Colisión de los mundos | Страница 10 | Онлайн-библиотека


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—¿Qué ocurre?

Bernard vaciló, luchando interiormente ante la idea de establecer una conversación con el otro.

—Yo… sólo quería expresarle mi creencia y la satisfacción de que ha hecho usted un espléndido trabajo hoy. Hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, Havig, pero eso no impide en absoluto que le ofrezca mi más sincera felicitación por la forma en que ha conseguido usted tales resultados en la sesión de hoy con esos extraños seres. Sé reconocer un buen trabajo allí donde se produzca.

El neopuritano se incorporó a medias. Sus ojos grises miraron directamente a los más dulces de expresión y de azul claro de Bernard.

—No busco felicitaciones por mi trabajo, Bernard. Sea lo que haya podido llevar a cabo, he hecho sólo lo que Dios, por su virtud, ha querido que haga valiéndose de mí; por tanto, no hay ningún mérito que yo pueda considerar por pequeño que sea.

—Bueno, está bien. Dios ha actuado valiéndose de usted —replicó Bernard, sorprendiéndose de sus mismas palabras—. Pero sigo creyendo que hizo usted un trabajo formidable, magnífico y…

—No merezco su alabanza, Dr. Bernard. Pero reconozco y agradezco su gesto espiritual al ofrecérmela. —Entonces sonrió levemente—. Buenas noches, Dr. Bernard. —Y Havig volvió a tenderse a todo lo largo en su litera.

Bernard parpadeó maravillado. Se había sentido contento del esfuerzo realizado para felicitar al neopuritano, cosa que había considerado como un sacrificio de su propio orgullo personal.

Y aunque su gesto no había sido recibido con una completa repulsión, era evidente que Havig lo había considerado con una ostensible indiferencia. Bernard se sintió interiormente irritado. Y comenzó a decir algo.

Dominici le interrumpió amistosamente.

—Déjele solo, Bernard. Tanto él como usted caminan sin proponérselo en la misma dirección, recta y honrada. No fuerce las cosas ahora. ¿Qué espera que le diga: sonreírle y darle las gracias? Havig no cree realmente que se merece ninguna felicitación.

—Ha podido evitarme las palabras entonces —murmuró Bernard.

Se volvió y se dispuso a dormir. Havig, con los ojos cerrados, daba la impresión de haberse quedado ya dormido. Stone estaba tomando notas en una agenda y Dominici bañándose bajo la vibro-ducha de la cabina.

Bernard se desnudó y se unió al biofísico, situándose bajo la zona vigorizadora molecular de aquel chorro de iones que limpió de su cuerpo la suciedad y el sudor del día.

—No se tome la cosa a pecho porque no correspondiese cálidamente a su enhorabuena, Bernard —dijo Dominici—. Usted hizo lo correcto al felicitarle. Y él estuvo magnífico en su actuación con esos pieles azules.

—Sí, es cierto —convino Bernard—. Este hombre es un tipo congénitamente agrio como el vinagre.

No se ha portado conmigo con la más elemental forma de cortesía humana. Es…

—Havig cree honestamente que es un simple instrumento a través del cual Dios ha actuado hoy —dijo Dominici—. Creo que es mejor que olvide lo sucedido, que no cambie de actitud y que usted le haga pensar de forma diferente. Me parece que lo mejor es que se sienta agradecido por la forma en que ha actuado hoy allá y descanse tranquilamente.

Bernard se dejó caer en su litera e intentó relajarse. Intentó alejar de su mente a Havig, preguntándose una y otra vez qué clase de hombre era y cómo podía renunciar a todas las alegrías del vivir, a todos los placeres naturales y que tan sombríamente conducía su existencia, sin sonreír apenas jamás, yendo siempre vestido de negro. No había duda de que Havig había llevado a cabo un excelente trabajo, de una indiscutible primera categoría en su especialidad; pero ¿había de veras algo moralmente nocivo en aceptar la enhorabuena que se le había ofrecido tan humanamente? Tal vez, pensó Bernard, Havig era uno de esos hombres que son incapaces de aceptar cara a cara cualquier elogio sin sentirse profundamente confundidos, y de ahí que se escondiese bajo la máscara de una autosuficiencia con que su credo le proveía.

Bernard cerró los ojos, poniéndose las manos sobre ellos. Pensó por un momento en su propia vida cómoda, la vida que había dejado atrás, la vida que era tan diferente de la de Havig, como era fácil imaginarse. No había duda de que Havig la hubiera estimado como escandalosa, blasfema incluso tal vez, al gastar una tarde oyendo música, leyendo poesías y tomando un buen brandy a sorbos, cuyas horas podrían muy bien emplearse en la oración, la contemplación o la puesta en práctica de acciones caritativas.

Con todo, a pesar de su rígida, disciplina, no era mejor en su especialidad que Bernard en la suya; ni aun tomando en cuenta toda la indulgencia de Bernard, no era peor en su campo que Havig en el de la lingüística. Soy un hombre de vida fácil y hedonista; quizás un poco egoísta incluso, pero soy un buen hombre en mi campo de trabajo intelectual. Como Havig en el suyo, excepto cuando comienza a mezclar la propaganda con sus conclusiones. Para cimentar una cultura era indispensable tomar todo un completo espectro en mil matices con sus hombres correspondientes. Ponderó a Havig, queriendo saber qué es lo que había motivado su preocupación respecto a él, si era un fanático o si en él existía algo más y distinto.

Tras un rato, Bernard se quedó dormido.

Cuando despertó, lo hizo de mala gana. Nakamura se hallaba sobre su litera sacudiéndole sin contemplaciones.

—Es hora de levantarse, Dr. Bernard. — El sociólogo miraba fijamente al miembro de la tripulación, un tanto adormilado—. El Comandante Laurance dice que, por hoy, ya han dormido ustedes bastante.

El Comandante tenía, efectivamente, razón sobre el particular, tuvo que admitir Bernard; un vistazo al reloj le dijo que había dormido algo más de once horas. Pero le parecía sentir todavía la cabeza llena de telerañas, y tuvo que hacer un esfuerzo restregándose los ojos, como un chico, para sentirse completamente despierto.

Hacía ya una hora que había salido el sol. El día en aquel planeta era de veintiocho horas de tiempo absoluto con respecto al de la Tierra, más veintiocho minutos. Todavía soñoliento, Bernard se reunió con los demás para tomar el desayuno.

Laurance ya había dispuesto que se sacaran de la astronave los vehículos todo terreno. Al acabar el desayuno ordenó:

—Nos dividiremos en dos grupos. Clive, pilotará usted el número uno y le acompañarán Havig y Stone. Yo iré en él también. Hernández, tome usted el segundo, llevando a Bernard, Dominici, Peterszoon y Nakamura.

El viaje de ida al establecimiento extraterrestre les llevó aproximadamente una hora. Cuando los hombres de la Tierra llegaron a la colonia norglan comprobaron que la escena se parecía en mucho a la vista el día anterior; los constructores trabajaban frenéticamente como un enjambre de hormigas, con su fiera energía sin decaer lo más mínimo. Los tres pieles azules, que se habían hecho cargo de aprender el lenguaje terrestre, se aproximaron para saludarles, exhibiendo todo un vocabulario ya aprendido a guisa de saludo:

—Yo-ustedes. Viajar. Venir. Aquí. Nosotros-norglans. Ustedes-terrestres.

Bernard sonrió. En aquel momento la conversación tenía su tinte irónico, pero teniendo conciencia de que aquella especie de lenguaje casi silábico y elemental ya constituía un logro impresionante. Y sólo era el comienzo.

Tras otras tres horas de instrucción, un par de pieles verdes aparecieron un tanto vacilantes llevando una bandeja repleta de alimentos en unos platos amarillos y que aparecían a rebosar con una especie de filetes de carne de buen olor y unas botellas en forma de jarras de espesa arcilla curiosamente diseñada, con una especie de vino negro. Havig miró incierto al Comandante, quien le dijo:

—Rehúselo tan cortésmente como le sea posible. No tocaremos nada de eso en tanto Dominici no tenga la oportunidad de efectuar un análisis de esos alimentos.

El alimento fue cortésmente rechazado. Los hombres de la Tierra sacaron sus propios alimentos y Havig explicó de la mejor forma posible que podría no ser bueno para ellos el alimento norglan. Los extraterrestres parecieron comprender perfectamente la sugerencia al respecto.

Durante aquel día y el siguiente y el otro, Havig trabajó sin tomarse un momento de respiro, mientras que los hombres de la Tierra estaban aguardando, siendo de más o menos utilidad, excepto en sugerir una especie de charadas hechas con nuevos verbos. Bernard encontró aquellas lecciones tremendamente fatigantes, como para acabar con toda su paciencia. Había muy poco que pudiera hacer, excepto seguir expuesto a aquel sol terrible y contemplar el trabajo de Havig.

Aquel trabajo era increíble. Al quinto día, los norglans ya sabían reunir y expresar una serie muy plausible de frases y sentencias, manejando alrededor de quinientas palabras. Y aunque farfullaban se equivocaban o eventualmente las confundían u olvidaban alguna vez, resultaba evidente que eran unas criaturas dotadas de un fantástico poder de asimilación y de rápido aprendizaje. De cada seis palabras, cinco iban resultando bien hilvanadas y comprensibles. Y naturalmente, cuanto más amplia resultaba su riqueza de vocabulario, más fácil era seguir aprendiéndolo.

Al llegar el séptimo día, suficiente ya para una mutua comprensión y entendimiento, se iniciaron las negociaciones. La primera cuestión de la orden del día era establecer un lugar donde reunirse; el permanecer sentados por el suelo al aire libre con todo aquel frenético movimiento a su alrededor en la colonia no constituía ciertamente el lugar ideal. A. sugerencia de Havig, los norglans erigieron una tienda en medio de la zona de la colonia, en cuyo interior tuvieron lugar las futuras discusiones.

Cuando fue terminada la tienda, los hombres de la Tierra sonrieron aliviados. Una semana en aquel planeta les había quemado ya y tostado bien la piel. A los extraterrestres no parecía importarles mucho; sudaban, pero evidentemente su pigmentación les protegía de cualquier posible daño en sus tejidos celulares. Bernard, por otra parte, tenía el aspecto de una langosta. Dominici había comenzado a broncearse la piel y los demás miembros del grupo terrestre sufrían en más o en menos las molestias propias de su exposición a aquel ardiente sol.

Las negociaciones comenzaron en la mañana del noveno día. Stone, según habían decidido, no tomaría la palabra, dejando a Havig ser el portavoz del lenguaje convenientemente. Bernard haría las observaciones de tipo cultural y sociológico, Dominici las propias de la biofísica y de tal forma, los terrestres llegarían a un mejor entendimiento. El Tecnarca había elegido a sus hombres cuidadosamente.

En el interior de la tienda, se había dispuesto una mesa rudamente construida de madera. Los extraterrestres se quedaron en pie, al parecer no tenían la menor necesidad de asientos. Los terrestres, en el lado opuesto, adoptaron una posición de sentados con las piernas cruzadas. Havig comenzó:

—Este hombre de la Tierra se llama Stone. Él os hablará hoy.

El mayor en estatura de los tres norglans, quien se había identificado a sí mismo como Zagidh, sin que pudiera saberse si tal palabra significaba su nombre propio, o un título de dignidad o categoría, tomó la palabra.

—¿Ser piedra? ¿Yo tocar?.

Una mano de ocho dedos se alargó y agarró fuertemente el brazo de Stone. El diplomático se sintió alarmado por unos instantes; pero después le sonrió al norglan, estrechando a su vez el brazo extendido.

Zagidh soltó su mano y se quedó mirando fijamente a Stone.

—Stone, ser dura. Él no ser duro.

—Stone es una marca; no una descripción —explicó Havig.

El extraterrestre pareció embrollado durante unos momentos. Dominici murmuró:

—Tienes que echarle la culpa a tu nombre, Stone. Puede que nunca salvemos este punto porque no estás hecho de granito.

A Havig le llevó diez minutos explicar convenientemente la dificultad surgida y el que Zagidh pudiera entenderlo. Bernard pensó, que si un detalle tan poco importante les había proporcionado, de entrada, tal dificultad, ¿qué iba a ser el resto de las negociaciones?

Stone se lanzó con calma, procurando pronunciar las palabras lentamente y ayudado por Havig, a establecer un bosquejo fundamental de las negociaciones; pero tuvo éxito al fin, quedando bien entendido lo siguiente:

La Tierra era el núcleo de un Imperio Colonial.

El mundo de los norglans, donde quiera que estuviese, era un centro similar de expansión por el Universo.

Que era inevitable que alguna especie de conflicto resultaría entre dos sistemas planetarios en dinámica expansión.

Que, en consecuencia, era vital que allí y en aquel momento, se decidiese qué parte de la Galaxia debería ser reservada para los norglans y cuál para los terrestres.

Zagidh y sus compañeros, conferenciaron en su misterioso lenguaje respecto a aquellos cuatro puntos, y parecieron dar muestras de un completo entendimiento de lo que aquello significaba. Hubo una breve y férvida discusión entre los tres norglans, finalmente. Después el norglan situado a la izquierda de Zagidh hizo ademán de marcharse y los otros dos le siguieron, sin que antes Zagidh hiciera una extraña mueca que parecía ser adecuada a una declaración de mucha importancia. Con voz lenta y clara, dijo:

—Esto ser cuestión importante. Yo-nosotros no tener gran autoridad. Ustedes-nosotros no poder hablar más ahora. Otros-nosotros venir.

Aquellas frases parecieron haber agotado al norglan. La lengua se le enrolló en la boca y jadeó por el esfuerzo realizado. Se marcharon, dejando solos a los hombres de la Tierra.

VIII

—¿Qué creen ustedes que significa esto? —preguntó Stone sintiéndose incómodo. Hacía ya media hora que los norglans habían abandonado la tienda. Unos cuantos curiosos de piel verde habían pasado de tanto en tanto, lanzando rápidas miradas a los hombres de la Tierra; pero sus capataces de piel azul les habían gritado enérgicamente para que volvieran al trabajo y desde entonces, ya no habían vuelto a molestar más a los terrestres.

—Es evidente que Zagidh y sus amigos se han dado cuenta de que se las tienen que ver con algo demasiado grande para solucionarlo por sus propios medios —opinó Bernard—. Supongamos que ustedes fuesen unos administradores coloniales, ocupados en construir edificios y en hacer prospecciones de agua y que de pronto, se dejan caer del cielo unos seres extraños que les proponen una discusión para repartirse el Universo. ¿Se sentarían ustedes a redactar un tratado, por su sola cuenta… o darían cuenta al Arconato con la mayor rapidez que les fuese posible?

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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