Colisión de los mundos | Страница 8 | Онлайн-библиотека


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—¿Cree que estemos llegando? —preguntó a Dominici.

El biofísico hizo una mueca de buen humor.

—¿Está usted bromeando? No hemos recorrido más de dos millas y media, tres a lo sumo. Vamos, Bernard, tómelo con calma. Hay mucho camino todavía por delante.

Bernard hizo un gesto resignado de asentimiento. Un paso de diez minutos por milla, era probablemente bastante bueno. Ciertamente que no habrían hecho más de dos millas… una quinta o sexta parte de la jornada. Y ya se sentía cansado…

Pero no había otra cosa que fastidiarse y seguir andando. El día apenas si había comenzado entonces; el cielo ya aparecía esplendoroso y el sol daba la impresión de hallarse escondido entre los árboles, presto a salir de entre el bosque. El aire se había recalentado considerablemente también, y la temperatura tenía que haber subido a 60 grados Fahrenheit. Bernard tuvo que desabotonarse la chaqueta. Comenzó a tomar sorbos de agua de su cantimplora, en la confianza de que le quedase bastante hasta el término del camino. La vez anterior, Laurance y sus hombres habían analizado el agua y hallaron que incuestionablemente era H2O, presumiblemente potable y perfectamente apta para ser bebida, como la de la Tierra.

Pero no había quedado tiempo para elaboradas comprobaciones respecto a la existencia de microorganismos. Aunque fuese improbable que un organismo no terrestre pudiese tener graves efectos sobre el metabolismo de un hombre; Bernard no quiso hacerse a la idea de tomar semejante riesgo.

Descansaron al fin de la primera hora de camino, apoyándose la espalda, una vez sentados en el suelo, contra los macizos troncos de unos árboles caídos.

—¿Cansados? —preguntó Laurance.

Stone hizo un gesto de aprobación. Bernard emitió una especie de bufido para repetir lo mismo. En los ojos de Laurance, apareció un parpadeo especial.

—Yo también lo estoy —admitió con la mayor naturalidad—; pero hay que seguir caminando.

El sol salió a pleno cielo definitivamente, a los pocos minutos de haber reemprendido el viaje. Aparecía radiante y esplendoroso, un joven sol en plena juventud de su naturaleza cósmica. La temperatura continuaba subiendo, seguramente debería estar en los 70°. Bernard calculó preocupado que para el mediodía debería llegar a los 90° seguramente. Y recordó la frase medieval: «Los perros locos y los ingleses salen a buscar el sol de mediodía.» Se tuvo que sonreír ante tal pensamiento. No más de una o dos veces pensó de sí mismo como inglés, aun habiendo nacido en Manchester y crecido en Londres. Aquél era otro efecto de la civilización de la transmateria; proporcionaba tan maravillosa movilidad, que en realidad nadie se consideraba ligado a ninguna nación, a ningún continente, ni siquiera al mundo. Sólo en algunos instantes muy pasajeros, se le ocurrió a Bernard considerarse a sí mismo como a un inglés y así, en cierta forma nebulosa, heredero de Alfredo, Guillermo o Ricardo Corazón de León, de Churchill o de otros famosos habitantes de lo que había sido la Inglaterra del distante pasado.

Los perros locos y los ingleses salen a buscar el sol a mediodía.

El doctor Martin Bernard se enjugó el sudor de la frente y haciendo un sombrío esfuerzo forzó a sus piernas a llevarle hacia adelante.

VI

La marcha llegó a hacerse algo puramente mecánico tras algún tiempo, y Bernard dejó de preocuparse y de tenerse lástima a sí mismo, concentrándose únicamente en reunir todas sus energías físicas y mentales en ir echando una pierna tras otra, una y otra vez. Las yardas se alargaron en millas y la distancia entre la astronave y el campamento de los extraterrestres fue encogiéndose y reduciéndose a menos. Nada como una caminata de diez millas a 70° u 80° de calor para enseñar a una «persona de la transmateria» qué es lo que significa de verdad, él concepto del tiempo, pensó Bernard. Lo estaba descubriendo entonces en su verdadera dimensión. La distancia significaba ir chorreando de sudor, sudor que caía por la cara, cegando los ojos; la distancia era el rozar cruel de las botas en los talones, el dolor de las articulaciones, de los huesos de los pies, las agujetas en los músculos. Y sólo era un trayecto de diez millas…

—Me gustaría saber qué tal es el Tecnarca como caminante —dijo Dominici irreverentemente.

—Tiene que serlo condenadamente bueno, más bien que lo contrario —murmuró Bernard—. Por eso es un Tecnarca. Tiene que ser capaz de sobrepasar a cualquiera en todas las cosas, tanto si es para caminar como tratar de la mecánica de los quanta.

—A pesar de eso, me gustaría verle por aquí sudando bajo este sol condenado, con… —Y el biofísico se detuvo—. Por allá se están deteniendo a la cabeza. Tal vez hayamos llegado ya.

—Espero que sea así. Hemos estado andando casi tres horas.

A la cabeza del grupo de marcha, la procesión se había detenido. Laurance y sus hombres, se habían parado en la cúspide de una colina suavemente escarpada. Peterszoon apuntaba con la mano a algún sitio y el Comandante hacía gestos aprobatorios con la cabeza.

Al fijarse en ellos, Bernard comprobó que estaban haciendo indicaciones de apuntar hacia el valle. Era el establecimiento extraterrestre.

La colonia estaba siendo construida sobre la ribera oeste de un río de rápida corriente de unas cien yardas de anchura. Estaba abrigado en aquel ancho y verde valle, que aparecía bordeado de un lado por el grupo de colinas sobre las que se hallaban los hombres de la Tierra y del otro, por una planicie extensa que se levantaba, poco a poco, en una ladera de poca pendiente hasta alcanzar una serie de redondeces que formaban al fin una cadena montañosa a varias millas de distancia.

En aquella colonia, una furiosa actividad parecía ser la nota dominante. Los seres extraterrestres se movían como insectos provistos de una fabulosa energía.

Ya habían construido seis hileras de edificios rematados por una cúpula, en forma radial y a partir de un edificio mucho mayor, como centro. El trabajo continuaba, más bien seguía como una olla a presión, sobre otras construcciones que extendían más los radios trazados. En la distancia, pequeñas nubes de polvo surgían al aire de tanto en tanto, según que aquellas criaturas procedentes de otro mundo, utilizaban lo que parecía ser un cierto dispositivo excavador de gran potencia y de desconocida fuente de energía, cavando en el terreno los cimientos para otros grupos de edificios en serie. A otros se les veía trabajando en un pozo en una zona de terreno más al interior de la ribera del río y hacia un lado de la colonia, mientras que otros grupos se arracimaban alrededor de una curiosa y extraña maquinaria —¿generadores? ¿Dínamos?— que en abultadas formaciones existían a lo ancho de la planicie.

A algunos miles de yardas hacia el norte de la principal escena de actividad se erigía imponente una nave del espacio, maciza y azulada, adoptando más bien la forma cilíndrica, pero extrañamente estriada y festoneada en su diseño superficial, proporcionando una inequívoca sensación de ser totalmente extraterrestre. La nave del espacio aparecía con sus escotillas abiertas de par en par, y los seres extraños que por allí pululaban entraban y salían sin cesar, extrayendo materiales sin duda almacenados en el interior.

Una vez pasado el primer efecto de sorpresa a la vista de la furiosa actividad energética de aquellas extrañas criaturas, Bernard concentró su atención en los propios seres extraterrestres, no sin un escalofrío. A aquella distancia, de algo más de quinientas yardas, resultaba difícil apreciarlos en detalle. Pero se apreciaba perfectamente que se mantenían erectos en dos piernas, como los seres humanos, y sólo la coloración de su piel y la singular libertad de movimientos de su doble codo en los brazos atestiguaba sin lugar a dudas su calidad de criaturas extraterrestres.

Comprobó también, poco a poco, que los había de dos clases: los verdes, que constituían la gran mayoría de la población. Éstos tenían el aspecto de ser una especie de capataces o vigilantes. ¿Una supremacía especial por el color de la piel tal vez? Tenía que ser interesante sociológicamente conocer aquellas especies que todavía practicaban el predominio del color de la piel. Quizás aquellos seres extraños se sentían sorprendidos al darse cuenta de la presencia de dos hombres negros y uno de raza amarilla en el Arconato que gobernaba la Tierra. Pero, fuese lo que fuese, lo evidente era que los azules parecían ser dueños de la situación, gritando órdenes a diestro y siniestro, y que apenas si podían ser oídas desde la cima de la colina en que ellos se hallaban. Y los verdes obedecían. La colonia parecía crecer a ojos vistas y estar siendo construida a una prisa casi irritante.

—Vamos a bajar por la colina y dirigirnos en línea recta hacia la colonia —dijo Laurance con calma y dominio de sí mismo—. Doctor Bernard, usted es el jefe nominal de las negociaciones, y es algo que no quiero discutir…, pero recuerde que yo soy el responsable de la seguridad de todos y mis instrucciones tienen que ser obedecidas finalmente sin hacer preguntas.

Le pareció a Bernard que Laurance se estaba arrogando demasiada responsabilidad para sí mismo en la expedición. El Tecnarca no había expresado abiertamente que Laurance fuese el jefe absoluto. Pero el sociólogo no estaba inclinado a disputar sobre el punto de la jefatura en aquella situación. Laurance parecía conocer lo que era mejor y Bernard creyó sentirse contento frente a tal perspectiva. Se humedeció los labios y miró hacia el valle. El Comandante continuó:

—La cosa más importante es recordar que bajo ningún aspecto hay que demostrar el menor signo de miedo. Doctor Bernard, vaya usted al frente conmigo. Dominici, Nakamura, Peterszoon, sígannos inmediatamente detrás. Después, Stone, Havig, Clive y Hernández. Así formaremos una especie de triángulo. Mantengamos esa formación, caminemos lentamente y con calma y, ocurra lo que ocurra, que nadie deje traslucir el menor signo de temor o tensión. —Laurance recorrió rápidamente el grupo de un vistazo, como si quisiera comprobar .el estado de valor del grupo.—. Si tienen un aspecto amenazador, sonrían ustedes. No descompongan su aspecto ni corran, a menos que nos ataquen abiertamente. Permanezcan en calma y recuerden que somos hombres de la Tierra, los primeros hombres que jamás hayan llegado a otro mundo y digan «¡Hola!». Bien, vamos; doctor Bernard, por favor, junto a mí. Adelante.

Bernard se unió a Laurance y comenzaron a descender por la colina con los demás siguiéndoles en el orden asignado por el Comandante. Mientras caminaba, Bernard intentó relajarse. Los hombros atrás, las piernas sueltas. ¡Quítate esa tirantez del cuello, Bernard! ¡La tensión interna se refleja al exterior! ¡Ten la apariencia de un hombre sereno!

Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo. De por sí ya tenía los huesos molidos por la larga caminata y la tableta de cloruro de sodio que había tomado no hacía mucho se lleva su tiempo para reponer la pérdida de sal que había excretado por el sudor durante la mañana. Sufría además de la tensión física propia de la fatiga y también la tensión mental, mucho mayor aún de tener conciencia de que se hallaba bajando por una colina, en un mundo extraño y en dirección a una colonia erigida por seres de otro mundo, inteligentes y que no tenían ni la más leve traza de ser «humanos».

Durante unos momentos pareció que aquellos seres extraños no repararan en absoluto en los cinco hombres de la Tierra que se dirigían hacia ellos. Estaban tan ocupados con sus construcciones, que ni siquiera levantaron los ojos de sus respectivas ocupaciones. Laurance y Bernard continuaron avanzando a paso firme sin decir nada, y ya habían cubierto quizás un centenar de pasos antes de que alguno de los extraterrestres reaccionase frente a su llegada.

La primera reacción se produjo cuando un trabajador, que desataba un haz de troncos, miró casualmente hacia los terrestres.

Aquel ser extraño pareció quedarse helado, mirando sin comprender hacia el grupo que avanzaba.

Después hizo un gesto, totalmente fuera de lo humano, a un compañero que se hallaba próximo.

—Acaban de vernos —murmuró Bernard.

—Ya lo sé —repuso Laurance—. Sigamos hacia ellos.

La consternación más profunda pareció extenderse entre aquellos trabajadores de piel verde. Virtualmente habían detenido el trabajo para mirar fijamente, inmóviles, a los recién llegados. Ya más cerca, Bernard pudo apreciar sus facciones y características; los ojos eran unas cosas inmensamente saltonas que les proporcionaban el aspecto del más increíble asombro, que tal vez no sintieran en su interior.

Pronto la atención recayó sobre uno de los de piel azul. Se aproximó para ver qué era lo que había detenido el trabajo de forma tan inusitada, y después, fijándose en los terrestres, hizo un gesto de ponerse a ambos lados del cuerpo sus brazos de doble codo, lo que probablemente podía significar un genuino signo de sorpresa.

Gritó algo incomprensible a otro de piel azul para que se aproximase a la zona de los trabajos, el cual se acercó al trote tras haber oído aquel rudo grito destemplado y gutural. Con evidente precaución, los dos extraños se dirigieron hacia los terrestres, dando cada paso con exquisito cuidado y obviamente alertas ante el peligro que aquella fantástica visita podía suponer, disponiéndose a una rápida retirada.

—Están asustados de nosotros, como nosotros lo estamos de ellos —oyó Bernard que decía Dominici tras él—. Tenemos seguramente que parecerles un horror de pesadilla que desciende de la colina.

Sólo un centenar de pies separaba ya a los dos grupos. Los demás extraterrestres habían cesado de trabajar en su totalidad, dejando caer sus herramientas; se arracimaron tras los dos individuos de piel azul, mirando fijamente con lo que parecía ser evidentemente aprensión frente a los hombres de la Tierra.

El sol caía inmisericorde; la camisa de Bernard era sólo un mojado emplasto contra su piel. Se dirigió a Laurence con un murmullo:

—Deberíamos hacerles algún gesto de amistad. En caso contrario, pueden volverse demasiado asustados y dispararnos de algún modo antes de que nos hallemos del lado seguro.

—Sí, de acuerdo —repuso el Comandante. Y en voz fuerte, sin volver la cabeza, gritó al grupo—: ¡Atención todos! Levanten las manos con las palmas hacia fuera. ¡Con calma! Eso podría convencerles de que venimos con intenciones pacíficas.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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