Las puertas del cielo | Страница 5 | Онлайн-библиотека


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—No es cuestión de perdonar, acólito Mondschein —replicó el hombre de mayor edad—. Es cuestión de comprender. El perdón me importa un bledo. ¿Cuáles son tus objetivos, Mondschein? ¿Qué persigues?

El acólito dudó un momento antes de responder, tanto porque era una buena política sopesar las palabras antes de contestar a un miembro importante de la Hermandad, como porque sabía que pisaba terreno resbaladizo. Tiró nerviosamente de los pliegues de su hábito y dejó que sus ojos resbalaran por la magnificencia gótica de la capilla.

Estaban de pie en el triforio, mirando la nave. No se celebraba ningún servicio, pero algunos fieles ocupaban los bancos, arrodillados ante el resplandor azul del pequeño reactor de cobalto alzado sobre un estrado. Era el santuario Nyack de la Hermandad de la Radiación Inmanente, la tercera más grande de la zona de Nueva York, y Mondschein había ingresado seis meses antes, el día en que cumplió veintidós años. En aquel momento albergó la esperanza de que fuera un auténtico sentimiento religioso el que le impulsaba a empeñar su suerte con los vorsters. Ahora ya no estaba tan seguro.

—Quiero ayudar a la gente, hermano —dijo en voz baja, aferrándose a la barandilla del triforio—. A la gente en general y a la gente en particular. Quiero ayudarles a encontrar el camino. Y quiero que la humanidad alcance sus principales objetivos. Como dice Vorst…

—Ahórrame las escrituras, Mondschein.

—Sólo trato de demostrarle…

—Lo sé. Escucha, ¿no comprendes que has de ascender de forma ordenada y progresiva? No puedes saltarte a tus superiores, Mondschein, por impaciente que estés en llegar a la cumbre. Entra en mi despacho un momento.

—Sí, hermano Langholt. Lo que usted diga.

Mondschein siguió al otro hombre por el triforio hasta adentrarse en el ala administrativa del santuario. El edificio era de construcción reciente y pasmosamente bello, muy diferente de las destartaladas capillas vorster ubicadas en los barrios bajos, de un cuarto de siglo atrás. Langholt aplicó una huesuda mano sobre el botón y la puerta se abrió como un diafragma al instante. Ambos entraron.

Era una habitación pequeña, austera, oscura y sombría. El techo era de estilo gótico. Las paredes laterales estaban cubiertas de estanterías para libros. El escritorio consistía en una bruñida plancha de ébano, sobre la cual brillaba una luz azul en miniatura, el símbolo de la Hermandad. Mondschein vio algo más sobre el escritorio: la carta que había escrito al supervisor regional Kirby, solicitando el traslado al centro genético de la Hermandad en Santa Fe.

Mondschein enrojeció. Enrojecía con facilidad; sus mejillas eran regordetas, propensas al rubor. Era un hombre que sobrepasaba un poco la estatura media, algo entrado en carnes, de cabello áspero y oscuro y facciones enjutas y serias. Mondschein se sentía absurdamente inmaduro en comparación con el hombre flaco y de aspecto ascético que le doblaba la edad y le estaba dando un buen rapapolvo.

—Como ves, tenemos tu carta dirigida al supervisor Kirby —dijo Langholt.

—Señor, esa carta era confidencial. Yo…

—¡En esta orden no hay cartas confidenciales, Mondschein! Da la casualidad de que el supervisor Kirby me entregó la carta en persona. Como comprobarás, ha añadido una nota.

Mondschein tomó la carta. Sobre la esquina superior izquierda había una breve nota garrapateada: «Tiene una prisa de mil diablos, ¿verdad? Rebájele los humos. R. K.».

El acólito dejó la carta sobre la mesa y esperó la reprimenda. En lugar de ello, su superior le sonrió con afabilidad.

—¿Por qué querías ir a Santa Fe, Mondschein?

—Para tomar parte en las investigaciones que se realizan allí. Y en el… programa de reproducción.

—No eres un esper.

—Quizá tenga genes latentes, o puede que mediante alguna manipulación mis genes sean importantes para el banco. Señor, ha de comprender que mi comportamiento no era puramente egoísta. Quiero contribuir con el máximo esfuerzo.

—Puedes contribuir, Mondschein, haciendo tus tareas de limpieza, rezando, buscando conversos. Si has de ser llamado a Santa Fe, lo serás a su debido tiempo. ¿No has pensado que hay otros muchos mayores que tú que desean ir allí? Yo mismo, el hermano Ashton, el supervisor Kirby… Vienes de la calle, por así decirlo, y al cabo de unos meses ya quieres un billete para la utopía. Lo siento. No es tan fácil de conseguir, acólito Mondschein.

—¿Qué haré ahora?

—Purifícate. Libérate del orgullo y la ambición. Baja a la iglesia y reza. Haz tu trabajo diario. No busques ascensos rápidos. Es la mejor manera de no lograr lo que deseas.

—Podría solicitar el ingreso en el servicio misionero —insinuó Mondschein—. Unirme al grupo que va a Venus…

—¡Ya empezamos otra vez! —suspiró Langholt—. ¡Conten tu ambición, Mondschein!

—Me refería a ello como penitencia.

—Por supuesto. Te imaginas que probablemente los misioneros se conviertan en mártires. También te imaginas que, si por chiripa vas a Venus y no te despellejan vivo, volverás aquí transformado en un hombre de gran influencia en la Hermandad, que será enviado a Santa Fe como un guerrero al Valhalla. ¡Mondschein, Mondschein, eres tan transparente! Rozas la herejía, Mondschein, cuando rehusas aceptar tu suerte.

—Señor, jamás me he relacionado con los herejes. Yo…

—No te acuso de nada —dijo Langholt con firmeza—. Simplemente te advierto que vas en dirección equivocada. Temo por ti. Mira —arrojó la carta acusatoria a la unidad de eliminación de basuras, donde se quemó al instante—, olvidaré todo lo relativo a este incidente. Pero tú no lo olvides. Sé más humilde, Mondschein. Sé más humilde, te repito. Ahora, ve a rezar. Largo.

—Gracias, hermano —murmuró Mondschein.

Le temblaban un poco las rodillas cuando salió de la habitación y subió al descensor que llevaba a la capilla. Considerando todos los elementos en juego, había salido bien librado. Podían haberle sometido a reprimenda pública. Podían haberle trasladado a una zona muy poco deseable, como la Patagonia o las Aleutianas. Incluso podían haberle separado de la Hermandad definitivamente.

Había sido una equivocación garrafal pasar por encima de Langholt, y Mondschein lo reconocía. Pero ¿cómo evitarlo? Morir un poco día tras día, mientras en Santa Fe escogían a los que vivirían para siempre. Era intolerable contarse entre los repudiados. El estado de ánimo de Mondschein empeoró al comprender que casi no le quedaba ninguna posibilidad de ir a Santa Fe.

Se deslizó en un banco trasero y miró solemnemente al cubo de cobalto 60 que brillaba en el altar.

«Que el Fuego Azul me engulla suplicó—. Que surja de él purificado y limpio.»

A veces, arrodillado ante el altar, Mondschein había experimentado una levísima punzada de arrobo espiritual. Era lo máximo que había sentido, pues, a pesar de que era un acólito de la Hermandad de la Radiación Inmanente y miembro de la segunda generación del culto, Mondschein no era un hombre religioso. Que se extasíen otros ante el altar, pensó. Mondschein sabía muy bien lo que era el culto: una fachada que encubría un extenso programa de investigación genética. Al menos, eso le parecía, aunque en ocasiones tenía sus dudas sobre qué era la fachada y qué la auténtica realidad. En apariencia, mucha gente extraía beneficios espirituales de la Hermandad, en tanto él carecía de pruebas sobre los supuestos éxitos de los laboratorios de Santa Fe.

Cerró los ojos y hundió la cabeza en el pecho. Visualizó electrones girando en sus órbitas. Repitió en silencio la Letanía Electromagnética, recitando las franjas del espectro.

Se imaginó a Christopher Mondschein viviendo siglo tras siglo. Una oleada de ansia se apoderó de él mientras salmodiaba todavía las frecuencias medias. Mucho antes de llegar a los rayos X, sudaba de frustración y miedo a morir. Sesenta, setenta años más y le llegaría el turno, mientras en Santa Fe…

Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

Que alguien me ayude. ¡No quiero morir!

Mondschein levantó la vista hacia el altar. El Fuego Azul parpadeó como si se burlara de él por extralimitarse. Oprimido por la oscuridad gótica, Mondschein se puso en pie y salió corriendo a respirar el aire puro.

2

Llamaba la atención por su hábito de color añil y la capucha monacal. La gente le miraba como si poseyera poderes sobrenaturales. Nadie advirtió que sólo era un acólito, y, aunque muchos curiosos también eran vorsters, nunca terminaban de asumir que la Hermandad no tenía tratos con lo sobrenatural. Mondschein consideraba que los seglares carecían de inteligencia.

Subió a la cinta deslizante. La ciudad se cernía a su alrededor, torres de travertina que parecían cubiertas de grasa a la débil luz rojiza de aquel atardecer de marzo. Nueva York se había extendido por las orillas del Hudson como una plaga, y los rascacielos empezaban a invadir las Adirondacks. Hacía mucho tiempo que Nyack había sido absorbida por la metrópoli. El aire era frío y olía a humo. El fuego estaría devorando una reserva forestal, pensó Mondschein, malhumorado. Veía a la muerte por todas partes.

Su modesto apartamento se hallaba a cinco manzanas de la capilla. Vivía solo. Los acólitos debían colgar los hábitos si querían casarse, y no les estaba permitido mantener relaciones pasajeras. El celibato todavía no pesaba sobre Mondschein, aunque había confiado en desprenderse de él cuando le trasladaran a Santa Fe. Corrían rumores sobre jóvenes y dispuestas acolitas de Santa Fe. Mondschein estaba seguro de que no todos los experimentos de reproducción se realizaban mediante inseminación artificial.

Ahora ya no importaba, ya podía despedirse de Santa Fe. Su impulsiva carta al supervisor Kirby lo había echado todo a perder.

Estaba atrapado para siempre en los rangos inferiores de la jerarquía vorster. A su debido tiempo le aceptarían en el seno de la Hermandad; adoptaría un hábito ligeramente diferente, se dejaría crecer la barba, presidiría los servicios y atendería las necesidades de su congregación.

Estupendo. La Hermandad era el movimiento religioso que crecía con más rapidez en la Tierra, y servir a la causa constituía, sin duda, una noble causa. Sin embargo, un hombre carente de vocación religiosa no podía ser feliz presidiendo una capilla, y Mondschein no sentía la llamada. Había confiado en colmar sus necesidades enrolándose como acólito, y ahora comprendía el error de su ambición.

Estaba atrapado. Sólo era otro hermano vorster. Había miles de capillas diseminadas por el mundo. La Hermandad contaba con unos quinientos millones de miembros. No estaba mal en una sola generación. Las viejas religiones lo pasaban mal. Los vorsters ofrecían algo que las otras no: los avances de la ciencia, la seguridad de que, más allá del ministerio espiritual, existía otro que servía a la Unidad sondeando en los misterios más profundos. Un dólar entregado a la capilla vorster de la localidad podría contribuir al desarrollo de un método que asegurase la inmortalidad, la inmortalidad individual. Ése era el cebo, y funcionaba bien. Bueno, había imitadores, cultos inferiores, algunos prósperos a su manera. Incluso existía una herejía vorster, los Armonistas, los mercachifles de la Armonía Trascendente, un vástago del culto original. Mondschein se había decantado por los vorsters y sentía lealtad hacia ellos, pues había sido educado como devoto del Fuego Azul. Pero…

—Perdone. Mil disculpas.

Alguien le empujó en la cinta deslizante. Mondschein sintió que una mano se abatía sobre su espalda, casi derribándole. Se enderezó, algo tambaleante, y vio a un hombre de anchos hombros, vestido con una sencilla túnica azul, que se alejaba a toda velocidad. Torpe idiota, pensó Mondschein. Hay sitio para todos en la cinta deslizante. ¿A qué vienen tantas prisas?

Mondschein se ajustó la túnica y la dignidad.

—No entres en tu apartamento, Mondschein —dijo una voz suave—. Sigue adelante. Te espera un torpedo en la estación de Tarrytown.

No había nadie cerca de él.

—¿Quién ha hablado? preguntó, tenso.

—Relájate y colabora, por favor. No sufrirás el menor daño. Todo esto es por tu bien, Mondschein.

Miró a su alrededor. La persona más próxima era una anciana. Se hallaba a unos quince metros detrás de él, en la cinta deslizante, y le dedicó al instante una sonrisa boba, como si le pidiera la bendición. ¿Quién había hablado? Durante un frenético momento, Mondschein pensó que se había convertido en telépata, que algún poder latente había madurado de súbito. Pero no, no había sido un mensaje enviado mediante el pensamiento, sino una voz. Mondschein comprendió. El hombre que le había dado el golpe en la espalda debía haberle adherido una oreja emisora y receptora. Una diminuta placa metálica transpóndica, que probablemente sólo midiera media docena de moléculas de espesor, algún milagro de improbable subminiaturización… Mondschein no se molestó en buscarla.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Eso no importa. Ve a la estación y alguien saldrá a tu encuentro.

—Visto mis hábitos.

—También nos ocuparemos de eso —fue la tranquila respuesta.

Mondschein se mordisqueó el labio. No tenía autorización para abandonar las inmediaciones de la capilla sin el permiso de un superior, pero ahora no tenía tiempo para eso y, en cualquier caso, no iba a complicarse con trámites burocráticos después de la reciente regañina. Correría el riesgo.

La cinta deslizante le llevó hacia adelante.

No tardó en divisar la estación de Tarrytown. El estómago de Mondschein se retorció de tensión. Olió los vapores acres del combustible que utilizaba el torpedo. El frío viento le traspasó el hábito; no sólo temblaba de inquietud. Bajó de la pasarela deslizante y entró en la estación, una reluciente cúpula verdeamarilla de paredes de plástico. No había mucha gente. Los viajeros procedentes del centro de la ciudad aún no habían empezado a llegar, y la huida masiva a las ameras se produciría más tarde, a la hora de la cena.

Se le acercaron unas figuras.

—No les mires —le advirtió la voz del artilugio que llevaba en la espalda—. Sigúeles de forma indiferente.

Mondschein obedeció. Eran tres personas, dos hombres y una mujer delgada de rostro anguloso. Caminaban sin prisa, y fueron dejando atrás el quiosco de faxdiarios, los puestos de limpiabotas y las taquillas de consigna. Uno de los hombres, bajo, de cabeza cuadrada y pelo pajizo espeso y corto, posó la palma de su mano sobre una taquilla y la abrió. Sacó un paquete abultado y se lo puso bajo el brazo. Atravesó en diagonal la estación hacia el lavabo de caballeros.

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Robert Silverberg: Las puertas del cielo 1
UNO: Fuego Azul: 2077 1
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 4
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8 9
9 9
TRES: A donde van los transformados: 2135 10
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2 11
3 11
4 12
5 14
6 14
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8 15
CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 16
1 16
2 16
3 17
4 18
5 18
6 18
7 19
8 19
9 20
CINCO: Las puertas del cielo: 2164 20
1 20
2 21
3 22
4 22
5 23
6 23
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