Colisión de los mundos | Страница 9 | Онлайн-библиотека


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Con el corazón latiéndole alocadamente dentro del pecho, Bernard levantó los brazos en la forma indicada por Laurance. Ya sólo estaban a cincuenta pies de los extraños. Los extraterrestres ya se habían detenido. Bernard y Laurance aún continuaron avanzando deliberadamente, aunque con lentitud, bajo aquel sol ardiente.

Bernard estudió de cerca a los seres de piel azul. Daban la impresión de tener una talla parecida a los seres humanos, tal vez algo mayor, sobre seis pies y dos o tres pulgadas. Sólo vestían una especie de túnica de punto, de color amarillo, como si fuese su único ornamento alrededor de la cintura. Su piel azul brillaba con el sudor, lo que argumentaba en favor de que aquellos seres de otro mundo eran metabólicamente bastante parecidos a los terrestres. Sus ojos enormes se movían fácilmente mirando a uno y otro de los componentes del grupo terrestre y en todos sentidos demostrando no sólo la curiosidad, sino una «posible disposición de visión estereoscópica.

Por lo demás, parecían no tener nariz, como tal, sino unas aberturas estrechas en el lugar de tal apéndice facial recubiertas con unas aletas móviles. La boca aparecía desprovista de labios, y el rostro en general tenía una disposición aplastada, plana, dando la sensación de que la piel la tenían estirada sobre los huesos como la de un tambor.

Cuando hablaban uno al otro, Bernard captó la rápida visión de tener unos dientes rojos y una lengua tan azul, que prácticamente parecía negra. Por tanto, diferían de los hombres de la Tierra en la pigmentación de la piel y en otros detalles más bien menores; pero su diseño físico era a bulto el mismo, como si para la vida inteligente existiese una pauta general en el Universo, aunque matizada por otros factores. De nuevo una falta de elección, pensó Bernard con un despego filosófico que incluso le sorprendió, mientras que sus piernas temblorosas continuaban avanzando. El Universo da la impresión de una libre voluntad, pero en la realidad las grandes cosas sólo tienen una sola forma de ser.

Los brazos de aquellos seres extraños le fascinaron. El doble codo parecía un dispositivo mecánico de junta universal, capaz de poder girar en cualquier dirección imaginable, haciendo de aquellas criaturas seres capaces de hacer cosas fantásticas e improbables con semejantes brazos. Una perfecta obra de ingeniería fisiológica —siguió pensando Bernard—. Ese brazo combina todas las ventajas de un tentáculo sin huesos con las de un miembro rígido. Los de piel verde se parecían mucho a los azules, sus inspectores o capataces, excepto que eran sensiblemente más cortos de talla y su cuerpo era mucho más recio y potente. La impresión de que los verdes estaban concebidos para el trabajo y los azules para dirigirles era obvia.

Apareció un tercer tipo azul, cruzando diagonalmente desde la parte del establecimiento en construcción a reunirse con sus dos colegas. Los tres extraterrestres aguardaron inmóviles como estatuas de piedra, registrando en sus extraños rostros la impresión de una invasión imprevista. Cuando estuvieron ya a sólo diez pies de los extraños, Laurance se detuvo.

—Adelante —murmuró a Bernard—. Comuniqúese con ellos. Dígales que queremos ser amigos.

El sociólogo respiró profundamente con un hondo suspiro. Se hallaba irónicamente consciente de que habían llegado hasta allí, en aquel momento, mil años de estudios profundos del folklore para acercarse a un nivel de realidad y que aquél era el momento, el primero en todos los registros de la Historia, en que un hombre de la Tierra iba a ofrecer un saludo a un ser no humano.

Se sintió un poco atacado de vértigo. Su mente comenzó a girar. ¿Qué decir? Somos amigos. Llevadnos a vuestro Jefe. ¡Saludos, hombres de otro mundo!

Aquello era difícil, no tenía precedentes, pensó. Los viejos clichés se habían hecho tal precisamente porque eran tan condenadamente válidos. ¿Qué otra cosa se supone que puede decirse cuando se hace el primer contacto con una criatura no terrestre? Así y todo, Bernard se sintió consciente de su deber, y la frase y el gesto estereotipado, como más útil, se convirtió en historia.

Se tocó el pecho y apuntó hacia el cielo.

—Somos hombres de la Tierra —dijo, enunciando cada sílaba de sus palabras con una dolorosa crispación—. Venimos del cielo. Queremos ser sus amigos.

Tales palabras, por supuesto, no significarían absolutamente nada para aquellas criaturas no terrestres y sólo unos sonidos absurdos. Pero no había excusa para dejar de decir las palabras justas a pesar de todo…

Se apuntó hacia sí mismo una vez más y después hacia el cielo. Luego, dándose golpes en el pecho, dijo:

—Yo. —Y apuntando hacia los no terrestres, teniendo cuidado de no alarmarles, dijo—: Ustedes. Yo-ustedes. Yo-ustedes amigos.

Bernard sonrió, queriendo saber para sus adentros si tal vez el mostrar los dientes podría significar un símbolo de fiero desafío para los extraños. Aquello era mucho más difícil y delicado que el encuentro de dos separadas culturas de la vieja Tierra. Al menos la misma sangre corría por las venas de un antiguo capitán inglés que por las de un pirata polinesio o un jefe de tribu africana; existía el mismo fondo de común biología y remoto origen. Pero allí no. Ningún valor aceptado previamente tenía en tales instantes la menor aplicación.

Bernard esperó y, tras él, los otros ocho hombres de la Tierra compartiendo su tensión nerviosa. Miró fijamente a los abultados ojos del azul que tenía más cercano. Aquellos seres exhalaban un olor particular, no desagradable por cierto, aunque intenso. Bernard se preguntó cómo olerían ellos respecto a los no terrestres.

Con precaución extendió la mano.

—Amigo —dijo.

Se produjo un largo silencio. Después, vacilantemente, el de la piel azul levantó la mano, dirigiéndola hacia arriba con un movimiento fácil y sorprendente. El extraño miraba fijamente a su mano como si no formara parte de su cuerpo. Bernard la miró también rápidamente: tenía siete u ocho dedos con un pulgar pronunciadamente curvado. Cada dedo mostraba una uña azul de una pulgada de largura.

El extraterrestre se aproximó y, por un instante, la dura piel de su mano tocó la de Bernard. Después la dejó caer rápidamente.

Aquel ser produjo un extraño sonido. Podría muy bien haber sido un gruñido gutural de desafío, pero a Bernard le pareció que sonaba a algo así como «ahhhmiiiggok», y así lo consideró.

Sonriendo, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y repitió:

—Amigo. Yo-usted. Usted-yo. Amigo.

A sus oídos llegó la repetición, y esta vez era inequívoca.

—/Ahhhmiiiggok!

El extraterrestre empuñó la extendida mano de Bernard y la estrechó con fuerza. Bernard hizo una mueca de triunfo y satisfacción.

Para bien o para mal, se había realizado el primer contacto.

VII

Pasada una semana, ya pudo contarse con una especie de comunicación, aunque ruda y elemental.

Los no terrestres captaron la idea en el acto. Vieron, sin que fuese necesario ningún ruego, que uno u otro grupo tendría que aprender el lenguaje del contrario y que cuanto más pronto se hiciera, mucho mejor. No se planteó la cuestión de quién era el que aprendería la lengua del otro. Los no terrestres se expresaban en un lenguaje ampliamente modulado que implicaba variaciones en el timbre de la voz y en la intensidad, aparte, además, de las lógicas complejidades gramaticales, y resultó obvio que los terrestres habrían tenido que dislocarse las mandíbulas en el intento de reproducir aquellos chasquidos, silbidos y modulaciones del lenguaje no terrestre. Teniendo en cuenta la base fisiológica, era imposible para los hombres de la Tierra aprender el lenguaje de los extraños; por tanto, eran éstos los que tendrían que aprender el lenguaje terrestre.

Y procedieron sistemáticamente a hacerlo. Havig, como lingüista del grupo, tenía a su cargo tal misión, y durante muchas horas cada día fue fabricando una especie de charadas para demostrar y enseñar los verbos del lenguaje terrestre. A veces resultaba una labor de titán, capaz de volver loco a cualquiera, especialmente bajo el calor, que sobrepasaba los noventa grados la mayor parte del día; pero Havig, con una infinita paciencia y una tenacidad heroica, no dejó perder un momento y cargó con todo el trabajo.

—Es preciso enseñar los verbos, y el resto se aprende fácilmente —decía una y otra vez—. Los nombres no ofrecen dificultad; sólo hay que apuntar al objeto y obtener el nombre sustantivo correspondiente. Son los verbos los que es preciso enseñar primero. Especialmente los verbos abstractos.

La primera sesión se prolongó casi a las seis horas. Los tres pieles azules que parecían hallarse al frente de la colonia estaban sentados en cuclillas de forma peculiar, al parecer incómoda, con los talones rozando con la parte posterior de los muslos, mientras que Havig iba dándoles instrucciones, seguido por los terrestres que tenía a su alrededor, sudando de una forma terrible.

—¡Doblar, doblar! —Y el lingüista se volvía hacia los no terrestres, uniendo la acción a la palabra, encorvando y doblando su enorme cuerpo y repitiendo de nuevo—: Doblar.

—Do…blarrr —repetían los extraños por turno.

Parecía imposible que una lengua pudiese ser enseñada de semejante forma, pero aquellas criaturas de piel azul gozaban de una excelente memoria retentiva y Havig tomó su tarea de enseñarles como si constituyera su sagrada tarea en el Cosmos. Y para cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte oeste, ya se habían establecido claramente diversos conceptos verbales clave, tales como ser, construir, trabajar, andar… Al menos, Havig esperó que hubieran quedado establecidos. Parecía que sí, pero siempre quedaba la incertidumbre.

Los extraños parecían divertidos y encantados con su nuevo conocimiento. Se tocaban el pecho y exclamaban:

—Yo… norglan. Tú… terrestre.

—Yo terrestre. Nosotros… terrestres.

—Terrestres llegar. Cielo. Estrella.

Bernard se hallaba satisfecho. Por mucho que hubiera estado en desacuerdo con las ideas fundamentales de Havig respecto a las viejas culturas terrestres, además de sus particulares ideas del neopuritanismo de la época, tuvo que admitir que el lingüista había hecho un soberbio trabajo en aquellas primeras horas.

La noche se aproximaba y el calor del día evaporábase a toda prisa. Evidentemente, aquélla era la zona del planeta en que deberían ser más sensibles los contrastes dinámicos de las temperaturas, con la columna del mercurio subiendo y bajando en una medida extrema.

—Dígales que tenemos que marcharnos. Vea la forma de preguntarles si tienen alguna clase de vehículo y que nos lleven hasta nuestra astronave —dijo el Comandante al fin.

A Havig le costó quince minutos expresar tal idea con el auxilio de diversos movimientos del cuerpo y gesticulaciones de los brazos. Los pieles azules le escuchaban atentamente, repitiendo entonces más palabras con mucha mayor facilidad. Pero no parecían comprender bien. Bernard miró la decepcionante perspectiva de otra caminata de diez millas en dirección a la astronave con el frío y la oscuridad. Pero, finalmente, pareció surgir la adecuada chispa de comprensión. Uno de los pieles azules se puso en pie al instante con un rápido y casi imposible movimiento anatómico y gritó unas órdenes a un centinela verde que aguardaba.

Momentos más tarde, tres pequeños vehículos que parecían, en conjunto, muy similares a los de todo terreno de los terrestres llegaron al punto de reunión, conducido cada uno por un piel verde. Aquellos coches parecían unos escarabajos ovales, recubiertos en el exterior por lo que parecían ser planchas de cobre, y a una velocidad máxima de unas cuarenta millas por hora aproximadamente. Los pieles verdes conducían impasiblemente sin pronunciar una palabra, siguiendo simplemente la dirección que Laurance les iba señalando. Cuando llegaron a los arroyos y cursos de agua, pasaron sencillamente sobre ellos como pequeños tanques anfibios. El viaje de vuelta al XV-ftl les llevó menos de una hora, incluso teniendo en cuenta los largos rodeos que tuvieron que hacer frente a las infranqueables zonas de bosques. Cuando los hombres de la Tierra descendieron de aquellos vehículos, la noche había caído plenamente sobre aquel mundo. Se apreciaba una terrible quietud. Todo el clamor y el estallido de la vida que les había rodeado durante el día había desaparecido por completo a aquella hora. Unas brillantes y desconocidas constelaciones de estrellas refulgían en el cielo con las más extrañas configuraciones. Y una luna estaba surgiendo por el horizonte del este, una diminuta masa de roca rojiza que tal vez no tuviera más de cien millas de diámetro, comenzando a recorrer su paso silencioso en la noche. Pero lo hacía a una velocidad ostensible que contrastaba tan vivamente a los ojos de los humanos, acostumbrados desde los principios del Tiempo y del hombre a su suave paso por el cielo de la Tierra lejana.

Los pieles verdes se marcharon sin decir una sola palabra.

Los terrestres permanecieron igualmente silenciosos al saltar por la escalera metálica a bordo de la astronave. Había sido un largo día, fatigante y exhaustivo, y Bernard no pudo recordar en qué momento se había sentido más cansado. Jamás le había agotado tanto ninguna responsabilidad académica ni ninguna otra tribulación de su vida.

Pero aun sintiendo el peso de la enorme fatiga sufrida, que pesaba sobre todos los componentes del grupo, era imposible no sentir una profunda sensación de orgullo y la satisfacción de un deber bien cumplido. La Tierra había entrado en contacto con otra raza extraterrestre en aquel día memorable, con unas criaturas de otro mundo, y se había establecido una comunicación salvando el insondable abismo que les separaba.

En el interior de la astronave, Bernard buscó a Havig con cierta mala gana, pero con un deseo interior no menos imperativo. El neopuritano ni siquiera se había aflojado el apretado cuello de su traje negro, sino que se había dejado caer sobre su litera sin desnudarse. Bernard se le aproximó. Havig tenía los ojos abiertos, pero pareció no haber reparado en la presencia del sociólogo.

—¿Havig?

La mirada del neopuritano se dirigió hacia Bernard.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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