¿Puedes averiguar lo que sucedió, pese a ello? —preguntó Magnus.

—Imposible. Fue un trabajo de expertos. Le extirparon toda la noche. Además, le suministraron una buena dosis de contramnemónicos. No sabe nada del papel que le tocó jugar —dijo la chica.

Los supervisores intercambiaron miradas. Mondschein sintió que el sudor le pegaba el hábito al cuerpo, y el olor hirió su nariz. Un músculo palpitaba en su mejilla y la frente le dolía atrozmente, pero, a pesar de ello, no se movió.

—La chica puede marcharse —dijo Magnus.

La tensión que reinaba en la atmósfera disminuyó un poco cuando la esper salió, pero Mondschein no se serenó. Abrigaba la convicción desesperada de que había sido juzgado y condenado por un crimen cuya naturaleza ignoraba. Pensó en algunas de las habladurías, tal vez falsas, que corrían sobre el espíritu vengativo de la Hermandad: el hombre al que extirparon los centros del dolor, el esper condenado a redoblar sus esfuerzos, el biólogo lobotomizado, el supervisor renegado al que abandonaron en una Cámara de la Nada durante noventa y seis horas consecutivas. Comprendió que no tardaría en saber hasta qué punto eran falsos aquellos rumores.

—Para que lo sepas, Mondschein —dijo Magnus, alguien entró subrepticiamente en el laboratorio de longevidad y fotografió todo con un hológrafo. Un trabajo excelente, sólo que tenemos montado un dispositivo de alarma allí, y tú lo activaste.

—Se lo juro, señor, nunca he puesto el pie dentro…

—Ahórrate saliva, Mondschein. A la mañana siguiente, realizamos un análisis de activación neutrónica en el lugar, por pura rutina. Descubrimos rastros de tungsteno y molibdeno que se desprendieron de ti mientras tomabas los hologramas. Coinciden con el modelo de tu piel. Nos condujeron hasta ti sin tardanza. No cabe duda: el mismo modelo neutrónico en la cámara, en el equipo del laboratorio y en tu mano. Fuiste enviado aquí como espía, a sabiendas o no.

—Kirby ha llegado —anunció otro supervisor.

—Me gustaría saber lo que tiene que decir sobre esto —murmuró Magnus en tono lúgubre.

Mondschein vio la figura larguirucha de Reynolds Kirby entrar en la sala. Apretaba firmemente sus labios finos. Parecía haber envejecido diez años desde que Mondschein le había visto en el despacho de Langholt.

—Aquí tienes a tu hombre, Kirby —Magnus giró sobre sus talones y habló con irritación—. ¿Qué opinas de él ahora?

—No es mi hombre —le rectificó Kirby.

—Tú aprobaste su traslado aquí —replicó Magnus—. Quizá deberíamos examinarte también a ti, ¿eh? Alguien introdujo una bomba de relojería en este lugar, y la bomba ha estallado. Ha pasado información sobre todo un laboratorio.

—Tal vez no —dijo Kirby—. Tal vez retenga todavía los datos en su poder.

—Salió del centro al día siguiente de que entraran en el laboratorio. Él y otro acólito fueron a visitar unas ruinas indias. No es muy arriesgado suponer que transfirió los hologramas durante su ausencia.

—¿Habéis localizado al emisario? —preguntó Kirby.

—Nos estamos desviando de la cuestión —dijo Magnus—. La cuestión es que este hombre vino al centro recomendado por ti. Le sacaste de la nada y lo pusistes aquí. Lo que a todos nos gustaría saber es dónde lo encontraste y por qué lo enviaste aquí.

El rostro enjuto de Kirby se crispó por un momento. Miró a Mondschein, y después a Magnus con marcada hostilidad.

—No acepto ninguna responsabilidad por haber traído aquí a este hombre. Sucede que me escribió en febrero, solicitando el traslado a Santa Fe y un trabajo que no fuera el habitual de la capilla. Pasó por encima de los administradores locales, y les envié una carta sugiriendo que le disciplinaran un poco. Unas semanas después recibí instrucciones en el sentido de que fuera trasladado aquí.

»Me quedé asombrado, por decir algo, pero di mi aprobación. Eso es todo lo que sé sobre Christopher Mondschein.

Magnus extendió un índice y lo agitó en el aire.

—Espera un momento, Kirby. Eres un supervisor. ¿Quién da las instrucciones? ¿Cómo te pueden presionar para autorizar un traslado si eres un alto dirigente?

—Las instrucciones las dictó una autoridad más alta.

—Me cuesta admitirlo —dijo Magnus.

Mondschein estaba sentado inmóvil, fascinado pese a su situación por el enfrentamiento entre los supervisores. Nunca había comprendido los motivos de que autorizaran su traslado, y ahora daba la impresión de que nadie los comprendía.

—Las instrucciones procedían de alguien cuyo nombre me niego a revelar —dijo Kirby.

—¿Te estás cubriendo las espaldas, Kirby?

—Estás abusando de mi paciencia, supervisor Magnus— dijo Kirby secamente.

—Quiero saber quién coló un espía entre nosotros.

Kirby respiró hondo.

—Muy bien —dijo—. Te lo diré. Todos seréis testigos. La orden vino de Vorst. Noel Vorst me llamó y ordenó que este hombre fuera enviado aquí. Vorst le envió. ¡Vorst! ¿Qué opinas de eso?

9

No habían terminado de interrogar a Mondschein. Oleadas de espers trabajaron en él, intentando sin éxito penetrar bajo el borrado. También se emplearon métodos orgánicos. Acribillaron a Mondschein de sueros de la verdad antiguos y nuevos, desde pentotal sódico en adelante, y baterías de ceñudos hermanos le interrogaron con el mayor rigor. Mondschein dejó que pusieran al desnudo su alma, exhibiendo con impúdico alivio sus aspectos más desagradables, sus momentos de egoísmo, todo lo que hacía de él un ser humano. No descubrieron nada útil. Ni siquiera una inmersión de cuatro horas en una Cámara de la Nada resultó positiva. Mondschein salió tan confuso que fue incapaz de responder a una pregunta hasta tres días después.

Estaba tan desconcertado como los demás. Habría confesado de buen grado los pecados más abyectos; en realidad, confesó en varios momentos del largo interrogatorio para darlo por concluido, pero los espers leyeron sin la menor dificultad sus motivos y se rieron de sus confesiones. Sabía que, de alguna manera, había caído en manos de enemigos de la Hermandad y llegado a un pacto con ellos, un pacto que había cumplido. Pero no guardaba el menor recuerdo de todo ello. Porciones completas de su memoria se habían desvanecido, y esto le aterrorizaba.

Mondschein sabía que estaba acabado. No le dejarían permanecer en Santa Fe, por supuesto. Su sueño de estar presente cuando se alcanzara la inmortalidad había concluido. Le expulsarían con espadas de fuego, se marchitaría y envejecería, maldiciendo su oportunidad perdida. Es decir, si no le mataban o le infligían una forma sutil de lenta destrucción.

Una ligera nevada de diciembre caía el día que el supervisor Kirby vino a comunicarle su destino.

—Puedes marcharte, Mondschein —dijo el hombre alto con aire sombrío.

—¿Irme? ¿Adonde?

—A donde quieras. El veredicto ha sido pronunciado. Eres culpable, pero existen dudas razonables sobre tu voluntariedad. Se te expulsa de la Hermandad, pero no se tomarán más medidas contra ti.

—¿Significa eso que también he sido expulsado de la Iglesia como comulgante?

—No necesariamente. Depende de ti. Si quieres ir a rendir culto, no te negaremos nuestro consuelo. Sin embargo, no existe ninguna posibilidad de que asciendas en la jerarquía de la Iglesia. Has sido descalificado y no correremos más riesgos contigo. Lo siento, Mondschein.

Mondschein también lo sentía, aunque experimentaba cierto alivio. No iban a vengarse de él. Lo único que perdería sería la oportunidad de alcanzar la vida eterna…, aunque tal vez la conservara, como cualquier otro fiel.

Había echado a perder su oportunidad de ascender en la jerarquía vorster, desde luego, pero todavía quedaba otra jerarquía de mayor movilidad.

La Hermandad le depositó en la ciudad de Santa Fe, le dio un poco de dinero y le dejó en libertad. Mondschein se encaminó de inmediato a la capilla más próxima de la Armonía Trascendente, sita en Alburquerque, a unos veinte minutos de trayecto.

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Robert Silverberg: Las puertas del cielo 1
UNO: Fuego Azul: 2077 1
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 4
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TRES: A donde van los transformados: 2135 10
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CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 16
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CINCO: Las puertas del cielo: 2164 20
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