Las puertas del cielo | Страница 11 | Онлайн-библиотека


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Entonces, lo comprendió. Los pasajeros venusinos estaban saliendo y se dirigían hacia la zona reservada a los taxis. Y, por supuesto, gozaban de preferencia. Martell les miró. Eran hombres de casta superior, al contrario que el aduanero. Caminaban con altivez, contoneándose, y Martell comprendió que le derribarían de un puñetazo si se cruzaba en su camino.

Sintió cierto desprecio hacia ellos. ¿Qué eran, sino samurais de piel azul, señores de la frontera fuera de su tiempo, principillos que vivían en una fantasía medieval? Hombres seguros de sí mismos, que no necesitaban baladronear ni someterse a complicados códigos de caballería. Si, en lugar de considerarles nobles revestidos de una superioridad innata, se pensaba en ellos como meros hombres impetuosos, inquietos y profundamente inseguros, era fácil superar la sensación de admiración temerosa que una procesión semejante despertaba.

Sin embargo, no se conseguía suprimir por completo dicha admiración.

Porque impesionaba verles desfilar por la pista. Los venusinos de casta superior e inferior estaban separados por algo más que la costumbre. Eran biológicamente diferentes. Los de casta superior fueron los primeros en llegar, las familias fundadoras de la colonia de Venus, y eran mucho más extraterrestres en cuerpo y mente que los venusinos de cosecha reciente. Los antiguos procedimientos genéticos eran rudimentarios, y los primeros colonos habían sido transformados en virtuales monstruos. Eran seres extraterrestres de unos dos metros y medio de altura, piel de color azul oscuro sembrada de grandes poros y oscilantes ristras de branquias que pendían de sus gargantas. No parecían tataranietos de terrícolas ni por asomo. Una vez avanzado el proceso de colonizar Venus, había sido posible adaptar los hombres al segundo planeta sin variar en exceso el modelo humano básico. Ambas castas de venusinos, surgidas de manipulaciones genéticas, apenas se distinguían. Las dos compartían el mismo exagerado sentido del honor y el mismo desdén por la Tierra; las dos eran extraterrestres por dentro y por fuera, en cuerpo y espíritu. Con todo, aquellos cuyos ancestros descendían de los más transformados entre los transformados, detentaban el poder, hacían gala de su peculiaridad y consideraban al planeta su patio de recreo.

Martell vio cómo los venusinos de casta superior entraban solemnemente en los vehículos que esperaban y se alejaban. No quedó ningún taxi. Los diez pasajeros marcianos de la nave montaron en un taxi aparcado al otro lado de la terminal. Martell volvió a entrar en el edificio. Los venusinos de casta inferior le observaron con el rostro ceñudo.

—¿Cuándo podré conseguir un taxi que me lleve a la ciudad? —preguntó Martell.

—No podrá. Hoy ya no volverán.

—En ese caso, llamaré a la embajada marciana. Enviarán un vehículo para que me recoja.

—¿Está seguro? ¿Por qué se iban a molestar?

—Quizá tenga razón. Será mejor que vaya andando.

La reacción de los marcianos recompensó su bravata. Le miraron sorprendidos y asombrados. Quizá también admirados, como si pensaran que estaba loco. El hermano Martell salió de la terminal y empezó a caminar, siguiendo una estrecha carretera, mientras su cuerpo alterado respiraba el aire de aquel planeta extraño.

2

Fue un paseo solitario. No circulaba ningún vehículo ni se divisaba la menor señal de lugar habitado que rompiera la monotonía de la vegetación que bordeaba la carretera. Los árboles, de tono azulino, tétricos y siniestros, se alzaban como torres sobre la carretera. Sus hojas afiladas como cuchillos centelleaban a la débil y difusa luz. De vez en cuando se oía un crujido en el bosque, como si algún animal acechara entre los arbustos. Martell, sin embargo, no vio nada. Continuó andando. ¿Cuántos kilómetros, doce, veinte? Estaba dispuesto a seguir caminado hasta el fin de los tiempos, si fuera necesario. Contaba con las fuerzas necesarias.

Su mente bullía de planes. Levantaría una pequeña capilla y pregonaría la oferta de la Hermandad: la vida eterna y la conquista de las estrellas. Era posible que los venusinos le amenazaran con matarle, pues ya habían asesinado a otros misioneros de la Hermandad, pero Martell estaba dispuesto a morir, si era preciso, para que los demás llegaran a las estrellas. Su fe era fuerte. Antes de partir, los altos cargos de la Hermandad le habían deseado en persona buena suerte. El canoso Reynolds Kirby, coordinador hemisférico, le había estrechado la mano, y mayor había sido su sorpresa cuando vio aparecer a Noel Vorst, el Fundador, una legendaria figura que rebasaba los cien años de edad.

—Sé que tu misión será fructífera, hermano Martell —le había dicho con voz suave.

El recuerdo de aquel glorioso momento todavía emocionaba a Martell.

Siguió adelante, guiado por el contorno de algunas casas apartadas de la carretera. Por consiguiente, estaba llegando a las afueras de la ciudad. En este mundo de pioneros, las costumbres de los pioneros se mantenían, y los colonos procuraban construir sus casas a cierta distancia de las otras. Se hallaban esparcidas en un área circular que rodeaba los principales centros administrativos. Los muros de la altura de un hombre que aislaban las primeras casas a la vista no le sorprendieron; estos venusinos eran tan poco amigables que construirían un muro alrededor del planeta su pudieran. En cualquier caso, no tardaría en llegar a la ciudad, y entonces…

Martell se detuvo cuando vio que una rueda se precipitaba sobre él.

Su primer pensamiento fue que se había desprendido de algún vehículo. Después comprendió que no se trataba de una pieza mecánica, sino de una forma de vida salvaje venusina. Apareció sobre un promontorio de la carretera y se abalanzó sobre Martell a una velocidad aproximada de ciento cincuenta kilómetros por hora. Martell tuvo una diáfana aunque momentánea visión: dos ruedas de algún material córneo, moteadas de naranja y amarillo, unidas por una estructura interna semejante a una caja. Las ruedas medían, como mínimo, tres metros de diámetro. La estructura que las conectaba era más pequeña, de manera que el borde de las ruedas salía proyectado. Los bordes estaban afilados como una navaja. La criatura se movía mediante una transferencia incesante de su peso al cuerpo central, y adquirió una aceleración terrorífica cuando cargó contra el misionero.

Martell saltó hacia atrás. La rueda pasó de largo, a escasísimos centímetros de sus pies. Martell tuvo tiempo de ver lo afilado que estaba el borde, y un olor acre hirió su olfato. Si se hubiera movido con más lentitud, la rueda le habría partido en dos.

Recorrió unos cien metros sin detenerse. Después, como un giroscopio descontrolado, ejecutó un giro sorprendentemente cerrado y cargó de nuevo sobre Martell.

«Ese bicho se propone cazarme», pensó el misionero.

Conocía muchas técnicas de combate vorster, pero ninguna estaba pensada para enfrentarse a una bestia semejante. Sólo podía continuar esquivándola y confiar en que la rueda fuera incapaz de alterar bruscamente su trayectoria. El animal se acercó a toda velocidad; Martell contuvo el aliento y saltó a un lado de nuevo. Esta vez, la rueda viró con brusquedad. Su borde izquierdo seccionó el borde colgante de la capa azul de Martell, y un trozo de tela cayó sobre el pavimento. Martell, jadeante, vio que la criatura giraba para embestirle otra vez, y comprendió que podía corregir su curso. Unas tentativas más y le acanzaría.

La rueda atacó por tercera vez.

Martell esperó hasta el último momento. Cuando los bordes afilados se encontraban a sólo unos centímetros de distancia, saltó por encima del animal. Sus músculos educados en la Tierra le permitieron elevarse seis metros, gracias a la reducida gravedad. Estaba casi seguro de que le partiría en dos antes de completar el salto, pero cuando sus pies tocaron tierra comprobó que seguía entero. Martell giró sobre sus talones y comprobó que había sorprendido a la bestia; ésta había girado hacia dentro, hacia el lugar donde suponía que Martell se encontraba, y había arrollado su maleta, partiéndola como si un rayo láser la hubiera alcanzado. Sus pertenencias estaban esparcidas sobre la carretera. La rueda se detuvo, disponiéndose a atacarle una vez más.

¿Y ahora, qué? ¿Trepar a un árbol? Las ramas del más próximo brotaban a seis metros de altura. Martell no tendría tiempo de trepar hasta ponerse a salvo. La única posibilidad residía en seguir saltando de lado a lado de la carretera, intentando anticiparse a los movimientos de la criatura. Martell sabía que no aguantaría mucho más. Se cansaría, al contrario que la rueda, y los bordes cortantes le despedazarían, esparciendo sus tripas sobre el pavimento. No le parecía correcto morir inútilmente sin haber comenzado antes su trabajo.

La rueda atacó. Martell la esquivó y oyó que pasaba con un sonido silbante. ¿Se estaría irritando? No, se trataba simplemente de un ser irracional que buscaba comida, que cazaba siguiendo el dictado de una naturaleza perversa. Martell respiró hondo. La próxima acometida…

De súbito, ya no estaba solo. Un muchacho acudió corriendo desde uno de los edificios cercados que coronaban la colina, y trotó paralelo a la rueda durante unos metros. Entonces (Martell no comprendió el motivo), la rueda se torció y cayó, con los discos alzados en el aire. Quedó tendida como un queso gigantesco, bloqueando la carretera. El chico, no mayor de diez años, parecía complacido consigo mismo. Era de casta inferior, por supuesto. Uno de casta superior no se habría molestado en salvarle. Martell llegó a la conclusión de que el muchacho, probablemente, ni siquiera había pensado en salvarle, sino que había derribado la rueda por pura diversión.

—Te doy las gracias, amigo —dijo Martell—. Un segundo más y me habría cortado en pedazos.

El muchacho no respondió. Martell se acercó para examinar la rueda caída. Su borde superior se agitaba de frustración mientras pugnaba por enderezarse… Una tarea imposible, por lo visto. Martell bajó la mirada y vio un quiste violeta oscuro cerca del centro de una rueda, retorcido y abierto.

—¡Cuidado! —gritó el chico, pero ya era demasiado tarde.

Dos tentáculos semejantes a látigos surgieron del quiste. Uno se enrolló alrededor del muslo izquierdo de Martell, y el segundo atrapó al muchacho por la cintura. Martell experimentó una oleada de dolor, como si los tentáculos estuvieran provistos de ventosas ribeteadas de ácido. Una boca se abrió en la estructura interna de la rueda. Martell observó unos contundentes y afilados salientes similares a dientes que empezaban a agitarse de anticipación.

Sin embargo, estaba en condiciones de hacer frente a la situación. No podía detener las temerarias embestidas de la rueda, pura energía mecánica en funcionamiento, pero era probable que el cerebro de la bestia poseyera una carga eléctrica, y los vorsters conocían formas de alterar las corrientes cerebrales. Era una forma menor de poder extrasensorial, al alcance de quien se tomara la molestia de dominar las disciplinas implicadas. Martell, ignorando el dolor, aferró con la mano derecha el tentáculo y ejecutó el acto de neutralización. Un momento después, el tentáculo se aflojó y Martell estuvo libre, al igual que el muchacho. Los tentáculos no se retrayeron hacia el quiste, sino que se derrumbaron flaccidamente sobre la carretera. Los afilados dientes se inmovilizaron; la placa córnea de la rueda superior dejó de moverse. El ser estaba muerto.

Martell miró al chico.

—En paz —dijo—. Yo te he salvado y tú me has salvado.

—Tú aún sigues en deuda —replicó el muchacho con extraña solemnidad—. Si yo no te hubiera salvado primero, no habrías vivido lo suficiente para salvarme. En cualquier caso, no habría sido necesario salvarme, porque yo no habría salido a la carretera, y por tanto…

Martell abrió los ojos de par en par.

—¿Quién te ha enseñado a razonar así? —preguntó, divertido—. Pareces un profesor de teología.

—Soy el pupilo del hermano Christopher.

—Y él es…

—Ya lo descubrirá. Quiere verle. Me envió a buscarle.

—¿Y dónde le encontraré?

—Venga conmigo.

Martell siguió al chico hasta uno de los edificios. Dejaron la rueda muerta en la carretera. Martell se preguntó qué ocurriría si un vehículo cargado de venusinos de casta superior se topaba con el cadáver y tenían que apartarlo del camino con sus aristocráticas manos.

Martell y el muchacho atravesaron un bruñido portal de cobre que se abrió al aproximarse el chico. Se detuvieron ante un sencillo edificio de madera en forma de A. Cuando advirtió el letrero colgado sobre la puerta, se sorprendió tanto que soltó su maleta rota, y sus pertenencias cayeron al suelo por segunda vez en diez minutos.

El letrero decía:

SANTUARIO DE LA ARMONÍA TRASCENDENTESED TODOS BIENVENIDOS

Martel sintió que las piernas le fallaban. ¿Armonistas? ¿Aquí?

Los herejes de hábito verde, vastagos del movimiento vorster original, habían hecho algunos progresos en la Tierra durante un tiempo, dando la impresión de que llegarían a constituir una amenaza para la organización de la que habían nacido. Sin embargo, desde hacía más de veinte años no eran más que un absurdo grupillo insignificante de disidentes. Parecía inconcebible que estos herejes, tan fracasados en la Tierra, hubieran establecido una iglesia en Venus, algo que había resultado imposible para los vorsters. Era imposible. Era impensable.

Una figura apareció en el umbral. Se trataba de un hombre corpulento, de unos sesenta años, cabello que empezaba a encanecer y rasgos que anticipaban cierta tendencia a engordar. Como Martell, estaba adaptado quirúrgicamente a las condiciones de Venus. Parecía tranquilo y seguro de sí mismo. Sus manos descansaban sobre una confortable panza eclesiástica.

—Soy Christopher Mondschein —dijo—. Me he enterado de su llegada, hermano Martell. ¿Quiere entrar?

Martell vaciló.

—Vamos, vamos, hermano —sonrió Mondschein—. No existe peligro en compartir el pan con un armonista, ¿verdad? A estas alturas se habría convertido en carne picada de no ser por la valentía del chaval, y yo le envié a salvarle. Me debe la cortesía de una visita. Entre, entre. No pervertiré su alma, se lo prometo.

3

El enclave armonista era modesto, pero de carácter permanente. Había un templo, adornado con las estatuillas y parafernalia de la herejía, una biblioteca y una zona de vivienda. Martell divisó a varios chicos venusinos que trabajaban en la parte posterior del edificio, cavando lo que debían de ser los cimientos de un anexo. Martell siguió a Mondschein a la biblioteca. Se fijó en una colección de libros que le resultaron familiares: las obras de Noel Vorst, bellamente encuadernadas, la carísima Edición del Fundador.

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Robert Silverberg: Las puertas del cielo 1
UNO: Fuego Azul: 2077 1
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DOS: Los guerreros de la luz: 2095 4
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TRES: A donde van los transformados: 2135 10
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CUATRO: Lázaro, levántate y anda: 2152 16
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CINCO: Las puertas del cielo: 2164 20
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