Las puertas del cielo | Страница 8 | Онлайн-библиотека


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—Hermano Mondschein —rió Capodimonte—, hace quince minutos que le están examinando. Si hubiera algún motivo para rechazarle, ese portal no se estaría abriendo. Relájese. Y sea bienvenido. Lo ha conseguido.

6

El nombre oficial del lugar era Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst. Ocupaba unos veintidós kilómetros cuadrados de llanura, y todo el perímetro, hasta el último milímetro, estaba rodeado por una verja provista de toda clase de detectores. Dentro había docenas de edificios: dormitorios, laboratorios y otras dependencias de carácter indefinido. Las donaciones de los fieles, que colaboraban en función de sus medios (desde un dólar a varios miles), constituían los cimientos financieros de todo el proyecto.

El centro era el corazón y el núcleo de la organización vorster. Las investigaciones que aquí se llevaban a cabo servían para mejorar las vidas de todos los vorsters. La esencia del atractivo que ejercía la Hermandad era que no sólo ofrecía consuelo espiritual, al igual que las viejas religiones, sino también las prestaciones científicas más avanzadas. Los médicos vorsters se destacaban por encima de sus colegas. La Hermandad de la Radiación Inmanente sanaba el alma y el cuerpo.

Y, cosa que la Hermandad no trataba de ocultar, el principal objetivo de la organización era la conquista de la muerte. No sólo desterrar las enfermedades, sino también la vejez. Incluso antes de que naciera el movimiento vorster, los hombres habían hecho grandes progresos en ese sentido. La esperanza media era de noventa y pico años, e incluso sobrepasaba los cien en ciertos países. Por eso la Tierra rebosaba de gente, a pesar de los rigurosos controles de natalidad que se hacían efectivos en casi todas partes. Ya había cerca de once mil millones de seres, y la tasa de natalidad, aunque en fuerte descenso, seguía siendo mayor que la de mortalidad.

Los vorsters confiaban en aumentar la esperanza de vida para los que deseaban vidas más largas. Ciento veinte, ciento cincuenta años: éste era el objetivo inmediato. ¿Por qué no doscientos, trecientos, mil? «Dadnos la vida eterna», gritaban las masas, y afluían a las capillas para asegurarse un puesto entre los elegidos.

La prolongación de la vida complicaría todavía más el problema de superpoblación, por suspuesto. La hermandad lo sabía. Aspiraba a otras metas que aliviarían el problema. Abrir las puertas de la galaxia al hombre: ése era el auténtico objetivo.

La colonización del universo por el hombre había empezado varias generaciones antes de que Noel Vorst fundara el movimiento. Marte y Venus habían sido colonizados, de manera diferente en cada caso. Para empezar, ninguno de ambos planetas era habitable por el hombre. Habían cambiado Marte para acomodar al hombre, y el hombre había cambiado para sobrevivir en Venus. Las dos colonias prosperaban. Sin embargo, apenas se había hecho nada para solventar la crisis de población. Sería preciso que partieran naves desde la Tierra día y noche durante cientos de años, transportando gente a las colonias, para reducir las multitudes que asfixiaban el planeta natal, algo económicamente imposible.

Pero, si fuera posible llegar a los mundos extrasolares, si no fuera necesaria una carísima terraformación antes de ser ocupados, y si se inventara un nuevo medio de transporte mucho más barato…

—Demasiados «si» —dijo Mondschein.

—No lo niego —asintió Capodimonte—, pero vale la pena intentarlo.

—¿Piensa en serio que se podrá enviar a la gente a las estrellas en virtud de los poderes esper? —preguntó Mondschein. ¿No cree que es un sueño desmedido y fantástico?

—Sueños desmedidos y fantásticos siguen moviendo a los hombres —sonrió Capodimonte—. La busca del Preste Juan, la busca del Paso del Noroeste, la busca de los unicornios… Bien, éste es nuestro unicornio, Mondschein. ¿Por qué tanto escepticismo? Mire a su alrededor. ¿No ve lo que ocurre?

Mondschein llevaba una semana en el centro de investigaciones. Todavía no se desenvolvía con confianza, pero había aprendido mucho. Sabía, por ejemplo, que una ciudad entera de espers había sido contruida en la parte más alejada del cauce seco que dividía el centro en dos. Seis mil personas vivían en ella. Ninguna sobrepasaba los cuarenta años y todas se reproducían como conejos. Llamaban al lugar la Calle de la Fertilidad. Gozaba de una dispensa especial del gobierno para procrear un número ilimitado de niños. Algunas familias tenían hasta cinco o seis hijos.

Era una lenta forma de desarrollar una nueva especie de hombre. Se escoge un grupo de personas provistas de talentos excepcionales, se les circunscribe en un entorno aislado, se les deja escoger a la pareja y multiplicar el banco genético… Bien, ésa era una forma. Otra consistía en manipular directamente el plasma original. Lo estaban haciendo en el centro, y de diversas maneras. Microcirugía tectogenética, moldeado polinuclear, manipulación del DNA… lo probaban todo. Cortar y cincelar los genes, estimular los cromosomas, lograr que los diminutos replicantes produjesen algo ligeramente diferente de lo que había antes: tal era el objetivo.

¿Funcionaba? Hasta el momento, resultaba difícil saberlo. Se tardarían cinco o seis generaciones en evaluar los resultados. Mondschein, como mero acólito, carecía de conocimientos para juzgar por sí mismo. Lo mismo se podía decir respecto de la gente con la que se relacionaba, técnicos en su mayoría. Sin embargo, podían especular, y lo hacían, hasta bien entrada la noche.

A Mondschein le interesaba mucho más el trabajo centrado en la prolongación de la vida que los experimentos en genética esper. Los vorsters, también en este aspecto, estaban estableciendo una técnica. Los bancos de órganos proporcionaban recambios para casi todas las formas de tejido humano: pulmones, ojos, corazón, intestinos, páncreas, riñones. Ahora, todo podía implantarse utilizando las técnicas de irradiación que destruían la reacción contraria al injerto. Pero ese rejuvenecimiento pieza por pieza no era la auténtica inmortalidad. Los vorsters buscaban una forma de que las células del cuerpo regenerasen el tejido perdido, a fin de que el impulso hacia la continuación de la vida surgiera desde dentro, no mediante injertos externos.

Mondschein aportó su granito de arena. Como a toda la gente de nivel inferior del centro, se le pidió que donara un trozo de tejido cada pocos días, que sería empleado como material para experimentos. Las biopsias eran un engorro, pero formaban parte de la rutina. También contribuía regularmente al banco de esperma. Al no ser esper, se le consideraba un sujeto de control adecuado para el trabajo que se realizaba. ¿Cómo descubrir el gene de la teleportación? ¿Por telepatía? ¿Y el de todos los fenómenos paranormales a los que se colgaba la etiqueta de «esp»?

Mondschein colaboró. Jugó su humilde papel en la gran campaña, consciente de que era como un soldado de infantería en una batalla. Fue de laboratorio en laboratorio, sometiéndose a pruebas y pinchazos, y cuando no tomaba parte en dichas empresas, se dedicaba a su especialidad, trabajar como hombre de mantenimiento en la planta nuclear que proporcionaba energía a todo el centro.

Era una vida muy diferente de la que llevaba en la capilla de Nyack. No acudían fieles, y era fácil olvidar que formaba parte de un movimiento religioso. Se celebraban servicios regularmente, por supuesto, pero la profesionalidad que los envolvía implicaba cierta rutina mecánica. Sin algunos seglares en la casa, era difícil continuar dedicado al culto del Fuego Azul.

En este clima más enrarecido, la impaciencia de Mondschein se fue apaciguando. No podía soñar en ir a Santa Fe porque ya estaba allí, en el meollo, participando en experimentos. Sólo le quedaba esperar, contar los momentos de progreso y esperanza.

Hizo nuevos amigos, adquirió nuevos intereses. Fue con Capodimonte a ver las ruinas antiguas, fue a cazar a la sierra de Picuris con un larguirucho acólito llamado Weber, se incorporó al coro y cantó con vigorosa voz de tenor.

Era feliz aquí.

No sabía, por descontado, que era un espía de los herejes. Todo había sido borrado de su memoria. Su lugar lo ocupaba un mecanismo latente que se disparó una noche, a principios de septiembre, y Mondschein experimentó de repente una extraña compulsión.

Era la noche del Sagrado Mesón, una fiesta que preludiaba el solsticio de otoño. Mondschein, ataviado con su hábito azul, se hallaba de pie en la capilla entre Capidomonte y Weber, contemplando el reactor que brillaba en el altar y escuchando la voz que entonaba:

—El mundo gira y las configuraciones cambian. Se produce un salto cuántico en la vida de los hombres cuando dudas y temores quedan atrás y nace la certidumbre. Se produce un destello parecido al de la luz, una oleada de radiación interior, un sentimiento de Unidad con…

Mondschein se puso rígido. Eran las palabras de Vorst, palabras que había oído infinidad de veces, tan familiares para él que habían cavado surcos en su cerebro. Sin embargo, tenía la sensación de oírlas por primera vez. Cuando las palabras «un sentimiento de Unidad» fueron pronunciadas, Mondschein dio un respingo, aferró el asiento que tenía delante y se dobló en dos, presa del dolor. Parecía que le estuvieran perforando las tripas con un cuchillo afilado.

—¿Te encuentras bien? —susurró Capodimonte.

Mondschein asintió con la cabeza.

—Son sólo… retortijones…

Se obligó a erguirse. Pero sabía que no se encontraba bien. Algo iba mal, y no sabía qué. Estaba poseído. Ya no era dueño de su voluntad. Obedecería de buen o mal grado una orden interior cuya naturaleza desconocía de momento, pero que le sería revelada en el momento oportuno, y a la cual no opondría resistencia.

7

Siete horas después, en la oscuridad de la noche, Mondschein supo que el momento había llegado.

Se despertó, cubierto de sudor, y se puso el hábito. El dormitorio estaba en silencio. Salió de su habitación, se deslizó silenciosamente por el pasillo y entró en el descensor. Momentos más tarde emergía en la plaza que se hallaba frente a los edificios de los dormitorios.

La noche era fría. En la llanura, el calor del día se desvanecía en cuanto se hacía de noche. Mondschein, temblando un poco, avanzó por las calles del centro. No había guardias; en esta colonia de fieles cuidadosamente seleccionados y examinados con todo rigor no se temía a nadie. Era posible que algún esper estuviera despierto, buscando detectar pensamientos hostiles, pero Mondschein no desprendía ninguna emanación que pudiera ser considerada hostil. No sabía adonde iba, ni lo que estaba a punto de hacer. Las fuerzas que le impelían actuaban desde el fondo de su mente, fuera del alzance de cualquier esper. No guiaban sus centros cerebrales, sino sus respuestas motrices.

Llegó a uno de los centros de recogida de datos, un edificio de ladrillo cuya fachada carecía de ventanas. Mondschein apretó la mano contra el escáner identificador de la puerta y esperó a que le identificase. Sólo tardó un momento en comparar los datos con los que figuraban en la lista del personal, y fue admitido.

A su cerebro afluyó el conocimiento de lo que había venido a buscar: una cámara holográfica.

Las guardaban en el segundo nivel. Mondschein fue al almacén, abrió un armario y sacó un objeto compacto de quince centímetros cuadrados. Salió del edificio sin prisa y deslizó la cámara en su manga.

Mondschein cruzó otra plaza y se acercó al laboratorio XXIa, en el edificio de la longevidad. Había acudido allí aquel día para entregar una biopsia. Atravesó velozmente la puerta, bajó al sótano y entró en el cuartito situado a la izquierda. Sobre el banco de trabajo que ocupaba toda la pared posterior había una fila de fotomicrógrafos. Mondschein activó el activadorescáner y una correa transportadora fue arrojando los fotomicrógrafos en el tragante de un proyector. Empezaron a aparecer en el objetivo del visor.

Mondschein apuntó su cámara y fue haciendo un holograma de cada fotomicrógrafo a medida que aparecían. Trabajó con rapidez. El rayo láser de la cámara chasqueaba, golpeaba el objeto, rebotaba y lanzaba otro rayo que cortaba el primero en un ángulo de 45 grados. Los hologramas no se podían ver sin el equipo adecuado; sólo un segundo rayo láser, dispuesto en el mismo ángulo que el empleado para tomar los hologramas, podría transformar los dibujos irreconocibles de círculos entrecruzados que mostrarían las placas en imágenes. Mondschein sabía que tales imágenes serían tridimensionales y de una extraordinaria definición. Sin embargo, no se detuvo a pensar en el uso al que se destinarían.

Salió al frío de la madrugada, temblando ligeramente. Estaba amaneciendo. Mondschein devolvió la cámara a su lugar después de sacar la cápsula de placas holográficas. Eran diminutas; la cápsula no sobrepasaba el tamaño de una uña. La guardó en el bolsillo del pecho y volvió al dormitorio.

Olvidó que se había ausentado de la habitación en cuanto su cabeza tocó la almohada.

—Me apetece ir a Frijoles hoy —dijo Mondschein a Capodimonte por la mañana.

—Te ha entrado el gusanillo, ¿eh? —dijo Capodimonte, sonriente.

—Ya se me pasará —respondió Mondschein, encogiéndose de hombros—. Quiero ver las ruinas, eso es todo.

—En ese caso podríamos ir a Puye. No has estado allí. Es impresionante, y muy diferente de…

—No. Quiero ir a Frijoles. ¿De acuerdo?

Consiguieron el permiso para salir del centro (los técnicos de grado inferior no encontraban muchas dificultades al respecto), y a primera hora de la tarde partieron hacia el oeste, en dirección a las ruinas indias. La lágrima zumbó por la carretera hasta Los Álamos, una ciudad científica secreta de la era anterior, pero se desviaron a la izquierda y se internaron en el parque nacional de Bandelier antes de llegar a Los Alamos. Traquetearon por una vieja carretera de asfalto durante unos dieciocho kilómetros, hasta que llegaron al centro principal del parque.

Nunca había mucha gente, pero ahora, en pleno verano, el lugar estaba casi desierto. Los dos acólitos pasearon por el sendero principal, dejaron atrás las ruinas del pueblo conocido como Tyuonyi, en el fondo de un cañón, esculpido en bloques de piedra volcánica, y ascendieron por un tortuoso sendero que les llevó hasta las viviendas trogloditas. Se detuvieron ante el kiva, la cámara excavada en la roca que había sido el templo ceremonial de los antiguos indios.

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Robert Silverberg: Las puertas del cielo 1
UNO: Fuego Azul: 2077 1
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 4
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TRES: A donde van los transformados: 2135 10
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CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 16
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4 18
5 18
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8 19
9 20
CINCO: Las puertas del cielo: 2164 20
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