Muero por dentro | Страница 17 | Онлайн-библиотека


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—¿Tu enemigo? Sabes que eso no es cierto.

—Fue extraño —dijo—. No comprendía lo que estaba pasando. Incluso he hablado con algunas personas que se han drogado muchas veces con ácido y tampoco lo pueden comprender. Fue como si nuestras mentes estuvieran conectadas, David. Como si un canal telepático se hubiera abierto entre nosotros. Y todo tipo de cosas fluían de ti hacia mí. Cosas abominables. Cosas venenosas. Estaba pensando tus pensamientos. Viéndome como tú me veías. ¿Recuerdas cuando me dijiste que también estabas viajando, a pesar de que no habías tomado ácido? Y luego me dijiste que estabas leyendo mi mente. Eso fue lo que realmente me asustó; el modo en que nuestras mentes parecían confundirse, superponerse, convertirse en una. Nunca pensé que el ácido podía provocar eso.

Ésa era mi ocasión para decirle que no había sido sólo el ácido, que no había sido una alucinación provocada por la droga que lo que había sentido era el impacto de un poder especial que se me había otorgado al nacer, un don, una maldición, una anormalidad. Pero las palabras se congelaron en mi boca. Me parecieron una locura. ¿Cómo podía confesar algo semejante? Dejé pasar de largo la ocasión. En cambio, con voz débil dije:

—De acuerdo, fue un momento extraño para ambos. Estábamos algo delirantes. Pero el viaje ya ha terminado. Ahora no tienes que esconderte de mí. Regresa, Toni.

—No.

—Ahora no pero, ¿quizá dentro de unos días?

—No.

—No lo comprendo.

—Todo ha cambiado —dijo—. Ahora no podría vivir contigo, me asustas demasiado. El viaje ha terminado, pero te miro y veo demonios; veo unas cosas que son mitad murciélago, mitad hombre, con grandes alas elásticas y largos colmillos amarillos y… ¡Dios mío, David, no lo puedo evitar! Aún tengo la impresión de que nuestras mentes están unidas. Cosas que se deslizan de tu cabeza hacia la mía. Jamás debí haber probado el ácido.—Sin acabarlo, apagó el cigarrillo e inmediatamente encendió otro—. Ahora haces que me sienta incómoda. Preferiría que te marchases. El mero hecho de estar tan cerca de ti me produce dolor de cabeza. Por favor. Por favor. Lo siento, David.

No me atreví a mirar dentro de su mente, temía que lo que pudiera encontrar me consumiera y destrozara. Pero el poder era aún tan fuerte en aquellos días que no podía evitar recibir, quisiera o no, una radiación mental generalizada y de bajo nivel de aquellos a los que me acercaba. Lo que entonces recibí de Toni confirmó lo que estaba diciendo. No había dejado de amarme, pero el ácido, a pesar de ser lisérgico y no sulfúrico, había lastimado y corroído nuestra relación al abrir esa puerta terrible entre los dos. Para ella era una auténtica tortura estar conmigo en la misma habitación. Yo no podía hacer nada que solucionase eso. Consideré estrategias, busqué ángulos de acercamiento, formas de razonar con ella, quise curarla con palabras dulces y fervorosas. No había forma. No había ninguna forma. Ensayé una docena de diálogos con la cabeza y todos terminaron con Toni rogándome que me alejara de su vida. Ése era el fin. Permanecía allí sentada, casi inmóvil, abatida, con el rostro sombrío, su ancha boca apretada de dolor, su otrora brillante sonrisa ahora extinguida. Parecía haber envejecido veinte años. Su extraña belleza exótica de princesa de! Desierto había desaparecido por completo. De repente, envuelta en su dolor, me pareció más real de lo que me había parecido jamás. Invadida de sufrimiento, viva en su angustia. No había modo de que yo llegara hasta ella.

—Está bien —dije con serenidad—. Yo también lo siento.

Listo, todo terminado, con rapidez, de repente, sin aviso, la bala que atraviesa el aire con un silbido, la granada que rueda con alevosía dentro de la tienda, el yunque que cae del cielo apacible. Terminado. De nuevo solo. Ni siquiera lágrimas. ¿Llorar? ¿Qué es lo que habría que llorar?

Durante nuestra breve conversación en voz baja, Bob Larkin había permanecido discretamente afuera, en un largo vestíbulo empapelado con deslumbrantes ilusiones ópticas negras y blancas. Cuando salí de nuevo la dulce sonrisa de compasión.

—Gracias por dejar que te molestara tan tarde —le dije.

—No ha sido ninguna molestia. Es una lástima lo que ha ocurrido entre Toni y tú.

Asentí.

—Sí, es una lástima.

Nos miramos en forma vacilante, y él se acercó a mí y hundió su dedos momentáneamente en el músculo de mi brazo diciéndome, sin palabras, que me sobrepusiera, que saliera de la tormenta, que me dominara. Se mostró tan abierto que mi mente se hundió inesperadamente dentro de la de él, y lo vi con toda claridad, su bondad, su gentileza, su pesar. De su cabeza surgió una imagen, un recuerdo nítido encerrado en una cápsula: él y una Toni llorosa y destruida, dos noches atrás, tendidos juntos desnudos en su redonda cama tan de moda, la cabeza de ella apoyada sobre el pecho musculoso y velludo de él, las manos de él acariciando los grandes y pálidos pechos de ella. El cuerpo de Toni temblando de necesidad. El miembro renuente y lánguido de él que luchaba para ofrecerle el consuelo del sexo. Su espíritu bondadoso, en guerra consigo mismo, inundado de compasión y amor por ella pero desalentado por su femineidad inquietante, esos pechos, esa hendidura, su suavidad. No tienes que hacerlo, Bob, le dice ella, no tienes que hacerlo, de veras, no tienes que hacerlo, pero él le dice que quiere hacerlo, que ya es hora de que lo hagamos después de conocernos desde hace tantos años, te alegrará un poco, Toni, y además un hombre necesita un poco de variedad, ¿no te parece? Su corazón va hacia ella pero su cuerpo se resiste, y su acto sexual, cuando ocurre, es algo apresurado, patético y torpe, el choque de dos cuerpos reacios y angustiados que termina en lágrimas, estremecimientos, aflicción compartida y, por fin risas, un triunfo sobre el dolor. Él le seca las lágrimas con besos. Ella le agradece profundamente sus esfuerzos. Uno junto al otro, se duermen como niños. ¡Qué civilizados, qué tiernos! Mi pobre Toni. Adiós. Adiós.

—Me alegra que te haya buscado a ti —le dije.

Me acompañó hasta el ascensor. ¿Qué es lo que habría que llorar?

—Si se sobrepone, me aseguraré de que te llame —me dijo.

Le puse la mano sobre el brazo como momentos antes había hecho él y le dediqué mi mejor sonrisa. Adiós.

19

Edificio Marble Hill, piso doce, ésta es mi cueva. Broadway y calle Doscientos Veintiocho, antes un edificio municipal para gente de clase media, ahora un tugurio para despojos urbanos desarraigados y de ninguna clase. Dos habitaciones con cuarto de baño, cocina y vestíbulo. En otro tiempo, a menos que estuvieras casado y tuvieras hijos, no se podía vivir aquí. Ahora se han introducido algunos solteros aduciendo que son indigentes. A medida que la ciudad se deteriora las cosas cambian; las reglas se rompen. El edificio está habitado en su mayoría por portorriqueños, también hay algunos irlandeses e italianos. En esta guarida de papistas un David Selig es una gran anomalía. A veces piensa que les debe a sus vecinos una entusiasta interpretación diaria del Shma Yisroel, pero no sabe las palabras. El Kol Nidre, quizá. O el Kaddish. Este es el pan de la aflicción que comían nuestros antepasados en la tierra de Egipto. Tiene suerte de haber sido conducido fuera de Egipto y dentro de la Tierra Prometida.

¿Les gustaría realizar un visita, con guía incorporado, a la cueva de David Selig? Muy bien. Por favor, vengan por aquí. Por favor, no toquen nada, ni dejen sus chicles en los muebles. El sensible, inteligente, afable y neurótico hombre que será su guía no es otro que el mismísimo David Selig. No se aceptan propinas. Bienvenidos, amigos, bienvenidos a mi humilde morada. Comenzaremos nuestro recorrido en el cuarto de baño. Como pueden ver, ésta es la bañera (esa mancha amarilla en la porcelana ya estaba allí cuando se mudó), éste el inodoro, éste el botiquín. Gran parte de su tiempo Selig lo pasa aquí; es un cuarto significativo para la comprensión profunda de su existencia. Por ejemplo, a veces se ducha dos o tres veces al día. ¿Qué creen ustedes que está tratando de lavar? Deja en paz ese cepillo de dientes, hijito. Muy bien, vengan conmigo. ¿Ven esos pósters en el pasillo? Son de la década de los sesenta. Este muestra al poeta Allen Ginsberg disfrazado de Tío Sam. Éste una cruda vulgarización de una sutil paradoja topológica del grabador holandés M. G. Escher. Éste muestra a una joven pareja desnuda haciendo el amor entre las olas del Pacífico. Hace ocho o diez años, cientos de miles de jóvenes decoraban sus habitaciones con pósters como éstos. Aunque entonces Selig no era exactamente lo que se dice joven, también lo hizo. A menudo ha seguido modas y estilos actuales en un intento de unirse con mayor firmeza a las estructuras de la existencia contemporánea. Supongo que hoy en día estos pósters tiene bastante valor; los lleva con él de un apartamento barato al siguiente.

Esta habitación es el dormitorio. Oscuro y reducido, con el techo bajo típico de la construcción municipal de hace una generación. La ventana siempre está cerrada para que el tren elevado, que con estruendo atraviesa el cielo adyacente a altas horas de la noche, no me despierte. Aun cuando todo está tranquilo alrededor, resulta bastante difícil conciliar el sueño. Ésta es su cama, en la que tiene sueños intranquilos y, en ocasiones, incluso ahora, involuntariamente lee las mentes de sus vecinos e incorpora los pensamientos de éstos a sus fantasías. Durante los dos años y medio que hace que vive aquí, en esta cama ha fornicado tal vez con quince mujeres, una, dos e incluso tres veces con cada una de ellas. ¡No debe turbarse tanto, jovencita! ¡El sexo es un esfuerzo humano saludable y sigue siendo un aspecto esencial de la vida de Selig, incluso ahora, en la edad madura! En los primeros años puede llegar a ser algo aún más importante para él, ya que el sexo es, después de todo, una forma de establecer comunicación con otros seres humanos, y hay otros canales de comunicación que parecen estar cerrándose para él. ¿Quiénes son estas chicas? Algunas no son chicas; algunas son mujeres maduras. Las atrae con su modo tímido y las persuade a compartir con él una hora de felicidad. Rara vez las vuelve a invitar, y aquéllas a las que sí invita a menudo rechazan la invitación, pero no importa. Sus necesidades quedan satisfechas. ¿Cómo dice? ¿Quince chicas en dos años y medio no son muchas para un soltero? ¿Quién es usted para juzgar eso? A él le parecen suficientes. Se lo aseguro, le parecen suficientes. Por favor, no se sienten en la cama. Es una cama vieja, de segunda mano, comprada en el sótano de una tienda que posee el Ejército de Salvación en Harlem. La compré bastante barata cuando me mudé de mi último apartamento, un lugar amueblado en la avenida St. Nicholas, y necesitaba tener algunos muebles míos. Años ha, por el 71 ó 72, tuve una cama de agua, otro ejemplo de cómo sigo las modas pasajeras. Jamás pude acostumbrarme al gorgoteo y finalmente la regalé a una muchacha que disfrutó de ella de verdad. ¿Qué más hay en el dormitorio? Me temo que muy poco que sea de interés. Una cómoda que contiene ropa común. Un par de pantuflas gastadas. Un espejo roto: ¿son supersticiosos? Una estantería ladeada llena de revistas viejas que jamás volverá a mirar: Partisan Review, Evergreen, Paris Review, New York Review of Books, Encounter; un montón de literatura de moda, algunas revistas de psicoanálisis y psiquiatría que Selig lee de vez en cuando con la esperanza de aumentar el conocimiento de sí mismo; pero siempre termina por arrinconarlas, aburrido y desilusionado. Salgamos de aquí. Esta habitación debe de resultarles deprimente. Pasamos por la cocina (horno, con cuatro fuegos, heladera de tamaño mediano, mesa de fórmica) donde se prepara desayunos y comidas muy sencillos (generalmente no cena en casa) y entramos en la habitación principal del apartamento, la sala/estudio en forma de L de paredes azules, repleta de cosas.

Aquí se puede observar toda la extensión del desarrollo intelectual de David Selig. Ésta es su colección de discos, unos cien discos gastados, algunos de ellos comprados en tiempos tan remotos como 1951. (¡Arcaicos discos monofónicos!) La mayoría son discos de música clásica, aunque notarán dos depósitos añadidos: cinco o seis discos de jazz que datan de 1959 y cinco o seis discos de rock que datan de 1969; tanto los de jazz como los de rock los compró tras grandes esfuerzos abortivos por extender el horizonte de sus gustos. De otro modo, lo que principalmente encontrarán aquí será música bastante austera, intrincada, inaccesible: Schoenberg, Beethoven de la última época, Mahler, Berg, los cuartetos de Bartok, pasacalles de Bach. Nada que tras oírlo una vez se podría silbar. Aunque no entiende mucho de música, sabe lo que le gusta; no les interesaría demasiado.

Y éstos son sus libros, acumulados desde que tenía diez años, que ha trasladado con amor de un lugar a otro. Los estratos arqueológicos de su lectura pueden ser aislados y examinados sin dificultad. Julio Verne, H. G. Wells, Mark Twain, Dashiell Hammett en el fondo. Sabatini. Kipling. Sir Walter Scott. Van Loon, La historia de la humanidad. Verrill, Grandes conquistadores de América del Sur y América Central. Los libros de un niñito sobrio, serio y enajenado. De repente, con la adolescencia aumenta la cantidad: Orwell, Fitzgerald, Hemingway, Hardy, lo más simple de Faulkner. ¡Miren estos libros en rústica tan poco comunes de los años cuarenta y principios de los cincuenta, de tamaños y formas extraños, con tapas de plástico laminado! ¡Vean lo que entonces se podía comprar por sólo 25 centavos! ¡Miren las ilustraciones eróticas, las letras llamativas! Estos libros de ciencia ficción datan también de la misma época. Uno tras otro los devoré todos, con la esperanza de encontrar alguna pista sobre mi propia naturaleza trastornada en las fantasías de Bradbury, Heinlein, Asimov, Sturgeon, Clarke. Miren, aquí está Juan Raro, de Stapledon, y aquí, La maravilla de Hampdenshire de Beresford, y aquí hay un libro que se llama Seres extraños: los niños prodigio, lleno de historias sobre supermocosos con poderes extraordinarios. En este último libro he subrayado un montón de párrafos, generalmente aquellos en los que no estaba de acuerdo con el autor. ¿Seres extraños? A pesar del talento que tenían, esos escritores eran los extraños, tratando de imaginar poderes que jamás habían poseído; y yo, que era uno de esos seres, yo, el joven merodeador de mentes (el libro está fechado en 1954), estaba en desacuerdo con ellos. Ponían énfasis en la angustia de ser sobrehumano, olvidándose del éxtasis. Aunque, pensando ahora en la angustia en contraposición con el éxtasis, debo admitir que sabían de qué hablaban. Amigos, ahora ya no estoy tan en desacuerdo con ellos. Éste es el callejón de las ratas, donde los muertos no pueden discutir.

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Muero por dentro: Robert Silverberg 1
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