Colisión de los mundos | Страница 7 | Онлайн-библиотека


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Cerrando los ojos, Bernard hizo un esfuerzo y esperó el momento de la toma de contacto con la superficie. Llegó poco después; dándose cuenta de que estaba algo mareado como un efecto retardado, seguramente a causa de las píldoras que para la deceleración le había entregado Nakamura en la última comida. Pero se despertó súbitamente, como sintiendo la premonición de la llegada y momentos después, sintió un ligero choque apenas perceptible. Aquello fue todo.

Se había realizado un aterrizaje perfecto.

La voz de Laurance, le llegó a través del intercomunicador de la cabina.

—Hemos aterrizado sin dificultades, caballeros.

Nuestro punto de toma de contacto se encuentra aproximadamente a unas diez o doce millas del establecimiento extraterrestre. El sol deberá salir de aquí a una hora poco más o menos. Abandonaremos la nave en cuanto se haya llevado a cabo la descontaminación.

La rutina de dicha operación, fue cuestión de pocos minutos. Después, una vez que todos los productos de la radiación incidentes en la toma de contacto fueron anulados, la escotilla de salida se deslizó suavemente hacia un lado y el aire de un nuevo mundo se filtró en la astronave.

Bernard se asomó al borde, respirando y comprobando el aire de aquel planeta sin nombre. Se parecía mucho al de la Tierra, aunque creyó apreciar que tenía un contenido ligeramente mayor de oxígeno, no como para amenazar la salud de un humano, sino más bien para proporcionar al aire una calidad más rica y saludable. Era casi como respirar un suave y enervante vino blanco. Sintió, tras haber inhalado aquel aire unas cuantas veces, una confianza que le había abandonado en las horas terribles que habían precedido al aterrizaje.

—Vamos, Dr. Bernard —le dijo Peterszoon desde abajo—. No podemos esperar todo el día.

—Ah, lo siento.

Se sintió un poco avergonzado y dándose prisa descendió por la escalera metálica de la astronave hasta el suelo. Los cinco hombres de la tripulación ya estaban allí. Stone, Dominici y Havig les habían seguido.

Una fresca brisa matutina, ligeramente fría, soplaba suavemente a través de la inmensa pradera en donde habían tomado contacto con aquel nuevo mundo. El cielo aparecía todavía gris, y unas cuantas estrellas, de las más brillantes, aún eran perceptibles. Pero ya asomaba por el oriente el rosado resplandor del amanecer. La temperatura la estimó Bernard en unos cincuenta grados lo cual prometía una mañana cálida. El aire tenía la transparente frescura que se encuentra en un mundo virgen donde se desconoce aún la vaharada de un horno artificial.

Podía muy bien haber sido igual a la propia Tierra en el siglo IX, pensó Bernard; pero existían diferencias sutiles; pero no menos positivas. La hierba que tenía bajo sus pies, sólo para tomar un ejemplo, surgía en tallos rectos y sus hojas de un verde azulado, triples en el mismo brote, se retorcían en una compleja estructura antes de seguir creciendo. Ninguna hierba de la Tierra había crecido de semejante forma.

Los árboles —unos gigantes de un verde oscuro y de doscientos pies de altura, con troncos de una docena de pies de espesor en la base—, también eran distintos. Del más próximo, colgaban unas piñas de tres pies de longitud; la corteza era de un amarillo pálido con estrías horizontales y sus hojas anchas y de un verde brillante, como cuchillos, tenían un pie de largo por dos pulgadas de anchura. Los grillos pululaban por el suelo; pero cuando Bernard se fijó detenidamente en uno de ellos, lo que vio fue una grotesca criatura de tres o cuatro pulgadas de longitud de color verde, con unos ojos saltones dorados y un pequeño y salvaje pico. Unas grandes setas ovales con una masa carnosa como remate en la parte superior, de casi un pie o más de diámetro, surgían por todas partes en la inmensa pradera, de un púrpura brillante contra el verde azulado de la vegetación. Dominici se arrodilló para tocar una de ellas y al tocar levemente con un dedo en el hongo, pareció desvanecerse como un sueño.

Durante un breve rato, nadie dijo una palabra. Bernard sintió una especie de extraño temor, sabiendo que los otros estaban compartiéndolo con él; era la maravilla de poner el pie en un planeta donde el género humano y la civilización no habían todavía comenzado a efectuar cambios en su apariencia. Era un planeta virginal, tal y como había quedado al salir de las manos de su Hacedor. Incluso un incrédulo como Bernard, escéptico y racionalista, no podía encontrar respuesta alguna a sus mudas preguntas.

Los hombres de la expedición permanecieron silenciosos, oyendo solamente la fresca brisa silbar suavemente entre aquellos enormes árboles, la armoniosa e invisible sinfonía de los grillos y los gritos de los pájaros, tampoco conocidos, que despertaban hambrientos saludando al nuevo día, mezclado todo ello con algún grito tenso y extraño enterrado allá en lo profundo del bosque que se extendía en una gran faja de verdor hacia el sur.

Después, la maravilla se desvaneció.

Aquel mundo no estaba realmente en estado virginal, pensó Bernard. La raza humana no había instalado ninguna colonia todavía… pero otros lo habían hecho.

En su mente surgió el desagradable pensamiento por el recuerdo del propósito que les había llevado hasta allí, entre aquella belleza primitiva. La expresión de Bernard se oscureció. ¿Cómo un mundo tan encantador como aquél podía ser una amenaza para la Tierra? Pero la amenaza no consistía en el mundo en sí mismo… Simbolizaba sencillamente la amenaza de dos culturas en colisión.

Laurance interrumpió su estado de ánimo, diciendo quieta, aunque enérgicamente:

—Nos dirigiremos al poblado a pie. Hay dos vehículos todo terreno en la astronave; pero no voy a utilizarlos.

—¿Y es necesaria esa caminata? —preguntó Bernard.

—Creo que sí —replicó Laurance, sin ocultar demasiado bien su disgusto por la afición a la comodidad de Bernard—. Creo que daríamos demasiado la impresión de una invasión armada hacia esos extraterrestres, si llegamos rodando en los vehículos. Nunca podríamos tener una oportunidad para causarles una impresión amistosa.

—En tal caso, ¿qué hay respecto a las armas? —preguntó Dominici—. ¿Tiene usted suficientes de repuesto para los cuatro? Si tenemos que defendernos, entonces…

—¿Armas? —replicó interrumpiendo bruscamente el Comandante—. ¿Espera usted realmente que llevemos armas?

—Bien… —farfulló el biofísico, vacilante por el tono de Laurance—. Por supuesto que deberíamos ir armados, aunque sólo fuese como una medida de precaución. Son criaturas extraterrestres… usted mismo ha reconocido que podrían sobresaltarse al aproximarnos…

Laurance se palpó la pistola magnum que llevaba al costado.

—Yo llevaré la única arma que necesitamos.

—Pero…

—Si esos extraños reaccionan hostilmente —continuó Laurance secamente—, todos vamos a convertirnos en mártires de la causa de la diplomacia de la Tierra. Quiero que todos y cada uno se reconcilien con esta idea por completo, aquí y ahora. Prefiero que todos seamos reducidos a cenizas por las armas de esos extraterrestres, mucho más que tener que correr el riesgo de que se le vaya la mano a alguno y comience a disparar, sólo porque pierda el control de sus nervios. No es prudente, desde luego, llevar a cabo una jornada de diez millas a pie sin alguna especie de arma defensiva y por un territorio desconocido. Por eso llevo esto. Pero no puedo permitir que irrumpamos en ese campamento de criaturas de otro mundo con el aspecto de un grupo armado. —Miró a su alrededor, para ir a detenerse con la mirada en Dominici—. ¿Está eso perfectamente claro?

Nadie replicó. Sintiéndose incómodo, Bernard se rascó la barbilla y se esforzó en dar el aspecto de un hombre que se ha hecho a la idea del martirio. Pero no lo estaba.

—No hay objecciones —dijo Laurance, más relajado—. Está bien. De acuerdo. Yo llevaré la pistola magnum; yo me responsabilizo de todas las consecuencias de llevarla a la cintura. Pueden ustedes estar seguros de que no me preocupa tanto mi supervivencia, como el que cualquiera pueda cometer una acción imprudente. ¿Alguna pregunta?

No oyendo ninguna, Laurance se encogió de hombros.

—Muy bien. Adelante, pues. Se volvió, comprobando su posición mediante una diminuta brújula que junto con otros aparatos indicadores llevaba insertos en la manga de su chaquetón de cuero y se dirigió hacia el norte. Y sin otro preámbulo, comenzó a andar en aquella dirección.

Nakamura y Peterszoon, le siguieron sin pronunciar una palabra. Clive y Hernández siguieron inmediatamente. Los cinco hombres acometieron el camino a buen paso, sin volverse ninguno a comprobar si los negociadores les seguían.

Bernard se decidió el primero a seguir a aquellos cinco hombres del espacio que ya comenzaban a alejarse, con Dominici a su lado. Les seguía Stone, con Havig con su aire reservado y severo, como de costumbre, a la retaguardia del grupo.

—No parecen tratarnos como si fuésemos personas importantes —se quejó Bernard a Dominici—. Parecen olvidar que nosotros somos la razón de que ellos se encuentren aquí.

—No lo olvidan —observó Dominici—. Sencillamente es que sienten un cierto desprecio por un equipo de hombres perezosos como nosotros. En cierta forma, se resienten de nuestra existencia. «Gente de la transmateria» suelen llamarnos, con una especie de arrogancia en la voz al decirlo. Como si es que hubiese algo moralmente reprobable en tomar el camino más rápido que exista entre dos puntos…

—Sólo hasta donde eso debilita al cuerpo en su capacidad de resistencia —opinó Havig con calma desde atrás—. Cualquier cosa que nos haga menos a propósito para soportar el paso de las dificultades de la existencia terrestre, es moralmente reprobable.

—El utilizar la transmateria, engendra realmente en nosotros un mal hábito —dijo entonces Bernard, sorprendiéndose de hallarse por primera vez de acuerdo con Havig—. Perdemos el sentido de la apreciación del universo. Desde que se inventó la transmateria, hemos olvidado totalmente cuál es el hecho que en realidad significa la distancia. Hemos dejado de pensar ya en el tiempo como función de la distancia; pero ellos no. Y por extensión y consecuencia, el hecho de que no podamos controlar nuestra impaciencia, nos hace aparecer ante los ojos de esos hombres del espacio, como hombres débiles y asustadizos.

—Y todos nosotros, débiles a los ojos de Dios —dijo Havig—. Pero algunos de nosotros, estamos mejor preparados para ir hacia Él que otros.

—¡Cállese ya! —gritó Dominici aunque sin rencor—. Todos podemos acudir a Su presencia en muy poco tiempo. No me lo recuerde…

—¿Es que tiene usted miedo de morir?

—Sólo me preocupa el pensamiento de no haber hecho todas las cosas que me hubiera gustado hacer —repuso Dominici—. Bien, dejémonos de tópicos.

—Sí, mejor es cambiar de conversación —apuntó Bernard con vehemencia—. Ese filósofo de una sola idea que llevamos atrás, no tiene otra manía que recordar su especialísima forma de ver la piedad, y…

—Observen —murmuró en son de aviso Stone.

Todos permanecieron silenciosos. El sendero que seguían se inclinaba hacia arriba ligeramente y a despecho del extra porcentaje de oxígeno en el aire, Bernard se sintió jadeando como si realizase un enorme esfuerzo. A Bernard le parecía haberse sentido un hombre fuerte por haber realizado algunos ejercicios importantes, al dar largos paseos en una casa de Djakarta; pero entonces descubrió rápidamente la mesurable diferencia fisiológica entre hacer algunos ejercicios en un gimnasio, en condiciones de relajamiento, y el tener que efectuar una subida por una colina de un mundo extraño a la Tierra.

Una especie de toxinas de ansiedad, comenzaban a correrle en el interior de su cuerpo entonces. El veneno del temor se añadía a la fatiga de sus músculos, reduciendo su capacidad física. Se dejó caer por un momento, dejando que Dominici le sobrepasara. A poco, dio un traspiés y Havig le sostuvo por el codo para rehacerse; cuando miró al que le había ayudado, vio la mueca bondadosa del neopuritano que le decía con su voz en calma:

—Amigo mío, todos damos algún traspiés en nuestro camino.

Bernard se hallaba demasiado confuso para contestarle. Havig parecía tener una fantástica capacidad para convertir cualquier incidente, por pequeño que fuese, en toda una homilía. ¿O sería que Havig estuviera remedándole en su sentido del humor? Pero no, Havig era incapaz de poseer el menor sentido del humor en su inmensa corpulencia humana.

Cuando decía algo, es que de veras y honradamente, lo sentía.

Bernard hizo un esfuerzo y continuó adelante. Laurance y sus hombres, siempre al frente, no parecían sentir la menor sensación de fatiga. Parecían caminar con botas de siete leguas, abriendo paso entre la maraña de matorrales y arbustos que parecía a veces impasables; a veces desviándose diestramente para dar la vuelta a algún árbol caído o bien pateando con fuerza manojos de aquellos enormes hongos, o sorteando impasiblemente pequeñas corrientes de agua que les llegaban por encima de los tobillos, cubriéndoles las botas.

Bernard estaba ya perdiendo toda apreciación de la salvaje belleza de aquel nuevo mundo. Hasta la propia belleza puede molestar, especialmente bajo determinadas circunstancias de falta de confort. La brillante gloria de las flores purpúreas de casi un pie que le rodeaban por doquier, junto con otras no menos hermosas y extrañas, realmente fascinantes, dejaron de llamarle la atención. La esbelta gracia de unas criaturas parecidas a un gato que saltaban en graciosos saltos al paso, como unas ráfagas flamígeras, dejó de gustarle totalmente. Los agudos o roncos chillidos de los misteriosos pájaros de aquellos enormes árboles, dejaron de parecerle divertidos, más bien los creyó insultantes.

Bernard no había comprobado nunca, en ninguna forma racional, lo que el terminó abstracto de «diez millas» significaba traducido en pasos, uno tras otro, pero efectuados por el esfuerzo corporal. Sentía los pies doloridos, agujetas en los músculos de las pantorrillas, dolores, molestos en todo su cuerpo y la embotada sensación de que iba siendo arrastrado. Y apenas si habían comenzado a caminar, pensó sombríamente. Se sentía casi próximo al colapso, tras media hora de marcha.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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