Muero por dentro | Страница 13 | Онлайн-библиотека
—¡Hola!, soy yo —dije—. ¿Puedo pasar?
Estaba sentada en la cama, con una bata blanca encima de su pijama azul oscuro. Bostezando, desperezándose. Su cara por lo general tan tirante, estaba hinchada de haber dormido tanto. Para no perder la costumbre, entré en su mente y encontré algo nuevo e inesperado allí. La inauguración erótica de mi hermana la noche anterior. Todo el asunto: los retozos en el coche aparcado; la excitación creciente; la rápida comprensión de que esto iba a ser algo más que un interludio de caricias; las bragas que caían; la torpeza en el cambio de posiciones; la falta de habilidad en la manipulación del preservativo; el último momento de vacilación antes del total consentimiento; los inexpertos y precipitados dedos que trataban de conseguir la lubricación de la hendidura virgen; la cautelosa y torpe introducción; la presión, la sorpresa al descubrir que la penetración se lograba sin dolor; el pistoneo de un cuerpo contra el otro, la rápida explosión del chico; el resultado pegajoso; la culpa, la confusión y la decepción cuando terminó sin que Judith se sintiera satisfecha. El silencioso regreso a casa, avergonzados. La entrada en la casa, de puntillas, el saludo ronco a los padres vigilantes, despiertos. La ducha a pesar de la avanzada hora de la noche. La inspección y limpieza de la vulva desvirgada y algo inflamada. El intranquilo sueño varias veces interrumpido. Un largo período de insomnio en el que se considera el incidente de esa noche: sensación de alivio y satisfacción por haberse convertido en mujer, mezclada con un cierto miedo. La renuencia a enfrentarse con el mundo al día siguiente, en especial con Paul y Martha. Tu secreto, Judith, no es un secreto para mí.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
Contestó con una naturalidad bien estudiada, arrastrando las palabras:
—Dormida. Anoche llegué muy tarde. ¿Qué haces por aquí?
—De vez en cuando vengo a ver a la familia.
—Ha sido un placer haberte visto.
—No es muy amable de tu parte, Jude. ¿Tanto me detestas?
—¿Por qué me molestas, Duv?
—Ya te lo dije, simplemente intento ser amable. Eres mi única hermana, la única que tendré en mi vida. Pensé que podría entrar y hablar un poco contigo.
—Ya lo has hecho. ¿Y?
—Me podrías contar lo que has estado haciendo desde la última vez que nos vimos.
—¿Acaso te importa?
—Si no fuera así, ¿crees que te lo preguntaría?
—Seguro —dijo—. Te importa un bledo lo que haya estado haciendo. Te importa un bledo todo el mundo salvo David Selig y no sé por qué finges lo contrario. No es preciso que te muestres cortés conmigo, es algo impropio de ti.
—¡Oye, espera!—No nos batamos a duelo tan rápido, hermana—. ¿Qué te hace pensar que…?
—¿Acaso piensas en mí todas las semanas? Para ti sólo soy un mueble, la hermanita pesada, la mocosa, la molestia. ¿Alguna vez has hablado conmigo? ¿De algo? ¿Sabes el nombre de la escuela a la que voy? Soy una completa desconocida para ti.
—No, no lo eres.
—¿Qué diablos sabes sobre mí?
—Mucho.
—Por ejemplo.
—Basta, Jude.
—Un ejemplo. Sólo uno. Una sola cosa sobre mí. Por ejemplo…
—Por ejemplo. Está bien, por ejemplo, sé que anoche te acostaste con alguien.
Ambos quedamos boquiabiertos. Me quedé paralizado y en silencio, sin poder creer que aquellas palabras las hubiera dicho yo; y Judith se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica, su cuerpo se levantó y se puso rígido, el asombro resplandeció en sus ojos. No sé cuánto tiempo permanecimos petrificados, sin poder hablar.
—¿Qué? —dijo por fin—. ¿Qué has dicho, Duv?
—Lo que has oído.
—Aunque lo he oído, creo que debo de haberlo soñado. Repítelo.
—No.
—¿Por qué no?
—Déjame en paz, Jude.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Por favor, Jude…
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie —murmuré.
Me lanzó una sonrisa aterradoramente triunfal.
—¿Sabes algo? Te creo. De verdad que te creo. Nadie te lo ha dicho, lo has sacado de mi mente, ¿no es cierto, Duv?
—Ojalá nunca hubiera entrado aquí.
—Admítelo. ¿Por qué te niegas a admitirlo? Puedes ver dentro de la mente de las personas, ¿verdad, David? Eres una especie de rareza de circo. Hacía tiempo que lo sospechaba. Todos esos presentimientos que tienes, y que siempre acostumbran a cumplirse, y la falsa turbación con que ocultas la verdad cuando estás en lo cierto, hablando de tu “suerte” para adivinar las cosas. ¡Seguro! ¡Seguro, tu suerte! Pero yo sabía la verdad. A mí misma me decía: este hijo de puta me está leyendo la mente. Pero al momento decía que era una locura, que no existe gente así, que era imposible. Sólo que es cierto, ¿no? Tú no adivinas, ves. Todos estamos abiertos a ti y, como si fuéramos libros, nos lees, nos espías. ¿No es así?
Al oír un ruido a mis espaldas, di un salto, asustado. Era Martha que asomaba la cabeza en el cuarto de Judith, con una vaga y distraída sonrisa dibujada en su rostro.
—Buenos días, Judith. O, mejor dicho, buenas tardes. ¿Una charla agradable, chicos? De verdad que me alegro. No te olvides de tomar el desayuno, Judith —dijo, y nos dejó otra vez solos.
Judith preguntó con aspereza:
—¿Por qué no le has dicho lo que hice anoche? ¿Por qué no le has dado una descripción detallada? Con quién estuve anoche, qué hice con él, qué sentí…
—Basta, Jude.
—Todavía no me has contestado a mi otra pregunta. Posees este extraño poder, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
—Y durante toda tu vida te has dedicado a espiar a la gente.
—Sí. Sí.
—Lo sabía. No lo sabía, pero en realidad sí lo sabía, siempre lo supe. Y eso explica tantas cosas. Por qué siempre me sentía sucia cuando era pequeña y tú estabas cerca. Por qué me sentía como si cualquier cosa que hiciera pudiera salir publicada en los diarios al día siguiente. No he tenido nunca intimidad, ni siquiera cuando estaba encerrada en el cuarto de baño. No sentía que tenía intimidad. —Se estremeció—. Ahora que sé lo que eras, Duv, espero no volver a verte jamás. Desearía no haberte visto jamás. Si vuelvo a sorprenderte husmeando dentro de mi cabeza, te cortaré las pelotas. ¿Lo entiendes? Te cortaré las pelotas. Ahora lárgate, me quiero vestir.
Salí de allí tambaleándome y entré directamente en el cuarto de baño. Me agarré con firmeza al borde frío del lavabo y me acerqué al espejo para estudiar mi encendido y turbado rostro. Me veía ofuscado y aturdido, tenía las facciones rígidas como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía. Sé que anoche te acostaste con alguien. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Un accidente? ¿Las palabras fluyeron de mi boca porque me había aguijoneado más allá del límite de la prudencia? Lo sorprendente es que jamás antes nadie me había empujado a revelar algo como eso. No hay accidentes, dijo Freud. A uno jamás se le escapa algo sin querer. En uno y otro nivel todo es deliberado. Debo de haberle dicho lo que le dije a Judith porque quería que por fin supiera la verdad sobre mí. Pero ¿por qué ella? ¿Por qué ella? Es cierto que a Nyquist se lo había dicho, no podía haber ningún riesgo; pero nunca se lo había admitido a nadie más. Siempre me esforcé tanto por ocultarlo, ¿eh, señorita Mueller? Y ahora Judith lo sabía. Le había proporcionado un arma con la que me podía destruir.
Le había proporcionado un arma. ¡Qué extraño que ella nunca decidiera usarla!
16
Nyquist dijo:
—El verdadero problema que tienes, Selig, es que eres un hombre profundamente religioso que no cree en Dios.
Nyquist siempre decía cosas como ésa y, a ciencia cierta, Selig nunca sabía si las decía en serio o si sólo estaba haciendo juegos de palabras. No importa cuán hondo penetrara Selig en el alma del otro hombre, nunca pudo estar seguro de nada. Nyquist era demasiado astuto, demasiado evasivo.
Selig decidió ser prudente y no decir nada. Estaba de pie, de espaldas a Nyquist, mirando por la ventana. Nevaba. Abajo, las estrechas calles estaban atascadas por la nieve; ni siquiera podían pasar las máquinas municipales de quitar la nieve. Reinaba una extraña tranquilidad. La nieve se despegaba del suelo debido a los fuertes vientos. Un manto blanco iba cubriendo los coches aparcados. Algunos de los conserjes de los edificios de apartamentos de la manzana habían salido a la calle a cavar. Desde hacía tres días había estado nevando a intervalos. Nevaba en todo el Nordeste del país. Caía nieve en cada ciudad mugrienta, en los suburbios áridos, caía con suavidad sobre los Montes Apalaches y, más hacia el este, caía suavemente sobre las oscuras olas turbulentas del Atlántico. En la ciudad de Nueva York no se movía nada. Todo permanecía cerrado: los edificios de oficinas, las escuelas, las salas de conciertos, los teatros. Los ferrocarriles estaban fuera de servicio y las carreteras bloqueadas. No había ningún movimiento en los aeropuertos. Los partidos de baloncesto a disputar en el Madison Square Garden se habían suspendido. Dado que le era del todo imposible llegar hasta el trabajo, Selig se había quedado en el apartamento de Nyquist esperando el fin de la tormenta. Tras pasar tanto tiempo con él, su compañía le estaba empezando a resultar sofocante y opresiva. Lo que antes le había parecido divertido y agradable en Nyquist, ahora le resultaba corrosivo y engañoso. La plácida confianza en sí mismo de Nyquist, ahora parecía más bien presunción; sus ocasionales incursiones dentro de la mente de Selig ya no eran afectuosos gestos de intimidad, sino conscientes actos de agresión. Su costumbre de repetir en voz alta lo que Selig estaba pensando, resultaba cada vez más irritante, y parecía no haber forma de disuadirlo al respecto. Ya estaba haciéndolo de nuevo, extrayendo una cita de la cabeza de Selig y recitándola en tono burlón:
—¡Ah, qué hermoso! “Mientras oía caer la nieve con suavidad sobre el universo, su alma desfallecía lentamente. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final sobre todos los vivos y los muertos.” Me gusta eso. ¿Qué es David?
—James Joyce —dijo Selig con acritud—. “Los muertos”, de
—Envidio la extensión y la profundidad de tu cultura. Me gusta tomar prestadas tus rebuscadas citas.
—¡Magnífico! ¿Es necesario que me las repitas?
Cuando salió se apartó de la ventana. Nyquist hizo un exagerado ademán levantando la palma de las manos con humildad.
—Lo siento. Olvidé que no te gustaba.
—Tú nunca olvidas nada, Tom. Nunca haces nada por accidente. —Sintiéndose culpable por su irritabilidad, agregó—: ¡Dios, me estoy cansando de ver tanta nieve!
—Está nevando por todas partes —dijo Nyquist—. No va a parar nunca. ¿Qué vamos a hacer hoy?
—Supongo que lo mismo que ayer y que anteayer: sentarnos mirar cómo caen los copos de nieve, escuchar música y emborracharnos.
—¿Qué te parece hacer el amor?
—No creo que seas mi tipo —dijo Selig.
Nyquist le lanzó una sonrisa sin sentido.
—Muy gracioso. Quiero decir que busquemos por el edificio a un par de damas desamparadas y las invitemos a una fiestecita. ¿Acaso dudas de que haya dos damas disponibles en este edificio?
—Imagino que podríamos intentarlo —dijo Selig, encogiéndose de hombros—. ¿Queda algo de whisky?
—Voy a buscarlo —dijo Nyquist.
Trajo la botella. Nyquist se movía con una extraña lentitud, como un hombre que avanzaba a través de una densa atmósfera renuente de mercurio o algún otro fluido viscoso. Selig nunca había visto que fuese con prisas. Sin llegar a ser gordo, era pesado, de cuello y espaldas anchas, cabeza cuadrada, pelo rubio muy corto, nariz chata con aletas anchas y sonrisa fácil e inocente. Muy, muy ario: era escandinavo, tal vez sueco, criado en Finlandia y trasladado a los diez años a los Estados Unidos. Aunque apenas perceptible, tenía cierto deje de acento extranjero. A pesar de afirmar que tenía veintiocho años, a Selig, que acababa de cumplir veintitrés, le parecía algo mayor.
Era febrero de 1958, una época en la que Selig aún tenía la ilusión de que algún día llegaría a triunfar en el mundo de los adultos. Eisenhower era presidente, la bolsa de valores se había ido al diablo. Aunque se acababan de poner en órbita los primeros satélites espaciales norteamericanos, la depresión emocional post-Sputnik estaba afectando a todos. Las camisas de yute eran el último grito en moda femenina. Selig estaba viviendo en Brooklyn Heights, en la calle Pierrepont, y varias veces por semana iba a una oficina de la Quinta Avenida que era propiedad de una editorial para la que realizaba correcciones a 3 dólares la hora. Nyquist vivía en el mismo edificio, cuatro pisos más arriba.
Nyquist era la única persona que Selig conocía que tuviera el poder. Y no solamente eso, el hecho de tenerlo no le había trastornado en absoluto. Nyquist usaba su poder de un modo tan simple y natural como lo hacía con sus ojos o sus piernas, para su propio provecho, sin excusas y sin culpas. Posiblemente se trataba de la persona menos neurótica que jamás había conocido Selig. Su trabajo consistía en explotar a la gente, obtenía sus ingresos invadiendo la mente de otros; pero, al igual que un tigre, se abalanzaba sobre sus víctimas sólo cuando estaba hambriento, nunca atacaba por atacar. Sólo cogía lo que necesitaba, y jamás cuestionaba a la providencia que lo había hecho tan espléndidamente apto para tomar. Sin embargo, jamás tomaba más de lo que necesitaba, y sus necesidades eran moderadas. No tenía ningún trabajo y, aparentemente, jamás lo había tenido. Cuando necesitaba dinero, cogía el metro y, en sólo diez minutos, estaba en Wall Street. Allí deambulaba por los lóbregos desfiladeros del distrito financiero, y revolvía con toda libertad dentro de la mente de los accionistas recluidos dentro de las salas de la Bolsa. Siempre había algún importante y oculto suceso que conmovería el mercado de valores —una incorporación, una división de acciones, un descubrimiento mineral, un informe de ingresos favorable—. Nyquist se enteraba fácilmente de los detalles esenciales. Rápidamente vendía esta información a un precio que, aunque elevado, era razonable, a unos doce o quince inversionistas privados que se habían enterado del modo más feliz posible de que Nyquist era una fuente de información digna de confianza. Intervino en muchas de las innumerables filtraciones con las que se hicieron rápidas fortunas jugando al alza en el mercado de valores de los años cincuenta. De este modo ganaba bastante dinero, el suficiente para disfrutar de una buena vida.
Muero por dentro: Robert Silverberg | 1 |
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