Las puertas del cielo | Страница 15 | Онлайн-библиотека
Pero no fue. Un informe personal parecía innecesario. Bastaría con un cubo mensaje. Para Martell, la Tierra era ahora un mundo extraño. Le incomodaba volver y vivir en el interior de un traje respiratorio. Se negó a embarcarse en un viaje de vuelta.
Gracias a los buenos oficios de Nat Weiner, Martell grabó un cubo y lo envió a Kirby. Se alojó en la embajada marciana mientras aguardaba la respuesta. Había expuesto la situación reinante en Venus tal como él la entendía, expresando su gran temor de que los armonistas les llevaran la delantera y alcanzaran antes las estrellas. La respuesta de Kirby llegó en su momento. Agradecía a Martell sus valiosísimos datos. Y se expresaba a continuación en tono tranquilizador. Decía que los armonistas eran hombres. Si alcanzaban las estrellas, sería un logro de la raza humana. Ni de ellos ni nuestro, sino de todos, porque el camino estaría abierto. ¿Seguía su razonamiento el hermano Martell?, preguntaba Kirby.
Martell experimentó la sensación de que andaba sobre arenas movedizas. ¿Qué estaba diciendo Kirby? Se mezclaban de cualquier manera medios y fines. ¿Se cumpliría el propósito de la orden si los herejes conquistaban el universo? Se irguió frente al altar que había improvisado en su habitación de la embajada, desolado, buscando respuestas a preguntas imposibles.
Pocos días después volvió con los armonistas.
7
Martell estaba de pie junto a Christopher Mondschein a la orilla de un lago brillante. El opaco resplandor del sol se filtraba a través de las espesas nubes, esparciendo una luminosidad sobre el aguaquenoeraagua. El brillo del agua no era debido a un efecto del sol, sino a los celentéreos luminosos que bullían en su fondo poco profundo. Sus tentáculos, que las corrientes hacían oscilar, emitían una suave radiación verdosa.
Había otros animales en el lago. Martell vio que brillaban bajo la superficie, nervudos y huesudos, de mandíbulas rechinantes y aletas metálicas. De vez en cuando, un hocico hendía el agua, y un ser feo y delgado saltaba veinte metros en el aire antes de hundirse de nuevo. Desde las profundidades asomaban tentáculos retorcidos y erizados de ventosas, pertenecientes a monstruos que Martell no tenía ningún interés en conocer.
—Pensé que nunca le volvería a ver —dijo Mondschein.
—¿Cuando salí a enfrentarme con los venusinos?
—No. Después, cuando se devaneció. Pensé que estaba preparándose para volver a la Tierra. Ya sabe que es inútil tratar de fundar un templo vorster aquí.
—Lo sé, pero llevo la muerte de aquel muchacho sobre mi conciencia. No puedo marcharme. Le animé a visitarme y por eso murió. Estaría vivo si le hubiera alejado. Y yo también estaría muerto si uno de sus pequeños venusinos no me hubiera puesto a salvo teleportándome.
—Teníamos depositadas en Elwhit grandes esperanzas —dijo con tristeza Mondschein—, pero era demasiado impetuoso. Por eso acudió a nosotros. Era un chico inquieto. Ojalá le hubiera dejado en paz.
—Hice lo que tenía que hacer —replicó Martell—. Lamento que acabara tan mal.
Siguió la trayectoria de una sinuosa serpiente negra que se deslizaba de un lado a otro del lago. Proyectó de súbito unos brazos extensibles con un gesto terrorífico y se apoderó de un ave que volaba bajo.
—No he vuelto para espiarles —dijo Martell con cautela—. He venido para unirme a su orden.
Mondschein arrugó levemente su frente azul.
—Por favor. Ya lo hemos discutido antes.
—¡Examíneme! ¡Haga que uno de sus espers me lea la mente! Se lo juro, Mondschein, soy sincero.
—En Santa Fe le introdujeron una serie de órdenes hipnóticas. Lo sé. Yo también he pasado por ello. Le enviaron aquí para espiar, pero usted no lo sabe, y, aunque le sondeáramos, nos costaría mucho descubrir la verdad. Extraerá toda la información que pueda, volverá a Santa Fe y le pondrán en manos de un esper que se la sacará, ¿eh?
—No. Nada de eso.
—¿Está seguro?
—Escuche, no creo que manipularan mi mente en Santa Fe. Acudo a ustedes porque pertenezco a Venus. He sido transformado —extendió las manos—. Mi piel es azul. Mi metabolismo es la pesadilla de un biólogo. Tengo branquias. Soy un venusino, y aquí vienen los transformados. No puedo ser un vorster, porque los nativos no lo aceptarían. Por lo tanto, he de unirme a ustedes. ¿No lo entiende?
Mondschein asintió con la cabeza.
—Sigo pensando que es un espía.
—Le digo…
—Cálmese.
De nuevo, Martell experimentó la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies. Imaginó que se precipitaba en un pozo desprovisto de gravedad, cayendo, cayendo, cayendo eternamente. Escrutó los ojos mansos de Mondschein, sospechando que tal vez estuviera obsesionado por algún demencial proyecto universal, una fantasía personal que…
—¿Intenta reunificar ambas órdenes? —preguntó.
—Personalmente, no le respondió Mondschein—. Forma parte del plan de Lázaro.
Martell pensó que Mondschein se refería a su asistente.
—¿Aquí manda él o usted?
—No me refería al Lázaro de aquí —sonrió Mondschein—. Me refiero a David Lázaro, el fundador de nuestra orden.
—Está muerto.
—En efecto, pero todavía seguimos el camino que nos trazó hace medio siglo. Y ese camino contempla la reunificación de ambas órdenes. Es esencial, Martell. Cada una tiene lo que la otra desea. Ustedes tienen la Tierra y la inmortalidad. Nosotros tenemos Venus y la teleportación. Todo apunta a una fusión de intereses, y usted será, posiblemente, uno de los hombres que ayuden a cimentarla.
—¡No lo dirá en serio!
—Con toda la seriedad de que soy posible —Martell observó que la expresión de Mondschein se endurecía, apartando la máscara de cordialidad—. ¿Quiere vivir para siempre, Martell?
—No deseo morir, excepto por un fin elevado, desde luego.
—Traducido a palabras vulgares significa que desea vivir tanto tiempo como pueda, y con honor.
—Exacto.
—Los vorsters se acercan cada día más a ese objetivo. Tenemos cierta idea de lo que está ocurriendo en Santa Fe. Una vez, hace cuarenta años, robamos el contenido de un laboratorio de longevidad. Nos sirvió de ayuda, pero no lo suficiente. No accedimos al sustrato del conocimiento. Por otra parte, hemos hecho algunos progresos, como habrá descubierto. La reunificación vale la pena, ¿no? Nosotros alcanzaremos las estrellas, ustedes la eternidad. Quédese y espíe, hermano. Pienso, y creo coincidir con Lázaro, que cuantos menos secretos ocultemos, más rápidos serán los progresos.
Martell no contestó. Un muchacho salió del bosque. Era venusino, tal vez el que le había salvado de la rueda, tal vez el hermano de Elwhit. Parecían intercambiables en su peculiaridad. La conducta de Mondschein se transformó al instante. Sonrió levemente y se olvidó de los temas cósmicos.
—Tráenos un pez —dijo al muchacho.
—Sí, hermano Christopher.
Se hizo el silencio. Las venas de la frente del chico palpitaron. El agua hirvió en el centro del lago y un chorro de espuma salió disparado hacia lo alto. Apareció un animal escamoso, de color dorado apagado. Quedó suspendido en el aire, tres metros de furia frustrada; sus grandes mandíbulas se abrían y cerraban, impotentes. La bestia se abalanzó sobre el grupo reunido en la orilla.
—¡Ese no! —jadeó Mondschein.
El muchacho lanzó una carcajada. El enorme pez fue devuelto al lago. Un instante después cayó a los pies de Martell algo opalescente, un animal de medio metro de largo, numerosos dientes, aletas que casi eran piernas y una cola en forma de abanico, provista de púas que se agitaban y estremecían. Martell se apartó de un salto, pero enseguida comprendió que no se hallaba en peligro. La cabeza del pez se abatió como golpeada por un puño invisible y quedó inmóvil. El esbelto y sonriente muchacho, que había sacado del agua al monstruo y a este pequeño animal igualmente mortífero, podía matar con un leve impulso de sus lóbulos frontales.
Martell miró a Mondschein.
—¿Todos sus impulsores… son venusinos?
—Todos.
—Confío en que los tenga controlados.
—Yo también —replicó Mondschein. Agarró al pez con cuidado por una gruesa aleta, procurando que las púas de la cola no le apuntaran—. Un bocado exquisito, en cuanto saquemos los sacos de veneno, por supuesto. Cogeremos dos o tres más y esta noche cenaremos demonio marino para celebrar su conversión, hermano Martell.
8
Le dieron una habitación, le destinaron a trabajos domésticos, y en sus ratos libres le adoctrinaron sobre los principios de la Armonía Trascendente. Martell encontró la habitación adecuada y el trabajo aceptable, pero tragarse la teología le costó bastante más. No podía fingir, ni en su interior ni de puertas afuera, que tuviera sentido para él. Cristianismo maquillado, unas gotas de Islam, una pizca de budismo puesto al día, todo ello encajado en una estructura copiada sin el menor recato de Vorst. Una mezcla indigesta para Martell. Las enseñanzas de Vorst ya contenían bastante sincretismo, pero Martell las aceptaba porque se había criado en su seno. Instruirse en la herejía era muy diferente.
Empezaban con Vorst, aceptándole como profeta del mismo modo que el cristianismo respetaba a Moisés y el Islam honraba a Jesús. Pero, por supuesto, existía la posterior desviación, representada por la figura de David Lázaro. Los escritos de Vorst no mencionaban a Lázaro. Martell conocía su existencia gracias a sus estudios sobre la historia de la Hermandad de la Radiación Inmanente, que mencionaban a Lázaro de pasada como una figura tangencial, un temprano partidario de Vorst y también un temprano disidente.
Pero Vorst vivía y, según afirmaban ambos grupos, viviría eternamente, en armonía con el cosmos, el Primer Inmortal. Lázaro había muerto, mártir de la honradez, cruelmente traicionado y asesinado por los prepotentes vorsters cuando triunfaron en la Tierra.
El Libro de Lázaro narraba la triste historia. Martell sintió escalofríos cuando leyó:
Lázaro era confiado y carecía de malicia. Pero los hombres de corazón duro le asaltaron una noche y le asesinaron, y alimentaron el convertidor con su cuerpo para que no quedara ni una sola molécula. Y cuando Vorst supo la noticia, derramó amargo llanto y dijo: Ojalá me hubierais matado a mí en su lugar, porque de esta manera le habéis concedido una inmortalidad que nunca perderá…
Martell no encontró ni un pasaje de las escrituras armonistas que desacreditara a Vorst. Incluso se describía el asesinato de Lázaro como obra de secuaces, ejecutado sin el conocimiento o el deseo de Vorst. Las escrituras estaban impregnadas de la confianza en que un día la fe se reunificaría, si bien quedaba patente que los armonistas sólo se plegarían a la unidad sin que se les impusiera por la fuerza, y en completa igualdad.
Unos meses antes, Martell habría considerado absurdas sus pretensiones. En la Tierra eran un movimiento insignificante, que cada año perdía adeptos. Ahora, entre ellos pero no integrado del todo, comprendía que había subestimado su poder. Venus les pertenecía. Por más que fanfarronearan y se pavonearan los nativos de casta superior, ya no eran los amos. Había espers entre los venusinos de la oprimida casta inferior (impulsores, como mínimo), y habían puesto su destino en manos de los armonistas.
Martell trabajó. Aprendió. Escuchó. Y sintió miedo.
Llegó la estación de las tormentas. Brotaron de las eternas nubes lenguas de fuego que iluminaron todo Venus. Torrentes de lluvia enconada azotaron las llanuras. Arboles de ciento cincuenta metros de altura fueron arrancados de la tierra y transportados a grandes distancias. De vez en cuando, miembros de la casta superior se acercaban a la capilla para burlarse o proferir amenazas, y entre carcajadas y alaridos lanzaban gritos de desafío, mientras en el interior del edificio sonrientes muchachos de casta inferior aguardaban, dispuestos a defender a sus maestros en caso necesario. En cierta ocasión, Martell vio a tres hombres de casta superior catapultados a veinte metros de la entrada cuando intentaban irrumpir por la fuerza.
—Nos ha golpeado un rayo —se dijeron entre sí—. Hemos tenido suerte de sobrevivir.
La primavera trajo el calor. Martell trabajó en los campos, arañándose su piel alienígena. Bradlaugh y Lázaro le acompañaron. Ya no tomaba lecciones. Estaba bien versado en la docrina armonista, pero sin asumirla, y una barrera de escepticismo, en apariencia infranqueable, le impedía profundizar en ella.
Entonces, un día sofocante en que el sudor manaba a chorros de los poros alterados de los exterrícolas, el hermano León Bradlaugh se unió al cortejo de santos mártires. Sucedió con gran rapidez. Estaban en el campo, una sombra se cernió sobre ellos, y una voz silenciosa gritó en el interior de Martell: «¡Cuidado!».
No pudo moverse, pero tampoco estaba escrito que ese día moriría. Algo cayó a plomo desde el cielo, algo pesado y alado, y Martell vio un pico de un metro de largo que se hundía en el pecho de Bradlaugh. Brotó un chorro de sangre cobriza. Bradlaugh se desplomó, empalado por el alcaudón. Este desenterró el pico y se oyó el sonido de la carne al ser rasgada y destrozada.
Rindieron el último homenaje a los restos de Bradlaugh. El hermano Christopher Mondschein presidió la ceremonia, y después requirió la presencia de Martell.
—Ya sólo quedamos tres —dijo—. ¿Te harás cargo de la enseñanza, hermano Martell?
—Yo no soy de los vuestros.
—Vistes un hábito verde. Conoces nuestras creencias. ¿Aún te consideras un vorster, hermano?
—Yo… Yo no sé lo que soy. Necesito reflexionar.
—No tardes en darme tu respuesta, hermano. Tenemos mucho que hacer.
Martell no sabía que en menos de un día sabría de qué lado estaba. Al día siguiente del funeral de Bradlaugh, llegó la nave de pasajeros que hacía el trayecto desde Marte cada tres semanas. Martell no se enteró hasta que Mondschein mandó a buscarle.
—Llévate a uno de los muchachos en el coche, y rápido. ¡Hay que salvar a un hombre!
Martell no hizo preguntas. La noticia había sido transmitida mediante una cadena de espers, y su misión se limitaba a obedecer. Entró en el coche. Uno de los pequeños acólitos venusinos se sentó a su lado.
Robert Silverberg: Las puertas del cielo | 1 |
UNO: Fuego Azul: 2077 | 1 |
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 | 4 |
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TRES: A donde van los transformados: 2135 | 10 |
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CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 | 16 |
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CINCO: Las puertas del cielo: 2164 | 20 |
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