Muero por dentro | Страница 27 | Онлайн-библиотека


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“¿Y bien? ¿Qué te parece?”

Pero estaba demasiado ocupado atendiendo a los demás invitados como para entrar en mi mente, y no recibió mi pregunta. Tuve que buscar mis propias respuestas en su cabeza. Me introduje (me echó un vistazo desde el otro extremo de la habitación, dándose cuenta de lo que estaba haciendo) y le escudriñé para obtener información. Típicas capas triviales de anfitrión cubrían sus niveles superficiales; ofrecía tragos, encauzaba una conversación y simultáneamente hacía señas para que trajeran las bandejas con comida de la cocina e interiormente revisaba la lista de invitados para saber quién faltaba por llegar. Con cierta rapidez atravesé todo ese material y en un instante hallé el lugar de sus pensamientos sobre Kitty. En seguida averigüé lo que quería y temía. Él podía leerte. Sí. Para él eras tan transparente como todos los demás. Por motivos que ninguno de los dos sabíamos, sólo eras opaca para mí. Nyquist había penetrado al instante en tu mente, te había evaluado, se había formado una opinión de ti, y allí estaba para que yo la examinara: te veía desmañada, inmadura, ingenua, pero también atractiva y encantadora. (Así es como realmente te veía. No estoy tratando, por motivos ocultos, de hacerlo parecer más crítico de lo que realmente fue. Eras muy joven, eras muy simple, y él lo veía.) El descubrimiento me dejó aturdido. Me invadieron los celos. ¡Pensar que durante tantas semanas yo había trabajado con tanto ahínco para llegar a ti, sin llegar a ninguna parte, y él podía hundirse con tanta facilidad en lo más profundo de tu mente, Kitty! En seguida tuve una sospecha. Nyquist y sus maliciosos juegos: ¿era éste uno más? ¿Podía leerte? ¿Cómo podía estar seguro de que no había plantado algo ficticio en su mente para mí? Leyó eso en mi mente:

“¿No confías en mí? Claro que la estoy leyendo.”

“Quizá sí, quizá no. ”

“¿Quieres que te lo demuestre?”

“¿Cómo?”

“Observa.”

Sin dejar ni por un momento de interpretar su papel de anfitrión, entró en tu mente mientras yo seguía conectado a la de él. Y así, a través de él, eché mi primer y último vistazo a tu interior, Kitty, reflejado por vía de Tom Nyquist. ¡Ah! Ojalá no hubiera querido echar ese vistazo. Me vi a mí mismo a través de tus ojos y a través de su mente. Al menos físicamente me veía mejor de lo que había imaginado, mis espaldas más anchas de lo que en realidad son, la cara más delgada, las facciones más regulares. No cabía duda de que respondías a mi cuerpo. ¡Pero las asociaciones emocionales! Me veías como un padre severo, un profesor inflexible, un tirano gruñón. ¡Lee esto, lee aquello, mejora tu mente, muchacha! ¡Estudia mucho para ser digna de mí! ¡Ah! ¡Ah! Y ese foco ardiente de resentimiento a causa de nuestros experimentos extrasensoriales: más que inútiles para ti, un terrible fastidio, una excursión hacia la locura un molesto y agobiante peso. Ser fastidiada todas las noches por un monomaniaco como yo. Incluso nuestras relaciones sexuales se veían invadidas por la tonta búsqueda de un contacto mental. ¡Qué harta que estabas de mí, Kitty! ¡Cuán monstruosamente aburrido me creías!

Con aquel instante de semejante revelación tuve más que suficiente. Lleno de dolor, retrocedí, alejándome en seguida de la mente de Nyquist. Recuerdo que me miraste alarmada, como si en algún nivel subliminal supieras que había unas energías mentales que estaban cruzando la habitación como un rayo, revelando las intimidades de tu alma. Parpadeaste, tus mejillas enrojecieron, y rápidamente tomaste un trago de tu vaso. Nyquist me lanzó una sarcástica sonrisa. No me atreví a mirarle directamente a los ojos. Incluso entonces me resistía a creer en lo que me había mostrado. ¿Acaso no había visto en otras ocasiones extraños efectos de refracción en tales transmisiones? ¿No debería desconfiar de la exactitud de su transmisión de tu imagen de mí? ¿No la estaría sombreando y coloreando? ¿Introduciendo distorsiones y magnificaciones disimuladas? ¿De verdad te fastidiaba tanto, Kitty, o era él quien exageraba las cosas para gastarme una broma y convertía una ligera irritación en un intenso desagrado? Decidí no creer que te aburría tanto. Tendemos a interpretar los hechos de acuerdo con el modo en que preferimos verlos. Pero me juré que en el futuro no te presionaría tanto.

Más tarde, después de la comida, tú y Nyquist estabais hablando animadamente en el otro extremo de la habitación. Te mostrabas coqueta y frívola, era el mismo comportamiento que adoptaste conmigo ese primer día en mi oficina. Imaginé que estabais hablando de mí de un modo poco halagador. A través de Nyquist traté de captar la conversación, pero al primer intento me lanzó una mirada furiosa.

“Sal de mi cabeza, ¿quieres?”

Obedecí. Oí tu risa, demasiado fuerte, que se elevaba sobre el murmullo de la conversación. Me alejé para hablar con una escultora japonesa, elástica y pequeña, cuyo pequeño y moreno pecho asomaba poco tentador por el pronunciado escote de su vestido negro ajustado. Le leí la mente, descubrí que estaba pensando en francés que le gustaría que le pidiera que viniera a casa conmigo. Pero regresé a casa contigo, Kitty, sentado en forma desgarbada y de mal humor junto a ti en el metro casi vacío, y cuando te pregunté de qué habíais estado hablando tú y Nyquist dijiste:

—Ah, sólo estábamos bromeando. Nos estábamos divirtiendo un poco.

Al cabo de dos semanas, en una clara y fresca tarde de otoño, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. El mercado de valores cerró temprano tras una estrepitosa caída; Martinson cerró la oficina, y me echó a la calle aturdido. Me costaba cierta dificultad aceptar la realidad de la sucesión de acontecimientos. Alguien le ha disparado un tiro al presidente… Alguien le ha disparado al presidente… Alguien le ha disparado un tiro al presidente en la cabeza… El presidente está gravemente herido… Han llevado rápidamente al presidente al Hospital Parkland… El presidente ha recibido la extremaunción… El presidente ha muerto. Nunca fui una persona particularmente interesada por la política, pero esta ruptura del orden público me aniquiló. De los que yo había votado, Kennedy fue el único candidato presidencial que había ganado, y lo habían matado: la historia de mi vida es una condensada y sangrienta parábola. Y ahora habría un presidente Johnson. ¿Podría adaptarme? Me aferro a zonas de estabilidad. Cuando tenía diez años y murió Roosevelt, Roosevelt, que había sido presidente durante toda mi vida, probé las poco familiares sílabas de presidente Truman en mi lengua y las rechacé de inmediato diciéndome a mí mismo que también lo llamaría presidente Roosevelt, porque así era como estaba acostumbrado a llamar al presidente.

Mientras caminaba con temor hacia casa, esa tarde de noviembre recibí emanaciones de miedo de todas partes. La paranoia había invadido a todos. La gente se movía furtiva y cautelosamente, uno tras otro, preparados para huir. Pálidos rostros femeninos miraban con curiosidad a través de las cortinas entreabiertas de las ventanas de los inmensos edificios de apartamentos que se elevaban muy por encima de las silenciosas calles. En sus automóviles, los conductores miraban en todas direcciones cuando llegaban a algún cruce, como a la espera de que los tanques de las milicias nazis avanzaran con estruendo por Broadway. (A esta hora del día muchos creían que el asesinato era el primer indicio de un levantamiento de índole derechista.) Nadie se paseaba por las calles; todos corrían a refugiarse. Ahora podía suceder cualquier cosa. Manadas de lobos podrían aparecer por Riverside Drive. Enloquecidos patriotas podrían iniciar un asesinato en masa. Desde mi apartamento (puerta cerrada con llave, ventanas cerradas) traté de llamarte por teléfono al trabajo, pensando que quizá no te habías enterado de la noticia, o quizá porque lo que quería en ese momento traumático era oír tu voz. Las líneas telefónicas estaban sobrecargadas. Al cabo de veinte minutos desistí. Luego caminé sin ningún sentido del dormitorio a la sala y de la sala al dormitorio, cogí con fuerza mi radio a pilas, hice girar el dial tratando de encontrar la única emisora en la que el comentarista me dijera que, después de todo, estaba con vida; me dirigí a la cocina y encontré tu nota sobre la mesa. Me decías que te marchabas, que no podías vivir más conmigo. Según constaba, la nota la habías escrito a las diez y media de la mañana, antes del asesinato, en otra era. Corrí el armario del dormitorio y vi lo que no había visto antes: tus cosas ya no estaban allí. Cuando las mujeres me dejan, Kitty, se van de un modo furtivo y repentino, sin avisarme.

Al anochecer, cuando por fin las líneas estaban libres, llamé a Nyquist.

—¿Está Kitty ahí? —pregunté.

—Sí —dijo—. Un momento. —Y te llamó para que te pusieras al aparato.

Me explicaste que tenías intención de vivir con él durante un tiempo, hasta que pusieras un poco de orden en tus ideas. Él te había ayudado mucho. No, no sentías resentimiento hacia mí, ni ningún rencor. Era sólo que yo parecía bueno, insensible, mientras que él…, él tenía esta capacidad instintiva, intuitiva, para comprender tus necesidades emocionales… Él podía entrar en tu onda, Kitty, mientras yo no podía hacerlo. Así que habías ido a él en busca de amor y consuelo. Me dijiste adiós y me diste las gracias por todo, yo murmuré un adiós y colgué el teléfono.

Durante la noche el tiempo cambió, y un fin de semana de cielos oscuros y fría lluvia acompañó a John Fitzgerald Kennedy hasta su tumba. Me perdí todo: el ataúd en la rotonda, la viuda y los hijos valientes, el asesinato de Oswald, el cortejo fúnebre, todos esos hechos históricos. El sábado y el domingo me levanté bastante tarde, me emborraché, leí seis libros sin asimilar ni una sola palabra. El lunes, día de duelo nacional, te escribí esa carta incoherente, Kitty, en la que te explicaba todo, lo que había querido hacer contigo y por qué, te confesaba mi poder y te describía los efectos que éste había tenido en mi vida, también te hablaba de Nyquist, te advertía de lo que era, que también tenía el poder, que podía leerte y no tendrías secretos para él. Te decía que no debías confundirle con un ser humano real, te decía que era una máquina autoprogramada para obtener los máximos beneficios, te decía que con el poder se había convertido en un ser frío y cruelmente fuerte, mientras que a mí me había hecho débil y nervioso. Insistía en que básicamente era tan enfermo como yo, un hombre que manejaba a la gente, incapaz de dar amor, sólo capaz de utilizar a los demás. Te dije que te haría daño si te volvías vulnerable a él. No obtuve ninguna contestación por tu parte. Nunca volví a tener noticias de ti, nunca te volví a ver, tampoco volví a tener noticias de él ni volví a verle. Trece años. No sé lo que os ocurrió a ninguno de los dos, probablemente nunca lo sabré. Pero escucha, escucha: aunque a mi desatinado modo, jovencita, te amaba. Aún te sigo amando. Y te he perdido para siempre.

25

Cuando se despierta, en el triste y sombrío pabellón de un hospital, se siente viejo, dolorido y entumecido. No hay duda de que es el St. Luke’s, tal vez la sala de emergencias. Su nariz hace un extraño silbido cada vez que inhala aire, su labio inferior está hinchado y apenas puede abrir el ojo izquierdo. ¿Lo trajeron hasta aquí en camilla después de que los jugadores de baloncesto acabaran con él? Está recobrando el conocimiento, imagina que puede sentir la reseca sangre en los bordes rotos, cuando consigue mirar hacia abajo (su cuello, extrañamente rígido, no quiere obedecerle) sólo ve la asquerosa bata blanca del hospital. Cada vez que respira imagina que puede sentir cómo se raspan los bordes rotos de las quebradas costillas; desliza una mano por debajo de la bata y se toca el pecho desnudo, se da cuenta de que no se lo han vendado. No sabe si eso le produce alivio o temor.

Teniendo mucho cuidado, consigue sentarse. Un tumulto de impresiones le golpea. La habitación es ruidosa y está llena de gente; las camas están prácticamente pegadas las unas a las otras. Aunque entre una cama y otra hay cortina, ninguna está corrida. La mayoría de los demás pacientes son negros, y muchos de ellos están heridos de gravedad, rodeados de festones de equipos. ¿Mutilados por cuchillos? ¿Lacerados por parabrisas? Amigos y parientes, amontonados alrededor de cada cama, gesticulan, discuten y riñen; un grito agudo es el tono de voz normal. Frías y distantes enfermeras se pasean por la habitación, mostrando por sus pacientes el mismo interés frío que sienten los guardias de los museos por las momias expuestas en las vitrinas. Nadie, salvo el propio Selig, le presta atención a Selig, vuelve a examinarse a sí mismo. Con las yemas de los dedos se explora las mejillas. Sin un espejo no puede decir cuán golpeada está su cara, pero por el tacto son muchas las zonas lastimadas. Le duele la clavícula izquierda como si le hubieran dado un ligero golpe indirecto de karate. La rodilla derecha le late y siente fuertes punzadas como si se la hubiera torcido al caer. A pesar de todo, siente menos dolor del que se podría haber previsto; quizá le dieron algún tipo de inyección.

Tiene la mente nebulosa. Está recibiendo emisiones mentales de los que se encuentran en la sala, pero todo es confuso, nada es claro; recibe emanaciones pero ninguna expresión inteligible. Trata de orientarse preguntando la hora tres veces a las enfermeras que pasan, ya que su reloj ha desaparecido; pasan de largo sin prestarle atención. Por fin, una corpulenta y sonriente negra con un vestido rosado le mira y le dice:

—Son las cuatro menos cuarto, cariño.

¿De la mañana? ¿De la tarde? Piensa que lo más probable es que sea de la tarde. Cerca de él, dos enfermeras han comenzado a levantar lo que parece un sistema de alimentación intravenosa con un conducto de plástico que introducen por la nariz de un negro inmenso, vendado e inconsciente. El estómago de Selig no le envía ninguna señal de hambre. En el aire del hospital se respira el olor a productos químicos, lo que le produce náuseas; incluso le cuesta tragar saliva. ¿Esta noche le darán algo de comer? ¿Cuánto tiempo tendrá que permanecer aquí? ¿Quién paga? ¿Debería pedir que avisaran a Judith? ¿Son muy graves sus heridas?

Un interno entra en el pabellón: un hombre bajo y de tez oscura, con cuerpo y huesos pequeños; se mueve con una precisión elástica, por su aspecto parece un paquistaní. Un pañuelo sucio y arrugado que asoma del bolsillo superior de su chaqueta arruina, sin embargo, el efecto acicalado y elegante que produce su blanco y ajustado uniforme. Sorprendentemente, se dirige hacia Selig.

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