Las puertas del cielo | Страница 7 | Онлайн-библиотека
—¿Por qué no? ¡Va a introducirse en mi mente!
—Relájese. Por favor.
Mondschein lo intentó. Se acomodó sobre el flexible y elástico suelo y puso las manos junto a sus costados. El esper adoptó la posición del loto en una esquina de la habitación sin mirar a Mondschein. El acólito esperó, inseguro.
Había visto a pocos espers. Actualmente había muchos; tras años de duda y confusión, sus características habían sido aisladas y reconocidas más de un siglo antes, y un aumento considerable y deliberado de apareamientos entre espers había incrementado su número. De todas formas, los talentos seguían siendo impredecibles. La mayoría de los espers carecían de control sobre sus habilidades. Además, eran individuos inestables, muy nerviosos por lo general, y no era raro que la tensión les condujera a la psicosis. A Mondschein no le hacía ninguna gracia la idea de estar encerrado en una habitación con un esper psicótico.
¿Qué pasaría si el esper era un malvado? ¿Qué pasaría si, en lugar de provocar una amnesia selectiva en Mondschein, decidía causar graves alteraciones en sus pautas memorísticas? Se podía dar el caso de que…
—Ya puede levantarse —dijo el esper bruscamente—. Ha concluido.
—¿Qué ha concluido? —preguntó Mondschein.
El esper emitió una carcajada triunfal.
—No es necesario que lo sepa, idiota. Ha concluido, eso es todo.
La pared se abrió por segunda vez. El esper salió. Mondschein se irguió con una extraña sensación de vaciedad; se preguntó dónde estaba y qué le estaba ocurriendo. Iba a casa por la cinta deslizante, un hombre le empujó, y después…
—Sigúeme, por favor —dijo una mujer delgada, de pómulos improbables y párpados de platino brillante.
—¿Por qué?
—Confía en mí. Ven por aquí.
Mondschein suspiró y dejó que le guiara por un estrecho pasillo hasta otra habitación, brillantemente pintada e iluminada. En una esquina de la estancia había un depósito metálico del tamaño de un ataúd. Mondschein, por supuesto, lo reconoció. Era una cámara de privación sensorial, una Cámara de la Nada. Se flotaba en una cálida solución nutritiva, vista y oído desconectados, liberado de la atracción de la gravedad. Poseía usos más siniestros: un hombre que pasara demasiado tiempo en la Cámara de la Nada adquiría una gran docilidad, resultaba muy sencillo adoctrinarle.
—Desnúdate y entra —dijo la mujer.
—¿Y si no lo hago?
—Lo harás.
—¿Cuánto tiempo estaré?
—Dos horas y media.
—Demasiado. Perdone, pero no me siento tan tenso. ¿Quiere hacer el favor de indicarme la salida?
La mujer hizo una señal. Un robot de nariz roma y pintado de un feo tono negro entró en la habitación. Mondschein nunca se las había tenido con un robot, y ahora no lo intentó. La mujer indicó la Cámara de la Nada por segunda vez.
Estoy soñando, se dijo Mondschein. De hecho, es una pesadilla.
Empezó a despojarse de su ropa. La Cámara de la Nada zumbaba, dispuesta. Mondschein entró y se dejó engullir. No podía ver. No podía oír. Un tubo le suministraba aire. Mondschein cayó en una pasibidad total, en un bienestar fetal. El batiburrillo de ambiciones, conflictos, sueños, culpas, deseos e ideas que constituía la mente de Christopher Mondschein se disolvió temporalmente.
Despertó a su debido tiempo. Le sacaron de la Cámara (las piernas le temblaban y tuvieron que sostenerle) y le dieron sus ropas. Reparó en que su hábito no era del color adecuado: verde, el color de los herejes. ¿Cómo era posible? ¿Le estaban enrolando por la fuerza en el movimiento armonista? Sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Le pusieron una máscara termoplástica sobre la cara. «Por lo visto, voy a viajar de incógnito.»
Al cabo de poco rato, Mondschein llegó a una estación de torpedos. Las letras arábigas de los letreros le dejaron estupefacto. ¿El Cairo? ¿Argel? ¿Beirut? ¿La Meca?
Le habían reservado un compartimiento privado. La mujer de los párpados alterados estuvo sentada a su lado durante el veloz viaje. Mondschein intentó hacerle preguntas en repetidas ocasiones, pero la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros.
El torpedo aterrizó en la estación de Tarrytown. Territorio familiar, por fin. Un letrero horario anunció a Mondschein que eran las 07,05 horas del miércoles 13 de marzo de 2095, hora oficial del Este. Recordaba perfectamente que había sido el martes por la tarde cuando regresaba a casa desde la capilla, tras haber recibido una merecida reprimenda por el asunto del traslado a Santa Fe. Serían las 16,30 horas. Había perdido en algún sitio todo el martes por la noche y parte de la mañana del miércoles, unas quince horas en total.
—Ve al lavabo —susurró la mujer delgada cuando entraron en la sala de espera principal—. Tercera cabina. Cambíate de ropa.
Mondschein, muy preocupado, obedeció. Había un paquete sobre el asiento. Lo abrió y descubrió su hábito añil de acólito. Se despojó a toda prisa del hábito verde y se ciñó el suyo. Recordó la máscara facial y también se la quitó. Empaquetó el hábito verde y, no sabiendo lo que debía hacer con él, lo dejó en la cabina.
Al salir, un hombre maduro de cabello oscuro se le acercó y le extendió la mano.
—¡Acólito Mondschein!
—¿Sí? —dijo Mondschein. No le reconoció, pero le estrechó la mano.
—¿Has dormido bien?
—Yo… Sí—dijo Mondschein—. Muy bien —hubo un intercambio de miradas, y de pronto Mondschein olvidó para qué había entrado en el lavabo, qué había hecho allí, y también que había llevado un hábito verde y una máscara termoplástica en el vuelo procedente de un país cuyo principal idioma era el árabe, que había estado en otro país y que, además, había salido desconcertado de una Cámara de la Nada apenas unas horas antes.
Ahora creía que había pasado una confortable noche en su casa, en su modesta vivienda. No sabía por qué estaba en la estación de torpedos de Tarrytown a esta hora de la mañana, pero se trataba de un misterio insignificante que no merecía un escrutinio detallado.
Mondschein, que sentía un hambre inusitada, compró un gigantesco bocadillo en el distribuidor automático situado en el nivel inferior de la estación. Lo engulló en pocos segundos. A las ocho, se encontraba en la capilla de Nyack perteneciente a la Hermandad de la Radiación Inmanente, preparado para ayudar en el servicio matutino.
El hermano Langholt le saludó con grandes muestras de afecto.
—¿Te enfadaste mucho por nuestra pequeña charla de ayer, Mondschein?
—Ya se me ha pasado.
—Bien, bien… No debes permitir que tu ambición te domine, Mondschein. Todo llega a su debido tiempo. ¿Quieres hacer el favor de comprobar el nivel gamma del reactor?
—Desde luego, hermano.
Mondschein se dirigió hacia el altar. El Fuego Azul parecía un oasis de seguridad en un mundo incierto. El acólito sacó el detector de rayos gamma de su estuche y se dispuso a empezar sus tareas matutinas.
5
El mensaje que ordenaba su traslado a Santa Fe llegó tres semanas más tarde. Cayó como un rayo en la capilla de Nyack, descendiendo los escalones de la jerarquía hasta llegar al insignificante acólito.
Otro acólito le comunicó la noticia a Mondschein de forma indirecta.
—Te llaman al despacho del hermano Langholt, Chris. El supervisor Kirby está allí.
Mondschein se alarmó.
—¿Qué pasa? No he hecho nada malo…, al menos, no que yo sepa.
—No creo que sea para regañarte. Es algo grande, Chris. Todo el mundo está conmocionado. Es algo referente a Santa Fe —dirigió a Mondschein una mirada de curiosidad—. Según creo, vas a ser trasladado allí en una nave.
—Muy divertido —dijo Mondschein.
Corrió al despacho de Langholt. El supervisor Kirby estaba apoyado en la estantería de la izquierda. Langholt y él parecían hermanos. Ambos eran altos, delgados, de mediana edad y aspecto ascético.
Mondschein nunca había visto tan de cerca al supervisor. Kirby había sido un importante funcionario de la burocracia internacional de las Naciones Unidas, hasta que se convirtió doce o quince años atrás. Ahora era un hombre clave en la jerarquía, tal vez entre los doce más importantes de la organización. Llevaba el pelo corto y sus ojos eran de un singular tono verdoso. A Mondschein le costaba sostener su mirada. Al ver a Kirby en persona, se preguntó de dónde había extraído la energía para escribirle aquella carta, solicitando el traslado a los laboratorios de Santa Fe.
—¿Mondschein? sonrió levemente Kirby.
—Sí, señor.
—Llámame hermano, Mondschein. El hermano Langholt me ha hablado bastante bien de ti.
«¿Eso ha hecho?», pensó Mondschein, sorprendido.
—Le he dicho al supervisor —intervino Langholt — que eres ambicioso, impaciente y entusiasta. También le he señalado que, en algunos aspectos, posees estas cualidades en un grado excesivo. Tal vez aprendas a moderarlas en Santa Fe.
—Hermano Langholt —dijo Mondschein, estupefacto—, creía que mi solicitud de traslado a Santa Fe había sido rechazada.
Kirby asintió con la cabeza.
—Ha vuelto a ser examinada. Necesitamos algunos sujetos de control que no sean espers. Seleccionamos una docena de acólitos, y el ordenador nos proporcionó tu nombre. Cumples los requisitos. Supongo que todavía quieres ir a Santa Fe…
—Por supuesto, señor…, hermano Kirby.
—Bien. Tienes una semana para arreglar tus cosas —los ojos verdes se hicieron de repente más penetrantes. Confío en que nos seas de utilidad, hermano Mondschein.
Mondschein no estaba seguro de si le enviaban a Santa Fe como respuesta dilatada a su petición o para desembarazarse de él en Nyack. Le resultaba incomprensible que Langholt aprobará su traslado después de haberlo rechazado con tal acritud unas semanas antes. Los caminos de los líderes vorsters eran inescrutables, decidió Mondschein. Aceptó la desconcertante decisión de buen grado, sin hacer preguntas. Finalizada la semana, se arrodilló en la capilla de Nyack por última vez, se despidió del hermano Langholt y se dirigió a la estación de torpedos para tomar el vuelo de mediodía hacia el Oeste.
Llegó a Santa Fe a media mañana, hora local. La estación se hallaba atestada de gente ataviada con el hábito azul, más de la que había visto nunca en un lugar público. Mondschein aguardó en la estación, contemplando con inquietud la inmensidad del paisaje de Nuevo México. El cielo era de un tono extrañamente brillante, y la visibilidad parecía ilimitada. Mondschein divisó a kilómetros de distancia altas montañas de piedra arenisca. Un desierto de color tostado, salpicado de artemisa verdegrisácea, rodeaba la estación. Mondschein jamás había visto un espacio tan abierto.
—¿Hermano Mondschein? —preguntó un acólito gordinflón.
—En efecto.
—Soy el hermano Capodimonte. Soy su guía. ¿Me permite su equipaje? Bien. Vamos, pues.
Una lágrima estaba aparcada en la parte posterior. Capodimonte tomó la única maleta de Mondschein y la cargó en el vehículo. Mondschein calculó que tendría unos cuarenta años. Un poco viejo para ser acólito. La grasa de la nuca formaba un rollo que sobresalía del cuello de la camisa.
Entraron en la lágrima. Capodimonte la activó y se pusieron en marcha.
—¿Es la primera vez que viene aquí?
—Sí —respondió Mondschein. El paisaje es impresionante.
—Maravilloso, ¿verdad? Te hace amar más la vida. Aquí se adquiere perspectiva del espacio. Y de la historia. Ruinas antiquísimas esparcidas por todas partes. Cuando se haya instalado, quizá podamos ir a las viviendas trogloditas del Cañón de los Frijoles. ¿Le interesan esas cosas, Mondschein?
—No sé mucho sobre ello —admitió—, pero me gustará ir a echar un vistazo.
—¿Cuál es su especialidad?
—Tecnología nuclear. Soy controlador de reactores.
—Yo era antropólogo hasta que ingresé en la Hermandad. Paso mi tiempo libre en los pueblos. Volver al pasado de vez en cuando es bueno, sobre todo aquí, en que el futuro se despliega con tanta celeridad a tu alrededor.
—¿Es verdad que se están haciendo progresos?
Capodimonte asintió con la cabeza.
—Dicen que la cosa va muy bien. No formo parte de la élite, por supuesto. La gente de élite apenas abandona el centro. Por lo que he oído, sin embargo, están realizando grandes progresos. Mire allí, hermano… La ciudad de Santa Fe, por la que vamos a pasar dentro de un momento.
Mondschein miró. La palabra que le vino a la mente fue
—Imaginaba que sería mucho más grande —dijo.
—Protección. Monumento histórico y todo eso. La conservan como estaba hace cien años. Está prohibido edificar.
—¿Y el centro experimental? —preguntó Mondschein, frunciendo el ceño.
—Oh, no está en Santa Fe. Santa Fe es la ciudad más próxima. En realidad, nos hallamos a sesenta kilómetros de distancia en dirección norte, cerca de la región de Picuris. Todavía quedan muchos indios.
Empezaron a ascender una pendiente. La lágrima se internó por pistas forestales y la vegetación cambió; los nudosos enebros y pinos piñoneros dieron paso a oscuras extensiones de abetos Douglas y ponderosas. A Mondschein todavía le costaba creer que no tardaría en llegar al centro genético. «Hay que hacerse notar», se dijo. La única forma de conseguir algo en este mundo consistía en alzar la cabeza y chillar.
Él había chillado. Había sido reprendido por ello…, pero le habían enviado a Santa Fe.
¡Vivir eternamente! Someter su cuerpo a los experimentadores que estaban consiguiendo reemplazar las células, regenerar los órganos, devolver la juventud. Mondschein sabía en qué se trabajaba aquí. Existían riesgos, por supuesto, pero ¿y qué? En el peor de los casos, moriría…, pero también estaba previsto que ocurriera en el esquema normal de los acontecimientos. En contrapartida, podía ser uno de los elegidos, uno de los escogidos.
Un portal se cernió sobre ellos. El sol brillaba furiosamente sobre la hoja de metal.
—Hemos llegado —anunció Capodimonte.
El portal comenzó a abrirse.
—¿No me someterán a un examen antes de dejarme entrar? —preguntó Mondschein.
Robert Silverberg: Las puertas del cielo | 1 |
UNO: Fuego Azul: 2077 | 1 |
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 | 4 |
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8 | 9 |
9 | 9 |
TRES: A donde van los transformados: 2135 | 10 |
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5 | 14 |
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CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 | 16 |
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CINCO: Las puertas del cielo: 2164 | 20 |
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