Muero por dentro | Страница 20 | Онлайн-библиотека


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—¿Quién es el siguiente? —dijo la señorita Mueller.

David se hundió en su asiento. ¿Cuánto faltaba para la campana de salida?

—Norman Heimlich —dijo la profesora.

Norman caminó con presunción hasta la mesa de la profesora. Ella le echó un vistazo a una carta. David, buscando en su mente, obtuvo la imagen de una estrella. Luego saltó a la mente de Norman y quedó estupefacto al detectar allí el brillo oscilante de una imagen, una estrella cuyas puntas se redondeaban perversamente para formar un círculo, y luego se volvía a convertir en estrella. ¿Qué era esto? ¿Acaso el odioso de Heimlich tenía una pizca del poder?

—Círculo —murmuró Norman.

Aunque no hubo suerte, acertó la siguiente (las ondas) y la que le siguió a ésa, el cuadrado. Ciertamente parecía estar recibiendo emanaciones, borrosas e indistintas, pero emanaciones al fin y al cabo, de la mente de la señorita Mueller. El gordo Heimlich tenía los vestigios del don, pero sólo los vestigios. David examinó su mente y la de la profesora y observó cómo las imágenes se volvían cada vez más nebulosas y desaparecían por completo en el décimo naipe, cuando la fatiga disipaba el débil poder de Norman. No obstante, acertó siete cartas. El mejor hasta el momento. La campana, rogó David. ¡La campana, la campana, la campana! Aún faltaban veinte minutos.

Un pequeño acto de compasión. Rápidamente, la señorita Mueller distribuyó hojas de examen. Haría una prueba a toda la clase a la vez.

—Diré números del uno al veinticinco —declaró—. Cada vez que digo un número, vosotros escribiréis el símbolo que creáis ver. ¿Listos? Uno.

David vio un círculo. Ondas, escribió.

Estrella. Cuadrado.

Ondas. Círculo.

Estrella. Ondas.

Cuando estaba a punto de finalizar la prueba, se le ocurrió que podría estar cometiendo un error táctico al no acertar ninguna respuesta. Se dijo a sí mismo que debía escribir dos o tres correctas, para disimular. Pero ya era demasiado tarde, tan sólo quedaban cuatro números; resultaría excesivamente llamativo acertar varios naipes seguidos después de haberse equivocado con todos los anteriores. Siguió cometiendo errores.

La señorita Mueller dijo:

—Ahora, entre los compañeros de mesa, os debéis intercambiar las hojas y marcar las respuestas. ¿Listos? Número uno: círculo. Número dos: estrella. Número tres: ondas. Nú-

mero cuatro…

Con la tensión reflejada en su rostro pidió los resultados. ¿Alguien había acertado diez o más? No, señorita. ¿Nueve? ¿Ocho? ¿Siete? Norman Heimlich tenía siete de nuevo. Se mostró muy satisfecho: Heimlich, el adivinador del pensamiento. David sintió aversión al darse cuenta de que Heimlich poseía aunque sólo fueran migajas del poder. ¿Seis? Cuatro alumnos tenían seis. ¿Cinco? ¿Cuatro? La señorita Mueller anotó con diligencia los resultados. ¿Algún otro número? Sidney Goldblatt comenzó a reír:

—Señorita Mueller, ¿qué le parece cero?

Se mostró sorprendida:

—¿Cero? ¿Hubo alguien que tuvo las veinticinco respuestas mal?

—¡David Selig!

En aquellos momentos David deseó que se lo tragara la tierra. Todas las miradas puestas en él. Risas crueles le atacaron. David Selig tuvo todas las respuestas mal. Era como decir, David Selig se mojó los pantalones, David Selig copió en el examen, David Selig se metió en el lavabo de chicas. Al tratar de ocultarse, se había puesto en evidencia. La señorita Mueller, mostrándose severa y profética, dijo:

—Un cero también puede ser muy significativo, chicos. Podría significar facultades extrasensoriales extremadamente fuertes, en lugar de la ausencia total de tales poderes, como podrían pensar.

¡Dios mío, facultades extrasensoriales extremadamente fuertes! La mujer siguió diciendo:

—Rhine habla de fenómenos tales como “desplazamiento hacia adelante” y “desplazamiento hacia atrás”, en los que una fuerza extrasensorial extraordinariamente poderosa podría concentrarse accidentalmente en una carta delante de la correcta, o una carta detrás, o incluso dos o tres cartas de distancia. Por lo tanto, aparentemente el sujeto obtendría un resultado por debajo del promedio, cuando en realidad está acertando perfectamente, ¡sólo que fuera del blanco! David, déjame ver tus respuestas.

—No estaba recibiendo nada, señorita Mueller. Tan sólo estaba tratando de adivinar y, al parecer, me equivoqué en todos los casos.

—Déjame ver.

Como si fuera camino del cadalso, le entregó su hoja. La señorita Mueller la colocó junto a la suya y trató de realinearla, buscando alguna correlación, alguna sucesión de desplazamientos. Pero lo impensado de sus respuestas intencionalmente incorrectas le protegió. Un desplazamiento hacia adelante de una carta le proporcionó dos aciertos; un desplazamiento hacia atrás de una carta le dio tres. Aunque no había nada significativo en todo aquello, la señorita Mueller no se daba por vencida.

—Me gustaría hacerte otra prueba —le dijo—. Haremos distintos tipos de experimentos. Un cero es fascinante.

De nuevo mezcló las cartas. Dios, Dios, Dios, ¿dónde estás? Ah. ¡La campana! ¡Salvado por la campana!

—¿Puedes quedarte después de clase? —preguntó.

Desesperado, sacudió la cabeza:

—Tengo una clase de geometría, señorita Mueller.

Cedió. Mañana, entonces. Haremos las pruebas mañana. ¡Dios! El pánico que le invadía le impidió dormir aquella noche, sudaba, temblaba; alrededor de las cuatro de la mañana vomitó. Tenía la esperanza de que su madre no lo enviara a la escuela, pero no tuvo esa suerte: a las siete y media estaba en camino. ¿Se olvidaría de la prueba la señorita Mueller? Pues no, la señorita Mueller no se había olvidado. Los fatídicos naipes estaban sobre su mesa. No habría modo de escaparse. Sin pretenderlo, se había convertido en el centro de atención. Muy bien, Duv, trata de ser más inteligente esta vez.

—¿Estas listo para comenzar? —preguntó ella levantando la primera carta. Vio un signo más en su mente.

—Cuadrado —dijo él.

Vio un círculo.

—Ondas —dijo.

Vio otro círculo.

—Cruz —dijo.

Vio una estrella.

—Círculo —dijo.

Vio un cuadrado.

—Cuadrado —dijo. Va una.

Llevó la cuenta con cuidado. Cuatro respuestas incorrectas, luego una correcta. Tres respuestas incorrectas, otra correcta. Espaciándolas falsamente al azar, se permitió cinco aciertos en la primera prueba. En la segunda tuvo cuatro. En la tercera seis. En la cuarta, cuatro. ¿Estoy haciendo un promedio demasiado exacto, se preguntó? ¿Debería acertar una sola esta vez? Pero la profesora estaba perdiendo interés.

—Sigo sin entender por qué ayer no acertaste ninguna, David —le dijo—. Pero me parece que no tienes ninguna facultad extrasensorial.

Trató de mostrarse desilusionado, incluso parecía disculparse. Lo siento, profe, no tengo ningún poder extrasensorial. Humildemente, el deficiente mental regresó a su asiento.

En un ardiente instante de revelación y comunión, señorita Mueller, pude haber justificado lo que durante toda su vida estuvo buscando: lo improbable, lo inexplicable, lo desconocido, lo irracional. Tenía que cuidar mi propio pellejo, señorita Mueller. Tenía que pasar inadvertido. ¿Podrá perdonarme? En lugar de decirle la verdad, la engañé, señorita Mueller, y le hice seguir dando vueltas a ciegas con el tarot, los signos del zodíaco, la gente de los platillos volantes, miles de vibraciones surreales, un millón de antimundos astrales apocalípticos, cuando el contacto de nuestras mentes quizá habría bastado para curar su locura. Un solo contacto conmigo, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos.

21

Estos días son los de la pasión de David, en los que se retuerce de dolor en su cama de clavos. Vayamos poco a poco, de ese modo duele menos.

Martes. Día de elecciones. El clamor de la campaña ha ensuciado el aire durante meses. El mundo libre está eligiendo a su nuevo y supremo líder. Los coches y camionetas con altavoces avanzan con gran estruendo por Broadway, vomitando consignas. ¡Nuestro nuevo presidente! ¡El hombre para todos los Estados Unidos! ¡Voten! ¡Voten! ¡Voten!¡Voten por X! ¡Voten por Y! Palabras vacías que se fusionan y confunden, que fluyen. Republócrata. Demicano. Bum.

¿Por qué tengo que votar? No votaré. Yo no voto. Con toda esa propaganda a mí no me convencen, no formo parte del montaje. Votar es asunto de ellos. Creo que fue en 1968, a finales de aquel otoño, cuando parado frente al Carnegie Hall, pensando en cruzar la calle y entrar en una librería que había allí, de repente, se detuvo todo el tránsito en la Cincuenta y Siete. Un enjambre de policías surgió de la acera como los guerreros de dientes de dragón plantados por Cadmo y, desde el este, una caravana de automóviles se acercó rugiendo y, ¡oh! en una limusina negra venía Richard M. Nixon, presidente electo de los Estados Unidos de América, saludando jovialmente a las masas congregadas. Por fin mi gran oportunidad, pensé. Miraré dentro de su mente y me enteraré de grandes secretos de Estado; descubriré qué es lo que hace que nuestros líderes sean distintos de los mortales comunes. Aunque miré dentro de su mente no les diré lo que encontré allí, sólo les diré que fue más o menos lo que debí haber supuesto que encontraría. A partir de ese día no he tenido nada que ver con la política o los políticos. Hoy me quedo en casa, no voy a votar. Que elijan al próximo presidente sin mi ayuda.

Miércoles. Anoto algunas ideas en el trabajo de Yahya Lumumba que aún no he terminado y en otros proyectos similares, unas cuantas líneas sin el menor significado en cada uno. A este paso no voy a ir a ninguna parte. Judith llama.

—Una fiesta —dice—. Estás invitado. Irá todo el mundo.

—¿Una fiesta? ¿Quién la organiza? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo?

—El sábado por la noche, cerca de Columbia. El dueño de la casa es Claude Guermantes. ¿Lo conoces? Profesor de literatura francesa.—El verdadero apellido no es Guermantes, lo he cambiado para proteger al culpable—. Es uno de esos nuevos profesores carismáticos. Joven, dinámico, apuesto, amigo de Simone de Beauvoir, de Genet. Karl y yo vamos a ir. Y muchos otros. Siempre invita a la gente más interesante.

—¿Estarán allí Genet y Simone de Beauvoir?

—No, tonto, ellos no. Pero vale la pena ir. Las fiestas que organiza Claude son las mejores a las que he asistido. Hace brillantes combinaciones de gente.

—A mí me suena a vampiro.

—No sólo toma, Duv. También da. Me pidió expresamente que te invitara.

—¿Cómo es que me conoce?

—Por mí —dice—. Le he hablado de ti. Se muere de ganas por conocerte.

—No me gustan las fiestas.

—Duv…

Conozco perfectamente ese tono de voz de amonestación. No tengo la menor intención de iniciar una discusión en este momento.

—De acuerdo —digo suspirando—. El sábado por la noche. Dame la dirección.

¿Por qué soy tan dócil? ¿Por qué dejo que Judith me maneje? ¿Así es como construyo mi amor por ella, a través de estas rendiciones?

Jueves. Por la mañana, escribo dos párrafos para el trabajo de Lumumba. Temo pensando en cuál será su reacción ante lo que estoy escribiendo para él. Si consigo terminarlo, es posible que le parezca un desastre. Debo terminarlo. Jamás entregué un trabajo fuera de plazo. No me atrevo a hacerlo. Continuaré esta tarde. Voy hacia la librería de la calle Doscientos Treinta; necesito aire fresco y, como de costumbre, quiero ver si desde mi última visita, hace tres días, ha llegado algo interesante. Por obligación compro algunos libros: una antología de poetas metafísicos menores, Rabbit Redux de Updike, y un aburrido estudio antropológico levi-straussiano, las costumbres de alguna tribu del Amazonas, que sé que jamás llegaré a leer. Una nueva empleada de la caja: una chica de diecinueve o veinte años, pálida, rubia, blusa blanca de seda, falda escocesa corta, sonrisa impersonal. Atractiva aunque de aspecto inexpresivo. Ni sexualmente ni desde ningún otro punto de vista me parece nada interesante. Mientras me estoy riñendo a mí mismo por no prestarle atención (que nada humano me sea ajeno), se me antoja invadir su mente mientras le pago los libros, para no juzgarla solamente por su aspecto externo. Entro en su mente con facilidad, bien hondo, a través de capas y capas de trivialidades, socavándola sin encontrar obstáculos, acercándome al material verdadero. ¡Ah! ¡Qué comunión repentina y deslumbrante, alma con alma! La chica resplandece. Derrama fuego. Llega a mí con una intensidad y una integridad que me aturden; este tipo de experiencias se ha convertido en algo tan poco frecuente para mí… Deja de ser un pálido y mudo maniquí. La veo en su totalidad, sus sueños, sus fantasías, sus ambiciones, sus amores, sus desmesurados éxtasis (la copulación jadeante de la noche anterior y la vergüenza y la culpa posteriores), toda un alma humana agitada, humeante, hirviente. Durante los últimos seis meses sólo una vez he experimentado este contacto total, sólo una vez. Y fue aquel espantoso día con Yahya Lumumba en los escalones de la biblioteca baja. Y al recordar esa experiencia quemante y entumecedora, algo se desata dentro de mí y ocurre lo mismo. Cae una oscura cortina. Quedo desconectado. Mi asimiento a su conciencia se rompe. El silencio mental, me envuelve en seguida. Me quedo ahí parado, boquiabierto, atónito, otra vez solo y asustado, comienzo a temblar y le pago, sin darme cuenta de lo que hago, y ella me dice, preocupada:

—¿Señor? ¿Señor? —con esa voz dulce y aflautada de niña.

Viernes. Cuando me despierto me encuentro mal, tengo dolores y la fiebre es alta. Sin duda un ataque de fiebre psicosomática intermitente. La mente furiosa y amargada que flagela sin piedad al cuerpo indefenso. Escalofríos seguidos de calor y transpiración, de nuevo escalofríos. Vómitos con el estómago vacío. Me siento hueco. Un casco lleno de paja. ¡Qué pena! No puedo trabajar. Garabateo algunas líneas pseudolumumbescas y dejo la hoja a un lado. Enfermo como un perro. Bueno, es una buena excusa para no ir a esa estúpida fiesta. Leo a mis metafísicos menores. Algunos de ellos no tan menores. Traherne, Crashaw, William Cartwright. Como por ejemplo Traherne:

Poderes nativos puros que la Corrupción odiaron, como el Espejo más brillante, o el Bronce pulido y reluciente, Con la Imagen de su Objeto pronto se vistieron: Impresiones Divinas, cuando llegaron, penetraron con rapidez y mi Alma inflamaron. No es el Objeto, sino la Luz, lo que hace al Cielo: Es una visión más clara. La Felicidad sólo se presenta a quienes ven con ojos puros.
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Muero por dentro: Robert Silverberg 1
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