Las puertas del cielo | Страница 2 | Онлайн-библиотека
Kirby sabía que no se trataba de nada místico. Los electrones se agitaban en el depósito de agua, moviéndose a una velocidad superior a la de la luz en ese medio, y mientras se movían lanzaban un chorro de fotones. Precisas ecuaciones explicaban el origen del Fuego Azul. En honor a la verdad, los vorsters no le adjudicaban propiedades sobrenaturales, pero era un instrumento simbólico útil, un foco de los sentimientos religiosos, más atrayente que la crucifixión, más dramático que las Tablas de la Ley.
—Toda vida surge de una sola Unidad —dijo con voz serena el vorster que oficiaba—. Debemos la infinita variedad del universo al movimiento de los electrones. Los átomos se encuentran; sus partículas se entrelazan. Los electrones saltan de órbita en órbita, y tienen lugar cambios químicos.
—¿Oyes lo que dice ese piojoso bastardo? bufó Weiner—. ¡Una lectura química!
Kirby se mordió el labio, angustiado. Una chica sentada en el banco que había frente a ellos se volvió y dijo en voz baja y perentoria:
—Por favor. Limítense a escuchar…, por favor.
Su aspecto era tan pasmoso que Weiner se quedó mudo de sorpresa. El marciano dio un respingo, es tupefacto. Kirby, que ya había visto antes mujeres alteradas quirúrgicamente, apenas reaccionó. Copas iridiscentes cubrían los huecos donde habían estado sus orejas. Un ópalo estaba engastado en el hueso de la frente. Sus párpados eran de chapa de oro brillante. Los cirujanos habían hecho algo a su nariz y labios. Tal vez había sufrido un horrible accidente. Lo más probable era que se hubiera mutilado con propósitos estéticos. Locura. Locura.
Por la energía del sol —dijo el vorster—, por la savia de las plantas, por la maravilla incomparable del crecimiento damos gracias al electrón. Por los enzimas de nuestro cuerpo, por las sinapsis de nuestro cerebro, por el latido de nuestro corazón damos gracias al electrón. Combustible y comida, luz y calor, alimento y energía, todo surge de la Unidad, todo surge de la Radiación Inmanente…
Kirby comprendió que era una letanía. A su alrededor, la gente se mecía al compás de las palabras semicanturreadas, asentía con la cabeza e incluso lloraba. El Fuego Azul se expandió y llegó hasta el desvencijado techo. El hombre del altar realizó una especie de bendición con sus brazos largos como las patas de una araña.
—¡Venid! —gritó—. ¡Arrodillaos y cantad las alabanzas! ¡Enlazad los brazos, inclinad la cabeza, dad gracias a la unidad fundamental de todas las cosas!
Los vorsters empezaron a caminar arrastrando los pies hasta el altar. Recuerdos de su niñez episcopaliana despertaron en Kirby: avanzar por el pasillo para tomar la comunión, la hostia en la lengua, el veloz trago de vino, el olor a incienso, el crujido de las vestiduras sacerdotales. Hacía veinticinco años que no acudía a un servicio. Existía una diferencia abismal entre la magnificencia de la catedral y la ruinosa fealdad del improvisado templo, pero Kirby, por un momento, experimentó un fugaz sentimiento religioso, un levísimo impulso de avanzar con los demás y postrarse de hinojos ante el reactor centelleante.
La idea le sorprendió y aturdió.
¿Cómo se le había ocurrido? Esto no era religión. Era devoción a un culto, un movimiento efímero, la última moda, que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Diez millones de conversos de la noche a la mañana? ¿Y qué? El nuevo profeta aparecería mañana o pasado mañana exhortando a los fieles a hundir las manos en la solución rutilante de un contador de centelleo, y los salones vorsters se quedarían vacíos. Esto no era Piedra, sino arenas movedizas.
Pero aquel impulso momentáneo…
Kirby apretó los labios. Pensó que se debía a la tensión de escoltar durante toda la noche a aquel marciano salvaje. Le importaba un bledo la Unidad Celestial. La unidad fundamental de todas las cosas no significaba nada para él. Este lugar sólo podía atraer a los cansados, a los neuróticos, a los hambrientos de novedades, a los que pagaban gustosamente una buena cantidad para que les cortasen las orejas y les hendiesen la nariz. El hecho de que hubiera estado casi a punto de sumarse a los demás comulgantes ante el altar daba la medida de su propia desesperación.
Se relajó.
Y en el mismo momento Nat Weiner se levantó de un brinco y avanzó tambaleándose por el pasillo.
—¡Salvadme! —gritó el marciano—. ¡Sanad mi jodida alma! ¡Mostradme la Unidad!
—Arrodíllate con nosotros, hermano —dijo el líder vorster con voz afable.
—¡Soy un pecador! —chilló Weiner—. ¡Estoy empapado de alcohol y corrupción! ¡He de salvarme! ¡Abrazo el electrón! ¡Me entrego!
Kirby avanzó presuroso tras él. ¿Hablaría Weiner en serio? Los marcianos eran famosos por su rechazo a todos los movimientos religiosos, incluidos los establecidos y legales. ¿Habría sucumbido a la diabólica luz azul?
—Toma las manos de tus hermanos —murmuró el líder—. Humilla tu cabeza y deja que el resplandor te envuelva.
Weiner miró a su izquierda. La chica de las alteraciones quirúrgicas estaba arrodillada a su lado. Le tendió la mano. Cuatro dedos de carne, uno de metal teñido de azul turquesa.
—¡Es un monstruo! —aulló Weiner—. ¡Lleváosla! ¡No dejaré que me corten en pedazos!
—Tranquilízate, hermano…
—¡Sois una pandilla de farsantes! ¡Farsantes, farsantes, farsantes! ¡Nada más que una banda de…!
Kirby llegó junto a él. Hundió sus dedos en los prominentes músculos de la espalda de Weiner, con una fuerza que el marciano, a pesar de su borrachera, no podía dejar de advertir.
—Vamonos, Nat —dijo Kirby en voz baja y urgente—. Salgamos de aquí.
—¡Sácame tus sucias manos de encima, terrícola!
—Nat, por favor… Estamos en un templo…
—¡Estamos en un manicomio! ¡Locos, locos, locos! ¡Míralos, arrodillados como deleznables maníacos! —Weiner luchó por ponerse en pie. Parecía que su voz retumbante fuera a derribar las paredes—. ¡Soy un hombre libre de Marte! ¡Excavo en el desierto con estas manos! ¡He visto cómo se llenaban los océanos! ¿Qué habéis hecho vosotros? ¡Cortaros los párpados y revolcaros en la porquería! ¡Y tú…, sacerdote de pacotilla, les robas el dinero y te encanta!
El marciano se aferró al pasamanos del altar y saltó por encima, acercándose peligrosamente al brillante reactor. Se abalanzó hacia el alto y barbudo vorster.
El sacerdote, sin perder la calma, extendió un largo brazo, abriéndose paso entre los movimientos espasmódicos de los miembros de Weiner. Las puntas de sus dedos tocaron durante una fracción de segundo la garganta del marciano.
Weiner se desplomó como un saco.
3
—¿Ya te encuentras bien? —preguntó Kirby con la garganta seca. Weiner se agitó.
—¿Dónde está la chica?
—¿La de las alteraciones?
—No —dijo con voz rasposa—. La esper. Quiero tenerla cerca de nuevo.
Kirby miró a la esbelta muchacha de cabello azul. Ella asintió con expresión tensa y cogió la mano de Weiner. El rostro del marciano estaba perlado de sudor, y todavía tenía los ojos desencajados. Se hallaba acostado, con la cabeza apoyada sobre varias almohadas, las mejillas hundidas.
Se encontraban en un esnifario, enfrente del salón vorster. Kirby había tenido que sacar al marciano del lugar, cargándolo sobre los hombros; los vorsters no permitían la entrada a los robots. El esnifario le pareció un lugar tan apropiado como cualquier otro para llevarle.
La chica esper salió a su encuentro cuando Kirby entró en el local tambaleándose. También era vorster, como atestiguaba el cabello azul, pero, por lo visto, había dado por concluidas sus tareas religiosas del día y estaba rematando la jornada con una rápida inhalación. Se había inclinado con instantánea compasión para examinar de cerca la cara enrojecida y sudorosa de Weiner, preguntándole a Kirby si su amigo había sufrido un ataque.
—No estoy muy seguro de lo que ocurrió —dijo Kirby—. Estaba bebido y provocó un altercado en el salón vorster. El responsable del servicio le tocó la garganta.
La chica sonrió. Era de aspecto frágil, parecía una niña extraviada y no sobrepasaría los dieciocho o diecinueve años. Afligida por el don. Cerró los ojos, cogió la mano de Weiner y apretó la ancha muñeca hasta que el marciano revivió. Kirby no supo lo que había hecho. Todo esto constituía un misterio para él.
Weiner, que recobraba las fuerzas visiblemente, trató de incorporarse. Aferró la mano de la joven, y ella no hizo nada para soltarse.
—¿Con qué me golpearon? —preguntó Weiner.
—Fue una momentánea alteración de tu carga —explicó la chica. El hombre paralizó tu corazón y tu cerebro durante una milésima de segundo. No quedarán secuelas.
—¿Cómo lo hizo? Apenas me tocó con los dedos.
—Existe una técnica. Te pondrás bien.
Weiner miró fijamente a la chica.
—¿Eres una esper? ¿Me estás leyendo el pensamiento?
—Soy una esper, pero no leo el pensamiento. Sólo soy una empat. Todos estáis poseídos por el odio. ¿Por qué no vuelves allí? Pídele que te perdone. Sé que lo hará. Deja que él te enseñe. ¿Has leído el libro de Vorst?
—¿Por qué no te vas al infierno? —dijo Weiner hastiado—. No, no lo harás. Eres demasiado lista. También tenemos espers listos en Marte. ¿Quieres pasarlo bien esta noche? Me llamo Nat Weiner, y éste es mi amigo Ron Kirby.
La chica no contestó. Se limitó a fruncir el ceño. Weiner hizo una extraña mueca y le soltó el brazo. Kirby, al observarlo, tuvo que disimular una sonrisa. Weiner se complicaba la vida en todas partes. Este era un mundo complicado.
—Cruza la calle y vuelve allí —susurró la chica—. Ellos te ayudarán.
Se volvió sin esperar su réplica y se desvaneció en la oscuridad. Weiner se pasó la mano por la frente como si estuviera limpiando de telarañas su cerebro. Se puso en pie con un esfuerzo, ignorando la mano extendida de Kirby.
—¿En qué clase de sitio estamos? —preguntó.
—Es un esnifario.
—¿Van a predicarme también aquí?
—Sólo te nublarán un poco el cerebro —dijo Kirby—. ¿Quieres probarlo?
—Claro, ya te dije que quería probarlo todo. No tengo la suerte de venir a la Tierra cada día.
Weiner sonrió, pero la sonrisa era sombría. Ya no parecía estar tan colocado como una hora antes. Ser puesto fuera de combate por el vorster le había serenado algo. Sin embargo, continuaba en forma, dispuesto a embeberse de todos los pecaminosos placeres que este perverso planeta podía ofrecerle.
Kirby se preguntó si las cosas le estaban saliendo tan mal como parecía. No había forma de saberlo… Todavía no. Más tarde, por supuesto, cabía la posibilidad de que Weiner protestara por el trato recibido, y Kirby se encontraría transferido bruscamente a tareas menos delicadas. Un pensamiento desagradable, por cuanto otorgaba una gran importancia a su carrera; quizá representaba lo más importante de su vida. No quería arruinarla en una sola noche.
Ambos se dirigieron hacia los reservados.
—Explícame una cosa —dijo Weiner—. ¿Esa gente cree de veras en todo ese rollo del electrón?
—La verdad es que no lo sé. No lo he estudiado en profundidad, Nat.
—Has sido testigo de la aparición del movimiento. ¿Cuántos miembros tendrá ahora?
—Un par de millones, supongo.
Eso es mucho. En Marte sólo tenemos siete millones de habitantes. Si hay tantos chiflados adeptos al culto…
—En la Tierra existen actualmente montones de nuevas sectas religiosas. Es una época apocalíptica. La gente desea ansiosamente que la tranquilicen. Experimenta la sensación de que los acontecimientos han dejado atrás a la Tierra, de modo que busca la unidad, alguna forma de escapar a la confusión y la fragmentación.
—Si quieren unidad, que vengan a Marte. Tenemos trabajo para todos, y no nos queda tiempo para comernos el tarro sobre la unidad— Weiner lanzó una carcajada—. Al infierno con ello. ¿Qué vamos a esnifar?
—El opio está pasado de moda. Inhalamos los productos más exóticos. Dicen que las alucinaciones son muy divertidas.
—¿
El hombre de las Naciones Unidas pensó en la Cámara de la Nada que le esperaba en la elevada torre de la balsámica Tórtola. Su rostro no se alteró en ningún momento.
—Algunas personas estamos demasiado ocupadas pera dedicarnos a los vicios —dijo. Sin embargo, creo que tu visita va a enseñarme muchas cosas, Nat. Vamos a esnifar.
Un robot rodó hasta ellos. Kirby aplicó su pulgar derecho a la placa amarilla encajada en el pecho del robot. Se encendió una luz cuando la huella dactilar de Kirby quedó grabada.
—Pasaremos la factura a su central —dijo el robot.
Su voz era absurdamente profunda: problemas de tono en la cinta madre, sospechó Kirby. El robot se alejó escorando un poco a estribor. Las tripas oxidadas, se imaginó Kirby. Cabía la posibilidad de que no le cobraran la factura. Tomó una máscara de esnifar y se la tendió a Weiner, que se tumbó confortablemente en el sofá apoyado contra la pared del reservado. Weiner se puso la máscara, Kirby tomó otra y se la ajustó sobre la nariz y la boca. Cerró los ojos y se arrellano en el balancín de espuma trenzada situado junto a la entrada del reservado. Tras un momento sintió el gas que se introducía por sus fosas nasales. Poseía un repugnante olor agridulce, un olor sulfúrico.
Kirby aguardó la alucinación.
Sabía que mucha gente pasaba horas cada día en reservados como éste. El gobierno no cesaba de aumentar los impuestos para desalentar a los esnifadores, pero aun así seguían acudiendo, pagando diez, veinte, treinta dólares por esnifada. El gas en sí no era adictivo, no influía en el metabolismo como la heroína. Se trataba más bien de una adicción psicológica, algo que podía vencerse en caso de intentarlo, pero nadie se tomaba la molestia de probarlo, como en la adicción al sexo o al alcoholismo moderado. Para algunos era una especie de religión. Cada uno se hacía su propio credo; un mundo tan poblado albergaba multitud de creencias.
Robert Silverberg: Las puertas del cielo | 1 |
UNO: Fuego Azul: 2077 | 1 |
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 | 4 |
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4 | 6 |
5 | 7 |
6 | 8 |
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8 | 9 |
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TRES: A donde van los transformados: 2135 | 10 |
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3 | 11 |
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5 | 14 |
6 | 14 |
7 | 15 |
8 | 15 |
CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 | 16 |
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6 | 18 |
7 | 19 |
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9 | 20 |
CINCO: Las puertas del cielo: 2164 | 20 |
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3 | 22 |
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