Las puertas del cielo | Страница 21 | Онлайн-библиотека


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Había uno diez mil millones de neuronas en aquel bloque de tejido, así como una infinidad de terminales axonales y receptores dendítricos. Los cirujanos confiaban en reordenar las mallas sinápticas de aquel cerebro, alterando el mecanismo de control proteínicomolecular para lograr que el paciente se adaptara a los planes de Vorst.

Qué locura, pensó el viejo. Ocultó su pesimismo y siguió sentado en silencio, escuchando el latido de la sangre en sus satinadas arterias artificiales.

Lo que allí se estaba haciendo constituía un acontecimiento notable, desde luego. Reuniendo todos los recursos de la moderna microcirugía, los técnicos más destacados del Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst estaban alterando las pautas de reconocimiento molecular proteínaproteína de un cerebro humano. Torcer un poco los circuitos; cambiar las estructuras transinápticas para establecer un vínculo mejor entre las membranas pre y postsinápticas; conectar en derivación las potencias de entrada sináptica individuales de un árbol dendítrico a otro… En suma, reprogramar el cerebro para que cumpliera los designios de Vorst, consistentes en actuar como la fuerza propulsora necesaria para conseguir que un equipo de exploradores salvase el abismo de añosluz que les separaba de otra estrella.

Se trataba de un proyecto extraordinario. Los cirujanos del centro de investigaciones de Santa Fe se habían preparado para ello durante cincuenta años, manipulando los cerebros de gatos, monos y delfines. Ahora, se habían decidido a proceder con sujetos humanos. El paciente de la mesa era un esper de grado medio, un precog escasamente dotado para desplazarse en el tiempo; su expectativa de vida era de unos seis meses, y no existían dudas sobre la extinción que se produciría después. El precog había sido informado de estas circunstancias, y por ello se había presentado voluntario para el experimento. Los más expertos cirujanos del mundo estaban operándole.

El proyecto sólo tenía dos defectos, y Vorst lo sabía:

No era probable que terminara con éxito.

Y, sobre todo, no era en absoluto necesario.

Sin embargo, no se le podía decir a un grupo de hombres abnegados que el trabajo de toda su vida carecía de sentido. Además, siempre existía la débil esperanza de que crearan artificialmente un impulsor, un telequinésico. Por lo tanto, Vorst se sintió obligado a presenciar la operación. Los hombres que trabajaban en el anfiteatro sabían que la presencia sobrenatural del Fundador estaba con ellos. Aunque no alzaban la vista hacia la galería donde se sentaba Vorst, sabían que el anciano marchito pero todavía vigoroso les sonreía con benevolencia, protegido de la fuerza de gravedad por la armazón de espuma trenzada que resguardaba sus viejos miembros.

El cristalino de sus ojos era sintético. Sus intestinos había sido fabricados a partir de polímeros. Su firme corazón provenía de un banco de órganos. Poco quedaba del primitivo Noel Vorst, salvo el cerebro, que estaba intacto pero sometido a lavados con los anticoagulantes que evitaban las apoplejías.

—¿Está cómodo, señor? —le preguntó el joven y pálido acólito que se hallaba a su lado.

—Perfectamente. ¿Y usted?

La pequeña broma de Vorst hizo sonreír al acólito. Sólo tenía veinte años, y se sentía muy orgulloso de que le hubiera tocado acompañar al Fundador en su paseo diario. A Vorst le gustaba verse rodeado de gente joven. El temor reverencial que despertaba en ellos era tremendo, por supuesto, pero lograban ser atentos y respetuosos sin canonizarle. En el interior de su cuerpo palpitaban las contribuciones de muchos jóvenes vorsters voluntarios: una película de tejido pulmonar de uno, una retina de otro, los ríñones de un par de gemelos. Era un hombre hecho de retazos, portador de la carne de su propio movimiento.

Los cirujanos se inclinaron sobre el cerebro expuesto. Vorst no podía ver lo que hacían. Una cámara encajada en un instrumento quirúrgico transmitía la escena a una pantalla situada al nivel de la platea, pero ni siquiera la imagen ampliada le permitía ver mucho más. Frustrado y aburrido, seguía manteniendo su mirada de vivo interés.

Apretó un botón comunicador que sobresalía en el brazo de la silla y habló en voz baja.

—¿Tardará en llegar el coordinador Kirby?

—Está hablando con Venus, señor.

—¿Con quién? ¿Con Lázaro o con Mondschein?

—Con Mondschein, señor. Le diré que venga en cuanto termine.

Vorst sonrió. El protocolo sugería que las negociaciones de alto nivel fueran llevadas a cabo a nivel administrativo, entre los ejecutivos, no entre los profetas. Por lo tanto, estaban hablando los lugartenientes: el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby en nombre de los Vorsters de la tierra y Christopher Mondschein por los armonistas de Venus. Pero llegaría el momento en que sería necesario cerrar el trato con una conferencia entre los dos seres más en armonía con la Unidad Eterna, y esto sería tarea de Vorst y Lázaro.

cerrar el trato

Un temblor agarrotó la mano derecha de Vorst. El acólito le observó atentamente, preparado para apretar botones hasta que el equilibrio metabólico del Fundador se recuperase. Vorst obligó a la mano a relajarse.

Estoy bien —insistió.

para abrir las puertas del cielo

Estaban ya tan cerca del final que todo empezaba a parecer un sueño. Un siglo de proyectos, de jugar al ajedrez con adversarios aún no nacidos, alzando un fantástico edificio de teocracia sobre la base de una única esperanza, débil y arrogante…

¿Era una locura el deseo de remodelar las pautas de la historia?, se preguntó Vorst.

¿Era una monstruosidad conseguirlo?

En la mesa de operaciones, la pierna del paciente se elevó sobre un mar de vendas y pateó el aire irregular y convulsivamente. Los dedos del anestesista volaron sobre su teclado, y el esper que se encontraba esperando la emergencia entró en silenciosa acción. Se produjo una gran actividad alrededor de la mesa.

En aquel momento, un hombre alto y de rostro curtido por la intemperie entró en la galería y saludó a Vorst.

—¿Cómo va la operación? —preguntó Reynolds Kirby.

—El paciente acaba de morir —contestó el Fundador—. Todo parecía marchar bien.

2

Kirby no había esperado mucho de la operación. Lo había discutido en profundidad con Vorst el día anterior; aunque no era científico, el coordinador intentaba mantenerse informado sobre los trabajos que se llevaban a cabo en el centro de investigaciones. La tarea de Kirby consistía en supervisar las numerosas actividades seculares del culto religioso que, en la práctica, gobernaba la Tierra. Hacía casi noventa años que Kirby se había convertido, y había sido testigo del crecimiento imparable del culto.

El poder político, a pesar de su utilidad, no era el objetivo de la Hermandad. La esencia del movimiento era su programa científico, centrado en las instalaciones de Santa Fe. En dicha ciudad se había construido, a lo largo de las décadas, una insuperable fábrica de milagros, financiada por las constribuciones económicas de miles de millones de vorsters esparcidos por todos los continentes. Y los milagros se habían producido. Los procesos de regeneración aseguraban una esperanza de vida de tres o cuatro siglos, o quizá más, para los recién nacidos; nadie estaría seguro de haber alcanzado la inmortalidad hasta pasados algunos milenios de prueba. La Hermandad ofrecía un razonable facsímil de vida eterna, pagando con creces la deuda contraída en el momento de su fundación, cien años antes.

El otro objetivo, las estrellas, había dado más problemas a la Hermandad.

El hombre estaba encerrado en el sistema solar a causa de la velocidad límite de la luz. Los cohetes de combustible químico y las naves de propulsión iónica tardarían demasiado. Era fácil llegar a Marte y Venus, pero no así a los inhospitalarios planetas exteriores, y el viaje de ida y vuelta a la estrella más próxima duraría unas cuantas décadas con la tecnología actual, nueve años como mínimo. Por lo tanto, el hombre había transformado Marte en un mundo habitable y se había transformado para poder vivir en Venus. Cavó minas en las lunas de Júpiter y Saturno, rindió visitas ocasionales a Plutón y envió robots a explorar Mercurio y los gigantes gaseosos. Y seguía mirando con desesperanza hacia las estrellas.

Las leyes de la relatividad gobernaban los movimientos de los cuerpos reales en el espacio real, pero no se aplicaban necesariamente a las circunstancias del mundo paranormal. En opinión de Noel Vorst, el único camino a las estrellas era el extrasensorial. Por eso había reunido espers de todas las variedades en Santa Fe, estimulando a lo largo de generaciones programas de reproducción y manipulación genéticas. La Hermandad había producido una interesante variedad de espers, pero ninguna con el talento de transportar cuerpos físicos por el espacio, mientras en Venus habían aparecido mutantes telequinésicos de forma espontánea, un irónico subproducto de la adaptación de la vida humana a dicho planeta.

Venus se encontraba fuera del control directo de los vorsters. Los armonistas de Venus contaban con los impulsores que Vorst necesitaba para saltar a la galaxia. Sin embargo, manifestaban escaso interés en colaborar con los vorsters en una expedición. Kirby llevaba semanas negociando con su homónimo de Venus, intentando alcanzar un acuerdo.

Entretanto, los cirujanos de Santa Fe no habían abandonado su sueño de crear impulsores terrestres, ahorrándose la eventual colaboración de los impredecibles venusinos. El proyecto de reordenamiento sináptico había llegado a la fase de experimentación con un ser humano.

—No funcionará —había dicho Vorst a Kirby—. Todavía nos llevan cincuenta años de ventaja.

—No lo entiendo, Noel. Los venusinos tienen el gen de la telequinesis, ¿no? ¿Por qué no podemos duplicarlo? Considerando todo lo que hemos hecho con los ácidos nucleicos…

—No existe un «gen de la telequinesis», ya lo sabes. Forma parte de una constelación de pautas genéticas. Durante treinta años hemos intentado a conciencia duplicarlo, y ni siquiera hemos avanzado mucho. También hemos experimentado un acercamiento aleatorio, puesto que los venusinos adquirieron la habilidad de esta manera. Tampoco ha habido suerte. Y después ha venido este asunto de las sinapsis: alterar el cerebro, no los genes. Quizá nos conduzca a alguna parte, pero no estoy dispuesto a esperar otros cincuenta años.

—Vivirás muchos más, tenlo por seguro.

—Sí, pero no puedo esperar más. Los venusinos tienen los hombres que necesitamos. Es hora de ganarles para nuestros propósitos.

Kirby, pacientemente, había cortejado a los herejes. Se intuían señales de progresos en las negociaciones. En vista del fracaso de la operación, la necesidad de alcanzar un acuerdo con Venus era cada vez más urgente.

—Ven conmigo —dijo Vorst, mientras se llevaban al paciente muerto—. Hoy van a experimentar con la gárgola, y no quiero perdérmelo.

Kirby siguió al Fundador fuera del anfiteatro. Los acólitos se hallaban atentos al menor problema. Vorst ya no intentaba caminar, y se desplazaba en su silla de espuma trenzada. Kirby aún prefería utilizar sus piernas, aunque era casi tan viejo como Vorst. La visión de los dos paseando por las plazas del centro de investigaciones siempre despertaba la atención.

—¿No te preocupa el nuevo fracaso? —preguntó Kirby.

—¿Por qué? Ya te dije que era demasiado pronto para que saliera bien.

—¿Qué me dices de la gárgola? ¿Alguna esperanza?

—Nuestra esperanza —replicó Vorst con serenidad— es Venus. Ya tienen impulsores.

—¿Y para qué seguir intentando desarrollarlos aquí?

—Aceleración. La Hermandad no ha aminorado la velocidad en cien años. No estoy dispuesto a cerrar ningún camino, ni siquiera los deseperados. Todo es cuestión de aceleración.

Kirby se encogió de hombros. A pesar de todo el poder que ostentaba en la organización (y sus poderes eran inmensos), siempre había sospechado que carecía de auténtica iniciativa. Los planes del movimiento habían emanado desde el primer momento de Noel Vorst. Sólo él conocía las reglas del juego. ¿Y si Vorst moría aquella tarde, dejando el juego a medias? ¿Qué ocurriría con el movimiento? ¿Seguiría rodando hacia adelante por su propio impulso? Kirby se preguntó hacia qué objetivo.

Entraron en un pequeño edificio cuadrado de cristal esponjoso verde brillante. Un susurro de asombro les precedió: ¡Vorst venía! Hombres de hábito azul salieron a recibir al Fundador. Le condujeron a la habitación en la parte trasera donde se hallaba la gárgola. Kirby mantuvo el paso, haciendo caso omiso de los acólitos dispuestos a sostenerle si tropezaba.

La gárgola descansaba, enmarañada entre las cintas que la sujetaban. No era un espectáculo agradable. Trece años de edad, noventa centímetros de altura, grotescamente deformada, sorda, inválida, de córneas veladas y piel granulada y rugosa. Un mutante, pero que no era producto de laboratorio; padecía el síndrome de Hurler, un error natural y congénito del metabolismo, identificado científicamente por primera vez dos siglos y medio antes. Los infortunados padres habían llevado al monstruo a una capilla de la Hermandad de Estocolmo, confiando en que un baño de Fuego Azul curaría sus defectos. No había sido así, pero un esper de la capilla había detectado talentos latentes en la gárgola, enviándola a Santa Fe para que fuera sometida a pruebas y sondeos. Kirby se estremeció de asco.

—¿Cuál es la causa de estos engendros? —preguntó al médico que tenía a su lado.

—Genes anormales. Producen un error metabólico que da como resultado una acumulación de mucopolisacáridos en los tejidos del cuerpo.

Kirby asintió con solemnidad.

—¿Y existe relación directa con los poderes extrasensoriales?

—Es mera coincidencia.

Vorst se acercó a la criatura para examinarla en detalle. Los obturadores visuales del Fundador cliquetearon cuando se inclinó para mirar. La gárgola estaba encorvada y doblada sobre sí misma, virtualmente incapaz de mover los miembros. Los ojos lechosos expresaban una desdicha infinita. Carne de eutanasia, pensó Kirby. Sin embargo, Vorst confiaba en que aquel monstruo le llevaría a las estrellas.

—Que empiece el examen —murmuró Vorst.

Un par de espers de utilidad general se adelantaron: una acicalada mujer de cabello enmarañado y un hombre gordo de cara triste. Kirby, cuyas facultades extrasensoriales eran deficientes hasta el punto de no existir, contempló en silencio el examen que se llevaba a cabo sin pronunciar palabra. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué impulsos dirigían a la masa confusa que tenían frente a ellos? Kirby no lo sabía, pero se consoló pensando que tal vez Vorst tampoco lo sabía. El Fundador no gozaba de grandes recursos extrasensoriales.

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Robert Silverberg: Las puertas del cielo 1
UNO: Fuego Azul: 2077 1
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 4
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TRES: A donde van los transformados: 2135 10
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8 15
CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 16
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5 18
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CINCO: Las puertas del cielo: 2164 20
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