Muero por dentro | Страница 5 | Онлайн-библиотека
Salvo en dos ocasiones, nunca examiné la mente de Toni. La primera vez, el día en que la conocí y la otra un par de semanas después; hubo una tercera vez el día en que nos separamos. Esta tercera vez fue un accidente absolutamente desastroso. La segunda también fue más o menos un accidente, aunque no del todo. Sólo la primera fue un escudriñamiento deliberado. Una vez que me había dado cuenta de que la amaba, me cuidé de no espiar jamás dentro de su cabeza. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Una lección que aprendí de muy joven. Además, no quería que Toni llegara a sospechar sobre mi poder, mi desgracia. Temía que eso la asustara y la hiciera alejarse de mí.
Ese verano trabajaba como investigador, ganando 85 dólares a la semana. Aquél era el último de una infinita serie de trabajos ocasionales que hacía para un conocido escritor profesional que estaba escribiendo un inmenso libro sobre las maquinaciones políticas que hubo en la fundación del Estado de Israel. Cada día, durante ocho horas, me dedicaba a examinar los archivos de periódicos viejos en las entrañas de la biblioteca de Columbia. Toni era revisora en la editorial en que aquel escritor iba a publicar su libro. Una tarde, cuando estaba a punto de terminar la primavera, conocí a Toni en el lujoso apartamento que mi jefe tenía en la avenida East End. Fui a entregar un montón de apuntes sobre los discursos de Harry Truman en la campaña de 1948 y dio la casualidad de que ella estaba allí, discutiendo algunas correcciones que había que hacer en los primeros capítulos. Su belleza me estremeció. Desde hacía meses no había estado con una mujer. Automáticamente supuse que era la amante del escritor —me han dicho que en ciertos altos niveles de la profesión literaria es una práctica común acostarse con los revisores— pero mis viejos instintos de fisgón en seguida me proporcionaron la verdadera información. Realicé un rápido sondeo de la mente de él y descubri que era un sumidero de deseo frustrado por ella, ansiaba poseerla y era evidente que ella no lo deseaba en absoluto. Luego husmeé en la mente de ella. Me hundi bien hondo y me encontré en medio de un barro cálido y fértil. En seguida me orienté. Fragmentos aislados de autobiografía me bombardearon, incoherentes, no lineales: un divorcio, algunas relaciones sexuales buenas y otras malas, los días en la universidad, un viaje al Caribe, todo nadando alrededor en la misma forma caótica de siempre. Rápidamente dejé todo eso atrás y verifiqué lo que queria averiguar. No, no se acostaba con el escritor. Físicamente lo consideraba un cero a la izquierda. (Extraño, a mí me parecía atractivo, una figura romántica y atrayente, hasta donde puede juzgar ese tipo de cosas una insulsa alma heterosexual.) Ni siquiera le gustaba su forma de escribir, me enteré. Luego, mientras seguía escudriñando su mente, me enteré de algo más y mucho más sorprendente: yo parecía atraerle. La oración me llegó con toda claridad: Me pregunto si estará libre esta noche. Observó al maduro investigador de unos venerables treinta y tres años y con una calvicie incipiente y no le pareció repelente. Eso me sacudió de tal forma —el encanto de sus ojos oscuros, el erotismo de sus largas piernas dirigidos hacia mí— que salí disparado de su cabeza.
—Aqui están los apuntes sobre Truman —le dije a mi jefe—. Todavía falta material de la Biblioteca Truman en Missouri que aún no ha llegado.
Hablamos durante unos minutos sobre el próximo trabajo que me tenía preparado, y luego hice como que me marchaba. Una rápida mirada cautelosa hacia ella.
—Espere —dijo ella—. Podemos volver juntos, estoy a punto de terminar con esto.
El hombre de letras me lanzó una venenosa mirada de envidia. ¡Dios mío, despedido de nuevo! Pero cortésmente nos dijo adiós a los dos. Mientras el ascensor descendía, permanecimos alejados, Toni en un rincón, yo en el otro, con una vibrante pared de tensión y deseo entre los dos que nos separaba y unía a la vez. Tuve que luchar por no leerle la mente; sentía miedo, terror, no de recibir la respuesta incorrecta sino de recibir la correcta. En la calle también nos mantuvimos alejados, vacilando un momento. Por fin dije que buscaría un taxi para ir al Upper West Side —yo, un taxi, con 85 dólares a la semana— y le pregunté si la podía dejar en algún sitio. Dijo que vivía entre la Ciento Cinco y West End, bastante cerca. Cuando el taxi se detuvo delante de su apartamento me invitó a subir a tomar una copa. Tres habitaciones, amuebladas de un modo bastante sencillo: principalmente libros, discos, alfombras, posters. Cuando se disponía a servir un poco de vino para ambos, la aferré hacia mí y la besé. Tembló contra mi cuerpo, ¿o era yo el que temblaba?
Esa misma noche, un poco más tarde, mientras tomábamos un plato de sopa picante en el Great Shangai, dijo que se mudaría dentro de un par de días. El apartamento pertenecía a su actual compañero, con el que hacía sólo tres días que había roto. No tenía adónde ir.
—Sólo tengo una piojosa habitación —le dije—, pero tiene una cama doble.
Sonrisas tímidas, la suya y la mía. Así que se mudó a casa. Aunque no creía que estuviera enamorada de mi, tampoco se lo iba a preguntar. Si lo que sentía por mi no era amor, era algo bastante bueno, lo mejor que podía esperar; y en la intimidad de mi propia cabeza podía sentir amor por ella. Ella había necesitado un puerto en medio de la tormenta, yo se lo había ofrecido. Si eso era todo lo que yo significaba para ella en ese momento, que así fuera. Que así fuera. Había tiempo para que las cosas maduraran.
Durante nuestras dos primeras semanas dormimos muy poco. No es que las hubiéramos pasado haciendo el amor, aunque hubo mucho de eso; sino que hablábamos. Éramos nuevos el uno para el otro, y ése es el mejor momento de cualquier relación, cuando hay todo un pasado para compartir, cuando todo sale a borbotones y no hay necesidad de buscar cosas para decir. (No todo salió a borbotones. Lo único que le oculté fue el hecho central de mi vida, el hecho que ha moldeado todos y cada uno de los aspectos de mi persona.) Habló de su matrimonio —breve y vacío, cuando era joven, a los veinte— y de cómo había vivido durante los tres años siguientes a su divorcio: una sucesión de hombres, una inmersión en el ocultismo y la terapia de Reich, una nueva dedicación a su carrera en la editorial. Semanas vertiginosas.
Luego, nuestra tercera semana. Di una segunda ojeada a su mente. Una sofocante noche de junio, con una luna llena que enviaba una iluminación fría dentro de nuestra habitación a través de las persianas de listones. Estaba sentada a horcajadas sobre mi —su posición favorita— y su cuerpo, muy pálido, tenia un brillo blanquecino en la espectral oscuridad. Su figura larga y delgada se elevaba muy por encima de mí. Tenia el rostro medio escondido entre su pelo revuelto. Los ojos cerrados. Los labios laxos. Sus pechos, vistos desde abajo, parecían aún más grandes de lo que eran en realidad. Cleopatra a la luz de la luna. Se estaba meciendo y sacudiendo hacia un éxtasis propio, y su belleza y singularidad me abrumaron de tal forma que no pude resistir la tentación de observarla en el momento del clímax, observarla a todos los niveles. Así que abrí la barrera que tan escrupulosamente había erigido y, en el momento en que llegaba al orgasmo, mi mente tocó su alma con un dedo curioso y recibió toda la intensidad torrencial y volcánica de su placer. No hallé ningún pensamiento sobre mí en su mente. Sólo un verdadero frenesí animal que estallaba en cada célula de su cuerpo. He visto eso mismo en otras mujeres, antes y después de conocer a Toni, cuando alcanzan el orgasmo: son islas solitarias en el vacío del espacio, conscientes sólo de sus cuerpos y quizá de esa rígida vara intrusa contra la que empujan. Cuando el placer las invade es un fenómeno curiosamente impersonal, no importa cuán titánico sea su impacto. Eso fue lo que ocurrió aquella vez con Toni. No hice ninguna objeción; sabía qué podía esperar y no me sentí engañado, rechazado o defraudado. De hecho, la unión de almas con ella en ese momento imponente sirvió para provocar mi propio orgasmo y triplicar su intensidad. Entonces perdí contacto con ella. El cataclismo del orgasmo quebranta el frágil vinculo telepático. Después, me sentí algo ruin por haber espiado, pero el sentimiento de culpa no fue excesivo. Qué cosa mágica fue, después de todo, haber estado con ella en ese momento. Haber tenido conciencia de su regocijo no sólo como espasmos impulsivos de su cuerpo, sino también como haces de luz brillante que fulguraban a través del oscuro terreno de su alma. Un instante de belleza y maravilla, una iluminación que jamás podré olvidar; pero que tampoco se podrá repetir. Una vez más, resolví mantener nuestra relación limpia y honesta. No tomar ventajas injustas. No volver a entrar jamás en su cabeza.
Pero a pesar de eso, algunas semanas después me encontré entrando en la conciencia de Toni por tercera vez. Por accidente. Por un maldito y abominable accidente. ¡Ay, esa tercera vez!
Ese mal viaje. … ese desastre…
Esa catástrofe…
9
A principios de la primavera de 1945, cuando tan sólo tenía diez años, sus amantes padres le obsequiaron con una hermanita. Así fue exactamente como se lo comunicaron: su madre, con su falsa y más cálida sonrisa, lo abrazó y le dijo con su mejor tono de “así es como les hablamos a los chicos brillantes”:
—Papá y yo tenemos una maravillosa sorpresa para ti, David. Vamos a obsequiarte con una hermanita.
Desde luego, no fue ninguna sorpresa. Durante meses, quizá durante años, lo habían estado discutiendo entre ellos, siempre suponiendo, equivocadamente, que su hijo, a pesar de lo inteligente que era, no comprendía de qué estaban hablando. Pensando que era incapaz de asociar un fragmento de conversación con otro, que le era imposible colocar los antecedentes correctos a sus pronombres deliberadamente vagos, los torrentes de “él” y “lo”. Y, naturalmente, les había estado leyendo la mente. En aquellos días su poder era agudo y claro; en su habitación, tendido sobre la cama, rodeado de sus libros con las puntas dobladas y de sus álbumes de sellos, podía sintonizar sin ningún esfuerzo todo lo que ocurría detrás de la puerta cerrada de la habitación de sus padres, a quince metros de distancia. Era como una interminable transmisión de radio sin anuncios comerciales. Podía escuchar las estaciones WJZ, WHN, WEAF, WOR y todas las del dial, pero la que escuchaba con mayor frecuencia era WPMS, Paul y Martha Selig. No tenían secretos para él. No le avergonzaba espiar. Preternaturalmente adulto, copartícipe de todos sus secretos, a diario meditaba sobre los crudos y ardientes aspectos de la vida matrimonial: las ansiedades financieras, los momentos de dulce cariño no diferenciado, los momentos de odio —contenido con remordimiento— por el cónyuge eterno y fastidioso, las alegrías y angustias de la copulación, los momentos de unión y de separación, los misterios de los orgasmos frustrados y las erecciones marchitadas, la concentración intensa y pavorosamente obstinada en el crecimiento y desarrollo correcto del niño. Una corriente continua de rica y abundante espuma fluía de sus mentes, y él la absorbía toda con avidez. Leer sus almas era su pasatiempo, su juguete, su religión, su venganza. Jamás sospecharon que lo hacía. Ésa era una cuestión de la que siempre trataba de asegurarse, husmeando con ansiedad para ver qué sabían, y siempre quedaba satisfecho: ni tan siquiera soñaban que su don existía. Tan sólo pensaban que su grado de inteligencia era anormalmente elevado, y jamás ponían en duda los medios por los que se enteraba tan a menudo de tantas cosas improbables. Quizá si se hubieran dado cuenta de la verdad, lo habrían asfixiado en la cuna. Pero ni siquiera vislumbraban la existencia de su don. Año tras año, continuó espiando con toda comodidad, y su penetración se fue intensificando a medida que comprendía más y más el material que inconscientemente le ofrecían sus padres.
Sabía que el doctor Hittner —desconcertado, totalmente apabullado por el extraño chico Selig— pensaba que lo mejor para todos sería que los padres de David tuvieran un vástago. Esa fue la palabra que usó, vástago, y David tuvo que buscar, como en un diccionario, su significado en la cabeza de Hittner. Vástago: un hermano o una hermana para él. ¡Ah, el maldito traidor con cara de caballo! Aquello había sido lo único que el joven David le había pedido a Hittner que no sugiriera y, naturalmente, lo había sugerido. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar? La conveniencia de un vástago había estado alojada allí, en la mente de Hittner, durante todo el tiempo como una granada. Una noche, mientras David leía la mente de su madre, había encontrado el texto de una carta de Hittner. El hijo único es un niño emocionalmente desposeído. Sin las peleas y la influencia recíproca entre los hermanos no es posible que aprenda las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes, creándose una relación peligrosamente opresiva con sus padres, para quienes se convierte en un compañero en lugar de un dependiente. La panacea universal de Hittner: montones de vástagos. Como si en las familias numerosas no hubieran neuróticos.
David era perfectamente consciente de los desesperados esfuerzos de sus padres por seguir la prescripción de Hittner. No hay tiempo que perder; cada día que pasa el chico crece, sin hermanos, sin los medios para aprender las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes. Así pues, noche tras noche, los pobres cuerpos envejecidos de Paul y Martha Selig tratan de resolver el problema. Sudorosos, se esfuerzan para seguir adelante con los prodigios contraproducentes de la sensualidad, y todos los meses, en un flujo de sangre, llega la mala noticia: no habrá vástago esta vez. Pero por fin la semilla echa raíces. No le dijeron nada sobre eso, quizá avergonzados de tener que admitir a un chico de ocho años que cosas como el acto sexual ocurrían en sus vidas. Pero él lo sabia. Sabía por qué el vientre de su madre estaba comenzando a abultarse y por qué aún vacilaban en explicárselo. También supo que el misterioso ataque de “apendicitis” de su madre en julio de 1944 fue en realidad un aborto. Supo por qué durante los meses siguientes la tragedia se dibujaba en sus rostros. Supo que ese otoño, el médico de Martha le dijo que en realidad no era prudente que tuviera hijos a los treinta y cinco años, que si insistían en tener un segundo hijo lo mejor seria que lo adoptaran. Supo cuál fue la traumática respuesta de su padre a esa sugerencia
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