Muero por dentro | Страница 29 | Онлайн-библиотека


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Sabe que este éxtasis durará para siempre.

Pero en el momento de esa comprensión, siente que se escurre fuera de él. La nota alegre del coro decrece. El sol baja hacia el horizonte. El mar lejano, que se retira, lame la orilla. Lucha por aferrarse a la alegría, pero cuanto más lucha más la pierde. ¿Retener la marea? ¿Cómo? ¿Retrasar la caída de la noche? ¿Cómo? ¿Cómo? Ahora el canto de los pájaros es débil. El aire se ha vuelto frío. Todo se precipita fuera de él. En medio de la creciente oscuridad está solo, recordando el éxtasis, recobrándolo momentáneamente, volviéndolo a vivir; porque ya se ha ido, y debe hacer que vuelva mediante un acto de voluntad. Se ha ido, sí. De repente, hay un gran silencio. Distante, oye un último sonido, un instrumento de cuerda, un violonchelo, quizá, pulsado pizzicato, un hermoso sonido melancólico. Twang. La cuerda que vibra. Twing. La cuerda que se rompe. Twong. La lira desafinada. Twang. Twing. Twong. Y nada más. El silencio le envuelve. Es un silencio terminal que retumba a través de las cavernas de su cráneo, el silencio que le sigue a la rotura de las cuerdas del violonchelo, el silencio que llega con la muerte de la música. No puede oír nada. No puede sentir nada. Está solo. Está solo.

Está solo.

—Tanto silencio —murmura—. Tan solitario. Es… tan… solitario… esto.

—¿Selig? —pregunta una voz profunda—. ¿Qué te ocurre, Selig?

—Estoy bien —dice Selig.

Trata de levantarse, pero todo carece de solidez. Se tambalea frente al escritorio de Cushing, por el piso de la oficina, cae por el planeta mismo, buscando una plataforma estable y sin encontrarla.

—Tanto silencio. ¡El silencio, Ted, el silencio!

Brazos fuertes le aferran. Es consciente de que a su alrededor, de prisa, se mueven varias figuras. Alguien está llamando a un médico. Selig sacude la cabeza, dice que no le pasa nada nada en absoluto, salvo el silencio en su cabeza, salvo el silencio, salvo el silencio. Salvo el silencio.

26

El invierno ha llegado. El cielo y el pavimento forman una misma banda gris inconsútil e inalterable. Pronto nevará. No sé por qué razón hace tres o cuatro días que los camiones que recogen la basura no pasan por este barrio, frente a cada edificio están amontonadas abultadas bolsas de plástico con basura; sin embargo, en el aire no hay olor a basura. Con estas temperaturas, ni siquiera los olores pueden florecer: el frío disipa cada hedor, cada signo de realidad orgánica. Lo único que triunfa aquí es el hormigón. Reina el silencio. Gatos negros y grises, huesudos, inmóviles, estatuas de ellos mismos, se asoman por los callejones. El tráfico es escaso. Desde el metro hasta la casa de Judith camino de prisa por las calles, y aparto los ojos de los rostros de la poca gente con la que me cruzo. Me siento tímido y cohibido entre ellos, como un veterano de guerra que acaba de abandonar el centro de rehabilitación y a quién aún le averguezan sus mutilaciones. Naturalmente no puedo decir qué están pensando; ahora sus mentes están cerradas para mí y pasan junto a mí llevando escudos de hielo impenetrable. Sin embargo, irónicamente, tengo la ilusión de que todos ellos tienen acceso a mí. Pueden mirar dentro de mí y ver en qué me he convertido. Ahí va David Selig, deben de pensar.

¡Qué descuidado fue! ¡Qué mal custodió de su don! El idiota actuó torpemente y dejó que todo se escurriera fuera de él. Aunque me siento culpable por causarles esta desilusión, no me siento tan culpable como pensé que me sentiría. En algún nivel profundo me importa un bledo. Esto es lo que soy, me digo a mí mismo. Esto es lo que seré ahora. Si no les gusta, mala suerte. Traten de aceptarme. Si no pueden hacerlo, simplemente no me hagan caso.

En 1849, en Una semana en los ríos Concord y Merrimack Thoreau dijo: “Así como la sociedad más auténtica está siem-pre cerca de la soledad, el discurso más excelente termina por fin en el silencio. El silencio es audible para todos los hombres, en todo momento y en todo lugar”. Desde luego, Thoreau era un inadaptado que tenía graves problemas neuróticos. Cuando era joven y acababa de salir de la universidad, se enamoró de una chica llamada Ellen Sewall, pero ella le rechazó y él no se casó jamás. Me pregunto si alguna vez se habrá acostado con alguien. Probablemente no. No puedo imaginar a Thoreau haciendo el amor, ¿y ustedes? Es posible que no muriera virgen, pero apuesto a que su vida sexual fue un desastre. Quizá ni siquiera se masturbaba. ¿Pueden imaginarlo sentado junto a ese estanque haciéndolo? Yo no. Pobre Thoreau. El silencio es audible, Henry.

Mientras camino hacia el apartamento de Judith, imagino que encuentro a Toni en la calle. Creo ver una figura alta arropada con un grueso abrigo anaranjado. Cuando tan sólo nos separan un par o tres de pasos, la reconozco. Por extraño que parezca, ante este inesperado encuentro no siento ni excitación ni temor; estoy bastante tranquilo, casi indiferente. En otro momento quizá habría cruzado la calle para evitar un encuentro posiblemente perturbador, pero ahora no: con serenidad me detengo frente a ella, le sonrío, levanto las manos para saludarla.

—¿Toni? —digo—. ¿No me reconoces?

Me estudia, frunce el ceño, por un momento parece desconcertada, pero sólo por un momento.

—¿David? ¡Hola!

Tiene el rostro más delgado, los pómulos más altos y prominentes. Hay algunas hebras grises en su pelo. Cuando yo la conocí tenía un curioso mechón gris en la sien, algo muy inusual; ahora el gris está esparcido en forma más irregular entre el negro. Es normal, ya tiene treinta y tantos años, no es exactamente una muchacha. De hecho, tiene la edad que yo tenía cuando la conocí. En realidad sé que apenas ha cambiado, sólo ha madurado un poco. Se ve tan hermosa como siempre. Aun así, no hay deseo en mí. Toda pasión se ha consumido, Selig. Toda pasión se ha consumido. Y también ella está misteriosamente libre de turbulencias. Recuerdo nuestro último encuentro, el dolor reflejado en su rostro, el enorme montón de colillas de cigarrillos. Su expresión ahora es afable y distraída. Ambos hemos atravesado el reino de las tormentas.

—Te encuentro bien —le digo—. ¿Cuánto hace, ocho, nueve años?

La respuesta ya la conozco. Sólo la estoy probando. Y pasa la prueba, diciendo:

—El verano del sesenta y ocho.

Siento alivio al ver que no lo ha olvidado. Sigo siendo un capítulo de su autobiografía.

—¿Cómo te ha ido, David?

—Nada mal.—La conversación se inicia—. ¿Qué haces ahora?

—Estoy en Random House. ¿Y tú?

—Trabajo por mi cuenta, soy independiente —le digo—. Hoy aquí y mañana allí.

¿Estará casada? Los guantes en sus manos no me ofrecen ninguna respuesta. No me atrevo a preguntar. Me es imposible leerle la mente. Fuerzo una sonrisa y paso de un pie al otro. El silencio que se ha creado entre nosotros parece de repente insalvable. ¿Es posible que tan pronto hayamos agotado todos los temas? ¿No queda ningún punto de contacto salvo aquellos que son demasiado dolorosos para reabrir?

Me dice:

—Has cambiado.

—Estoy más viejo, más calvo, más cansado.

—No es eso. Has cambiado por dentro.

—Supongo que sí.

—Antes me hacías sentir incómoda, tenía una sensación molesta. Ahora ya no la tengo.

—¿Después del viaje, quieres decir?

—Antes y después —me dice.

—¿Siempre te sentías incómoda conmigo?

—Siempre. Nunca supe por qué. Incluso cuando estábamos realmente unidos, sentía… no sé, que estaba en guardia, que no tenía estabilidad, que estaba incómoda contigo. Y ya no lo siento. La sensación ha desaparecido por completo. Me pregunto por qué.

—El tiempo cura todas las heridas —le digo. Sabiduría oracular.

—Supongo que tienes razón. ¡Dios, qué frío! ¿Crees que nevará?

—Sin duda, dentro de poco.

—Odio este tiempo tan frío.

Se ajusta más el abrigo. No la conocí en tiempo frío. Primavera y verano, luego adiós, vete, adiós, adiós. Es extraño lo que ahora siento por ella, si me invitara a su apartamento probablemente le pondría una excusa como que voy a visitar a mi hermana. Claro que es imaginaria; es posible que eso tenga algo que ver. Pero tampoco estoy recibiendo ninguna emanación de ella. No está transmitiendo, o mejor dicho, yo no estoy recibiendo. Es sólo una estatua de ella misma, como los gatos en el callejón. Ahora que soy incapaz de recibir, ¿seré incapaz de sentir? Me dice:

—Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días?

—Por supuesto. Tomaremos algo y hablaremos de los viejos tiempos.

—Me encantaría.

—A mí también.

—Cuídate, David.

—Tú también, Toni.

Sonreímos. Me despido con un saludo militar. Nos alejamos; yo sigo caminando hacia el oeste, ella se apresura por una calle ventosa hacia Broadway. Me alegro de haberla encontrado. Todo ha sido tranquilo, amigable, sin emoción entre nosotros. De hecho, todo muerto. Toda pasión se ha consumido. Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días? Al llegar a la esquina me doy cuenta de que olvidé pedirle el número de teléfono. ¿Toni? ¿Toni? Pero ha desaparecido. Como si jamás hubiera estado allí.

Es la pequeña grieta en el laúd que a la música pronto apagará y al agrandarse lentamente todo acallará.

Esto es Tennyson: Merlín y Viviana. Ya han oído esa línea sobre la grieta en el laúd, ¿no? Pero jamás supieron que era Tennyson. Yo tampoco. Mi laúd está agrietado. Twang. Twing. Twong.

Aquí hay otra joyita literaria:

Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás.

En 1876, Samuel Miller Hageman escribió eso en un poema titulado Silencio. ¿Oyeron hablar alguna vez de Samuel Miller Hageman? Yo no. Quienquiera que fueras, Sam, eras un viejo sabio.

Cuando tenía ocho o nueve años, antes de que adoptaran a Judith, un verano fui con mis padres a pasar unas semanas a un lugar de los Catskills. Había un campamento para los chicos en el que nos enseñaban natación, tenis, béisbol, trabajos manuales y otras actividades, mientras los mayores podían dedicarse a jugar a los naipes y realizar otras actividades productivas tales como beber. Una tarde, el campamento organizó una competición de boxeo. En mi vida me había puesto guantes de boxeo, y cuando había peleas en el colegio había resultado ser un luchador incompetente, así que el asunto no me entusiasmaba. Observé las cinco primeras peleas consternado. ¡Todos esos golpes! ¡Todas esas narices ensangrentadas!

Me llegó el turno. Mi adversario era un chico llamado Jimmy, unos meses más joven que yo pero más alto, más pesado y mucho más atlético. Creo que los organizadores nos hicieron competir juntos a propósito, con la esperanza de que Jimmy me matara: yo no era el favorito.

—¡Primer asalto! —gritó uno de ellos, y ambos nos acercamos.

Con toda claridad oí que Jimmy pensaba golpearme en la barbilla, y justo en el momento en que dirigió su guante hacia mi cara, agaché la cabeza y le golpeé en el estómago. Eso le enfureció. Cambió su táctica y se propuso golpearme en la cabeza, pero también vi venir esa maniobra, me hice a un lado y le di un golpe en el cuello, junto a la nuez de Adán. Hizo arcadas y se volvió, a punto de llorar. Al cabo de un instante volvió al ataque, pero seguí anticipándome a sus movimientos y jamás llegó a tocarme. Por primera vez en mi vida me sentí fuerte, capaz, agresivo. Mientras le golpeaba miré al otro lado del improvisado cuadrilátero y vi a mi padre con el rostro encendido de orgullo y al padre de Jimmy junto a él con una expresión de enojo y perplejidad. Fin del primer asalto. Aunque estaba sudoroso, me sentía alegre y sonriente.

Segundo asalto: Jimmy se acercó decidido a hacerme pedazos. Lanzaba golpes laterales de un modo alocado, frenético, seguía tratando de darme en la cabeza. Pero yo la movía de manera que no pudiera alcanzarla, bailé hacia un lado y volví a golpearle en el estómago, esta vez aún más fuerte. Cuando se dobló en dos, le di un golpe en la nariz y cayó al suelo, llorando. El que se había encargado de organizar la competición de boxeo contó hasta diez muy rápidamente y levantó mi mano.

—¡Oye, Joe Louis!—gritó mi padre—. ¡Oye, Willie Pep!

El organizador me sugirió que me acercara a Jimmy, le ayudara a ponerse de pie y le diera la mano. Cuando se levantó detecté claramente que tenía la intención de darme con la cabeza en los dientes, y yo simulé no estar prestando atención hasta que, cuando vino al ataque, me hice a un lado con toda tranquilidad y le di con los puños en su encorvada espalda. Eso le destrozó.

—¡David hace trampa!—gimió—. ¡David hace trampa!

¡Cómo me odiaron todos por mi destreza! O lo que interpretaron como mi destreza. Mi don astuto de adivinar siempre lo que iba a ocurrir. Bueno, eso no sería un problema ahora. Todos me querrían. Y queriéndome, me molerían a palos.

Judith me abre la puerta. Lleva puesto un viejo suéter gris y unos pantalones azules con un agujero en la rodilla. Extiende sus brazos hacia mí y la abrazo con cariño, apretándola contra mi cuerpo durante unos segundos. Oigo música desde adentro: el Idilio de Sigfrido, creo. Música dulce, apacible, propicia para la aceptación.

—¿Ya está nevando? —pregunta.

—Aún no. Cielo gris y mucho frío, eso es todo.

—Te traeré un trago. Ve a la sala.

Me detengo junto a la ventana, ya están cayendo algunos copos de nieve. Aparece mi sobrino y me estudia desde una distancia más que prudencial. Para mi asombro, me sonríe. Se dirige a mí en tono afectuoso:

—¡Hola, tío David!

Judith debió de haberle dicho que fuera amable. Sé bueno con tío David, debe de haberle dicho. Ultimamente ha tenido muchos problemas, no se siente bien. Así que ahí está el chico, siendo bueno con tío David. Creo que es la primera vez que me sonríe. Ni en la cuna me dedicó gorjeos y risitas. Hola, tío David. Muy bien, jovencito, aprecio tu gesto.

—Hola, Pauly, ¿cómo te va?

—Muy bien —dice.

Y con eso finaliza toda su cortesía social, ni siquiera se digna preguntar cómo me encuentro, se limita a coger uno de sus juguetes y se enfrasca en sus intrincamientos. Sin embargo, de vez en cuando sus grandes y oscuros ojos brillantes siguen examinándome y en su mirada no parece haber hostilidad.

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Muero por dentro: Robert Silverberg 1
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