Muero por dentro | Страница 19 | Онлайн-библиотека
—Amy fue la primera mujer con la que me acosté.
Y él empezó a consolarme; Él, consolándome a mí, y yo sólo había tratado de ser sádico.
El tiempo pasa. Amy está muerta y apuesto a que Beverly ya es toda una ama de casa madura y regordeta. Aquí hay una carta de Jackie Newhouse en la que le digo que no puedo dormir pensando en ella. ¿Jackie Newhouse? ¿Quién es ésa? Ah, sí. Un metro cincuenta y cinco y unos pechos que habrían hecho sentir envidia a Marilyn Monroe. Dulce. Tonta. Labios fruncidos, ojos celestes. Lo único bueno que tenía Jackie eran sus pechos, pero para mí, con diecisiete años y obsesionado con los senos, eso era suficiente, Dios sabe por qué. La amaba por sus glándulas mamarias, tan globulares y notorias bajo esas camisetas blancas y ajustadas que tanto le gustaba usar. Verano de 1952. Estaba enamorada de Frank Sinatra y Perry Como, y tenía escrito FRANKIE con lápiz de labios en la pierna derecha de su vaquero y PERRY en la izquierda. También estaba enamorada de su profesor de historia que, según creo, se llamaba León Sissinger o Zippinger o algo parecido, y también tenía escrito LEON en sus vaqueros, en las posaderas. Todo cuanto hice con ella fue besarla dos veces, ni siquiera introduje mi lengua en su boca; era incluso más tímida que yo, y tenía terror de que una repugnante mano masculina violara la pureza de esos extraordinarios pechos. Allí o donde fuese yo la seguía, tratando de no meterme en su cabeza porque me deprimía ver lo vacía que era. ¿Cómo terminó? Ah, sí: su hermano menor me contó cómo la veía en casa, todo el tiempo desnuda, y yo, desesperado por echar un vistazo indirecto a esos pechos desnudos, me zambullí dentro de su cabeza y le robé una mirada furtiva de segunda mano. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo importante que puede llegar a ser un sostén. Dos montículos de carne cruzados por venas azules e hinchadas colgaban sueltos hasta su pequeño y rollizo estómago. Eso me curó de mi obsesión. De eso hace tanto tiempo, Jackie, que ahora me pareces irreal.
Tomen. Miren. Espíenme. Mis fervorosas y frenéticas efusiones de amor. Léanlas todas, ¿qué me importa? Donna Elsie, Magda, Mona, Sue, Lois, Karen. ¿Acaso creían que no tenía vida sexual? ¿Creían que tras mi insatisfecha adolescencia llegué tambaleándome a la edad adulta, sin ser capaz de encontrar mujeres? Fui buscando el sentido de mi vida entre sus muslos. Querida Connie: ¡qué noche desenfrenada aquélla! Querida Chiquita: tu perfume sigue flotando en el aire. Querida Elaine: cuando me desperté esta mañana tenía sabor a ti en mis labios. Querida Kitty: yo…
¡Dios mío, Kitty! Querida Kitty: tengo tanto que explicarte que no sé por dónde empezar. Nunca me comprendiste, y yo nunca te comprendí. Así que el amor que sentía por ti estaba destinado, tarde o temprano, a llevarnos a una situación crítica, cosa que ha ocurrido ahora. Las fallas de comunicación se extendían por toda nuestra relación, pero porque eras distinta de cualquier otra persona que había conocido, verdadera y cualitativamente distinta, te convertí en el centro de mis fantasías y no pude aceptarte como eras, sino que tuve que presionarte y presionarte y presionarte, hasta que… Dios mío. Esta es demasiado dolorosa. ¿Qué diablos están haciendo leyendo la correspondencia de otro? ¿No tienen decencia? No puedo mostrarles esto. La visita ha terminado. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Todos afuera!
¡Por el amor de Dios, váyanse!
20
Sabía que tenía que estar prevenido, siempre corría el peligro de ser descubierto. Ésta era una época de cazadores de brujos en la que cualquiera que se alejara de las normas de la comunidad era investigado y quemado en la hoguera. Por todas partes había espías tratando de averiguar el secreto del joven Selig, de sonsacarle la espantosa verdad de su persona. Incluso su profesora de biología, la señorita Mueller. Era una mujer de unos cuarenta años, bajita y regordeta, con una cara melancólica y arcos oscuros bajo los ojos: como una especie de criptolesbiana, llevaba el pelo brutalmente corto, la parte posterior de su cuello siempre mostraba los rastros de una reciente afeitada y todos los días llegaba a clase con un guardapolvo gris de laboratorio. La señorita Mueller estaba muy metida en el campo de los fenómenos ocultos y extrasensoriales. Desde luego, cuando en 1949 Selig asistía a sus clases, no se usaban expresiones como “muy metida”, pero mantengamos el anacronismo: se había adelantado a su época, una hippie nacida antes de tiempo. Realmente le fascinaba lo irracional, lo desconocido. Se sabía el programa de biología de la escuela secundaria hasta dormida, que era más o menos el modo como lo enseñaba. Cosas como la telepatía, la clarividencia, la telequinesis, la astrología y todos los temas parapsicológicos era lo que realmente la volvían loca. La más leve provocación era suficiente para alejarla del tema del día, el estudio del metabolismo o el sistema circulatorio o lo que fuera, y llevarla a uno de sus temas favoritos. Fue la primera del grupo de profesores en poseer el I Ching. Había purgado su condena dentro de cajas de orgono. Creía que la Gran Pirámide de Gizeh encerraba revelaciones divinas para la humanidad. Había buscado verdades más profundas por vía del zen, la semántica general, los ejercicios para la vista de Bates y las lecturas de Edgar Cayce. (¡Con qué facilidad puedo hablar de su búsqueda al haber dejado atrás el año en el que estuve expuesto a ella! Debe de haber seguido con la dianética, Velikovsky, Bridey Murphy y Timothy Leary,y terminado, en su vejez, como gurú en alguna pocilga de Los Angeles, dándole duro a la psilocibina y al peyote. Pobre vieja tonta, crédula y lastimosa.)
Naturalmente estaba muy al corriente de la investigación sobre la percepción extrasensorial que estaba realizando J. B. Rhine en la universidad de Duke. Cada vez que hablaba de eso, David se sentía invadido de terror. Constantemente sentía el temor de que la señorita Mueller fuera a ceder a la tentación de llevar a cabo algunos de los experimentos de Rhine en la clase, y que de ese modo lo descubriera. Él también había leído a Rhine, por supuesto,
Inevitable, la progresión hacia el desastre. De pronto, el tema de aquella semana fue el cerebro humano, sus funciones y capacidades. Ven, éste es el cerebro, éste es el cerebelo, ésta es la médula oblongada. Un jardín de sinapsis para niños. El regordete Norman Heimlich, en busca de una buena calificación, sabiendo exactamente qué botón apretar, levantó la mano:
—Señorita Mueller, ¿cree que alguna vez será posible que la gente lea verdaderamente las mentes, es decir, no por medio de trucos o cosas parecidas, sino por medio de la telepatía mental?
¡Ah, qué felicidad la de la señorita Mueller! Su cara redonda resplandecía. Ésta era su ocasión de iniciar una animada discusión sobre la ESP, la parapsicología, los fenómenos sobrehumanos, las investigaciones de Rhine, etcétera, etcétera. Un torrente de improcedencias metafísicas. David quiso esconderse bajo su pupitre y desaparecer. Al oír la palabra “telepatía” se sobresaltó. Ya sospechaba que la mitad de la clase se daba cuenta de lo que significaba. Ahora un instante de frenética paranoia. ¿Me están mirando a mí, están clavando sus ojos en mí, señalándome, moviendo la cabeza y asintiendo? No cabía duda, estos temores eran irracionales. Una y otra vez, durante sus momentos de aburrimiento, había inspeccionado cada mente de la clase como método de diversión; estaba seguro, sabía que su secreto estaba a salvo. Sus compañeros de clase, todos afanosos estudiantes de Brooklyn, jamás aceptarían la presencia encubierta de un superhombre entre ellos. Pensaban que era extraño, sí, pero no tenían noción de cuán extraño. Sin embargo, ¿lo pondría ahora al descubierto la señorita Mueller? Estaba hablando de llevar a cabo experimentos parapsicológicos en la clase para demostrar el alcance potencial del cerebro humano. Ah, ¿dónde puedo esconderme?
No hubo forma de huir. Ella llevó sus cartas al día siguiente.
—Éstas se conocen como cartas Zener —explicó solemnemente, levantándolas, abriéndolas en un abanico como si fuera Wild Bill Hickok a punto de darse a sí mismo una escalera del mismo palo.
Aunque David nunca había visto esas cartas, le eran tan familiares como las que usaban sus padres en sus interminables juegos de canasta.
—Fueron ideadas hace unos veinticinco años en la Universidad de Duke por los doctores Karl E. Zener y J. B. Rhine. También se las llama “cartas ESP”. ¿Quién puede decirme qué significaba “ESP”? —preguntó la señorita Mueller.
La mano rechoncha de Norman Heimlich agitándose en el aire.
—¡Percepción extrasensorial, señorita Mueller!
—Muy bien, Norman.
Fue mezclando las cartas con cierto desorden. Sus ojos, por lo general inexpresivos, brillaban con la intensidad de los de un jugador de Las Vegas.
Luego dijo:
—El mazo está compuesto de veinticinco cartas divididas en cinco “palos” o símbolos. Hay cinco cartas marcadas con una estrella, cinco con un círculo, cinco con un cuadrado, cinco con un dibujo de líneas ondeadas y cinco con una cruz o signo más. De no ser por esto parecerían naipes normales y corrientes.
Le dio el mazo a Bárbara Stein, otra de sus favoritas, y le pidió que copiara los cinco símbolos en la pizarra.
—La idea consiste en que el sujeto al que se examina mire cada una de las cartas, que estarán boca abajo, y trate de decir cuál es el símbolo que hay del otro lado. La prueba se puede realizar de distintas maneras. A veces, el examinador le echa un vistazo a cada carta primero; eso le da al sujeto la oportunidad de sacar la respuesta correcta de la mente del examinador, si puede. A veces, ni el sujeto ni el examinador ven las cartas previamente. A veces, se permite que el sujeto toque las cartas antes de adivinar el símbolo. A veces, se le vendan los ojos, y otras se le permite mirar el reverso de cada carta. Pero lo importante no es cómo se haga, el objetivo básico es siempre el mismo: que el sujeto determine qué dibujo hay en una carta que no puede ver, usando poderes extrasensoriales. Estelle, supón que el sujeto no tiene ningún poder extrasensorial y simplemente está adivinando. ¿Cuántos aciertos podríamos esperar que tuviera entre las veinticinco cartas?
Estelle, totalmente desprevenida, enrojeció y sin pensarlo dijo:
—Eh… ¿doce y medio?
Una cínica sonrisa por parte de la señorita Mueller, que se volvió a la melliza más inteligente, más afortunada:
—¿Beverly?
—¿Cinco, señorita Mueller?
—Correcto. Siempre se tiene una posibilidad entre cinco de adivinar el palo correcto, así que cinco respuestas correctas de veinticinco es simplemente cuestión de suerte. Desde luego, los resultados nunca son tan precisos. Una vez se pueden adivinar cuatro cartas de todo el mazo, y a la vez siguiente seis, y luego cinco, y luego quizá siete, y luego es posible que sólo tres; pero el promedio, tras llevar a cabo varias pruebas, debería ser de alrededor de cinco, siempre y cuando sea la suerte el único factor que actúa. De hecho, en los experimentos Rhine algunos grupos de sujetos han logrado un promedio de seis y medio o siete aciertos de veinticinco cartas después de muchas pruebas. Rhine piensa que sólo la percepción extrasensorial puede explicar este acierto superior al promedio. Y algunos sujetos han alcanzado resultados incluso mejores. Una vez hubo un hombre que acertó nueve cartas dos días seguidos. Unos días después acertó quince, después veintiuna de veinticinco. Es prácticamente imposible que eso haya sido sólo por casualidad. ¿Cuántos de ustedes piensan que sólo pudo haber tenido suerte?
Más o menos un tercio de las manos de la clase se levantaron. Algunas pertenecían a los estúpidos que no se daban cuenta de que era astuto mostrar interés por el tema que apasionaba a la profesora. Otras pertenecían a los incorregibles escépticos que despreciaban las maquinaciones tan cínicas. Una de las manos pertenecía a David Selig. Se limitaba a adoptar una postura que lo protegiera y le hiciera no sentirse en peligro.
La señorita Mueller dijo:
—Hoy haremos algunas pruebas. Víctor, ¿quieres ser nuestro primer conejillo de Indias? Ven aquí, junto a mi mesa.
Con una nerviosa sonrisa, Víctor Schlitz se encaminó hacia adelante arrastrando los pies. Se paró muy tieso junto a la mesa de la señorita Mueller mientras ésta mezclaba los naipes una y otra vez. Luego, echándole un vistazo a la carta de arriba, se la entregó a él.
—¿Qué símbolo? —preguntó.
—¿Círculo?
—Ya veremos. Que la clase no diga nada.
Le dio la carta a Bárbara Stein y le dijo que colocara una marca junto al símbolo correcto en la pizarra. Bárbara marcó el cuadrado. Rápidamente la señorita Mueller miró la siguiente carta. “Estrella”, pensó David.
—Ondas —dijo Víctor.
Bárbara marcó la estrella.
—Cruz.
¡Cuadrado estúpido! Cuadrado.
—Círculo.
Círculo. Círculo. En la clase se oyó un repentino murmullo de excitación ante el acierto de Víctor. La señorita Mueller pidió silencio con una mirada feroz.
—Estrella.
Ondas. Ondas, marcó Bárbara.
—Cuadrado.
Cuadrado, coincidió David. Otro murmullo, esta vez más suave.
Víctor terminó con todo el mazo. La señorita Mueller se había encargado de llevar la cuenta: cuatro aciertos. Ni siquiera tan bueno como el azar. Volvió a hacerle la prueba. Cinco. Muy bien, Víctor: puede que seas atractivo, pero poderes telepáticos no tienes. Los ojos de la señorita Mueller se pasearon por la clase. ¿Otro sujeto? Que no sea yo, rogó David. Dios, que no sea yo. No fue él. Llamó a Sheldon Feinberg. Acertó cinco la primera vez, seis la segunda. Bastante bien, pero nada espectacular. Luego Alice Cohen. Cuatro y cuatro. Terreno pedregoso, señorita Mueller. David, que había seguido cada vuelta de naipes, había acertado 25 de 25 todas las veces, pero él era el único que lo sabía.
Muero por dentro: Robert Silverberg | 1 |
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