Colisión de los mundos | Страница 6 | Онлайн-библиотека
—Yo no he exagerado el temor por esos hombres. Fueron elegidos entre el género humano —continuó el neopuritano.
—Sí —repuso Bernard—. Escogidos en los primeros años de sus vidas y entrenadas durante décadas en el arte de gobernar, antes de que eventualmente lleguen al Arconato. Es obviamente un buen sistema, en realidad, el primer sistema realmente eficaz que jamás haya tenido la Tierra. Pero el Comandante Laurance, aquí presente, me imagino que no ha venido para discutir sobre las aptitudes del Tecnarca.
—No, claro que no —repuso Laurance con una grave sonrisa—. Todo lo que he querido decirles, es que la astronave marcha perfectamente, que comeremos dentro de media hora y que esperamos estar en las proximidades de la estrella NGCR 185.143 en… bueno, en diecisiete horas, más o menos algunos segundos. —Laurance hizo una pausa para consolidar y dejar sentir su dominio sobre el grupo. Después añadió—: Ah. Mr. Clive me ha informado de que ha presenciado alguna disputa entre ustedes.
Bernard enrojeció. Estaba comenzando a leer un principio de desdén en los ojos del Comandante, producido por la disputa académica surgida en la cabina.
Como anteriormente, el diplomático Stone, surgió en el momento preciso para suavizar la incipiente tirantez producida.
—Bueno… hemos tenido algunos desacuerdos de poca importancia, Comandante. Sólo han sido pequeñas diferencias de opinión.
—Lo comprendo, caballeros —repuso Laurance en tono cortés; aunque tras la suavidad de aquella cortesía, se palpaba la dureza del acero—. Debo recordarles que se les ha confiado una gran responsabilidad. Espero que arreglen ustedes esas… «pequeñas diferencias» antes de que lleguemos a nuestro destino.
—De hecho, ya han terminado —dijo Stone.
—Me parece muy bien. —Y Laurance se dirigió hacia la puerta—. Encontrarán ustedes un paquete de comprimidos ansiolíticos en el botiquín médico ahí a la izquierda, en caso de que sus «diferencias» continúen y lleguen a constituir un serio problema. Les espero en la cocina de proa dentro de media hora.
Se produjo un silencio expectante, una vez se hubo marchado Laurance. Dominici dijo entonces:
—Este tipo habla con el mismo tono de realeza que el Tecnarca, ¿no les parece?
—Tal vez Laurance ha sido un discípulo entrenado que no llegó a obtener el grado de Arconte —sugirió Stone. Como le sucedía a él mismo, entrenado igualmente para un alto cargo, el Arconato de los Asuntos Coloniales, Stone podría haber esperado saber algo de la íntima historia de la forma de maniobrar en tal alto oficio.
Pero Bernard, dijo:
—Realmente no lo creo así. McKenzie no confiaría algo de semejante importancia a otra persona, con la menor sospecha de que pudiese existir alguna rivalidad. Por cuanto sé, creo estar seguro de que Laurance es uno de los hombres de la próxima generación que algún día sucederá a McKenzie.
—¿Y cree usted que McKenzie arriesgaría a este posible sucesor en un vuelo tan peligroso como éste? —preguntó Dominici profundamente interesado.
—Un Tecnarca tiene que estar forjado en el crisol del peligro —observó Havig—. Si Laurance no pudiera sobrevivir a un viaje en el espacio, ¿cómo lo haría bajo las tensiones de tan alto cargo? Éste puede ser muy bien un viaje de prueba.
—Sí, creo que eso es perfectamente posible —admitió Stone reflexivamente.
No se produjeron más especulaciones al respecto. La tensión y la incertidumbre de la tarea que tenían ante ellos, oscureció la conversación, haciéndoles a todos más tensos y responsables.
Transcurrida media hora, los cuatro subieron a la cocina a tomar un poco de comida. El menú estaba compuesto de alimentos sintéticos, por supuesto; pero preparados amorosamente por Nakamura y Hernández, que dedicaban al arte culinario la misma atención y el cariño que otros hombres ponían en escribir versos. Tras la comida, los cuatro pasajeros volvieron a su cabina. Quedaban por delante más de dieciséis horas en aquel fabuloso salto en el hiperespacio, para llegar a su punto de destino. El tiempo parecía arrastrarse como un gusano en su tremenda lentitud, más bien les parecía que tenían ante sí dieciséis años para cumplir el objetivo de tan largo viaje por el universo.
Bernard tomó asiento en su cojín especial de aceleración e intentó leer; pero le resultó inútil. Una serie de absurdos pensamientos de inminente peligro se interponían entre su mente y el libro. Las palabras danzaban sobre las páginas y las delicadas imágenes poéticas de Suyamo, en sus clásicos versos, se entremezclaban en una borrosa confusión. Con súbito disgusto, Bernard cerró el libro de golpe.
Cerró los ojos. Tras un rato, y poco a poco, fue cayendo en un sueño difícil e intranquilo, que acabó prolongándose. Algún tiempo después, se despertó lentamente. Un vistazo al reloj de la cabina, le mostró que sólo quedaban cuatro horas para la transición al espacio normal; lo que le demostró que había dormido casi doce horas de un tirón. Aquello le sorprendió. No había imaginado el haberse hallado tan fatigado, como para haber permanecido dormido tanto tiempo.
Miró alrededor de la cabina. Dominici seguía dormido con los ojos cerrados y los labios contorsionados en una mueca singular. Se retorcía intranquilo y cambiaba de posición mientras dormía; no cabía duda que tenía un mal sueño. Bernard se preguntó si a él le habría ocurrido cosa parecida.
Cerca de donde se encontraba, Stone permanecía mirando por la claraboya a aquella nada del exterior. Comprobando que Bernard estaba despierto, Stone se volvió y le dirigió un guiño amistoso, volviéndose de nuevo a su contemplación absurda de la nada existente en el no-espacio.
Solamente Havig daba la impresión de hallarse en completa paz consigo mismo y con el misterioso entorno del exterior de la astronave. El hombretón estaba apoyado contra la pared metálica de la cabina y sus largas piernas relajadas en un raro gesto de reposo. Sobre sus piernas yacía un libro. Un libro de oraciones, pensó Bernard, probablemente. El neopuritano volvía una página tras otra parsimoniosamente, haciendo gestos de aprobación y sonriendo ocasionalmente. Parecía no darse cuenta de quienes le rodeaban, ni prestar atención alguna a nadie. Aquella profunda tranquilidad de Havig, tuvo la virtud de irritar a Bernard de una forma inconsciente.
Bernard forzó su mente a detenerse a pensar respecto a las fricciones que se habían producido en aquella cabina y ponderar la enigmática naturaleza de los seres extraños que le esperaban en las lejanías del espacio.
Había visto sus fotografías, en color y tridimensionales, y de tal forma, tenía cuando menos una idea aproximada de cómo apreciarlos físicamente. Pero con todo, quiso anticipar de algún modo cómo se produciría el encuentro que yacía dentro de la más completa incertidumbre. ¿Sería posible un contacto aunque fuese de la más simple forma? Y si aquellas criaturas pudiesen hablar y expresarse en sonidos y eventualmente llegarse a comprender mutuamente, ¿sería posible llegar a cualquier tipo de arreglo? ¿O estaría la civilización del Hombre condenada a ser arrasada por una guerra interestelar que enterrase en el polvo y el olvido los siglos de paz impuestos por la sabiduría del Arconato?
El resurgimiento de la oligarquía, pensó Bernard, había acabado con la confusión y la duda de los Años de la Pesadilla. Pero… ¿qué ocurriría si aquellos extraños seres de otro planeta rehusaban acceder y suscribir a un tratado de paz? ¿De qué serviría entonces la inmensa fuerza del Arconato?
No obtuvo respuestas para ninguna de aquellas preguntas. Se forzó nuevamente a concentrarse en la lectura. Las horas seguían pasando, hasta que el gong volvió a sonar, como anunciando el Apocalipsis.
El sonido vibrante del gong se desvaneció. La transición se había llevado a cabo.
La pantalla visora de la cabina, volvió a resurgir en una vida esplendorosa de luz. Nuevas constelaciones, nuevos enjambres estelares, totalmente desconocidos desde la Tierra, tal vez existiendo entre ellos un diminuto puntito de luz que fuese el Sol de la patria lejana.
Y suspendida en el vacío ante ellos, como un globo resplandeciente, apareció un sol dorado-amarillo oscurecido por las sombras de los planetas que cruzaban en tránsito su disco de fuego y de luz.
V
La nave se lanzó «hacia abajo», atravesando y cortando el plano de la eclíptica para hallar la órbita del cuarto de los once planetas de aquel sistema solar, con su estrella amarillo-dorada. Adoptando una órbita de unas quinientas cincuenta millas de altura sobre el planeta, el XV-ftl realizó cuatro órbitas a su alrededor, antes de localizar el establecimiento extraterrestre. En aquel momento, quedaba en la parte oscurecida del planeta. Por el paso de luz observado en el giro de aquel cuerpo celeste, el Comandante obtuvo la conclusión de que el establecimiento procedente de otros mundos, no se hallaba a muchas horas del amanecer.
En la cabina de atrás, Martin Bernard y sus colegas negociadores yacían con sus cinturones de seguridad, escudados contra el choque atmosférico propio del aterrizaje, esperando que fuesen terminando los minutos que aún quedaban al XV-ftl para terminar la serie de espirales que le iban conduciendo al lugar preciso dentro de la oscuridad existente bajo ellos. Bernard se sintió extrañamente desamparado como una criatura, conforme el aparato iba reduciendo sus órbitas de aterrizaje.
Sintió una fuerte opresión en el estómago. Su vida, todas las vidas allí presentes, estaban en manos de cinco hombres cansados y con los ojos enrojecidos por una terrible fatiga. Un cálculo mal hecho por la computación de cualquiera de ellos, y todos se estrellarían contra la superficie del planeta, de aquel planeta desconocido y sin nombre que tenían debajo a cincuenta mil millas por segundo. O podrían pasar de largo, perdiendo su objetivo, para tener que volver nuevamente a otra enervante maniobra en idéntico sentido.
Bernard torció la cabeza hasta encontrarse con la mirada de Stone. La sonrosada cara del diplomático estaba pálida y brillante por el sudor. Pero hizo un esfuerzo para devolverle un guiño amistoso.
—Creo que no me van muy bien los viajes por el espacio —dijo Bernard—. ¿Y a usted, que tal le van?
—A mí que me proporcionen siempre los viajes por la transmateria —murmuró Stone—. Pero creo que no hemos podido elegir mucho en este viaje, ¿eh?
—No, creo que no, tiene usted razón.
Se volvió silencioso de nuevo, recordando de nuevo también qué poco alcance tiene la libre acción para un ser humano. Aquella sombría idea determinista, le había martilleado la mente desde sus días de estudiante de bachillerato, cuando había comenzado a enfrentarse a poco con las series de ecuaciones sociométricas sin respuesta que cubrían la mayor parte de la conducta y de las acciones humanas.
La astronave comenzó a atravesar la envolvente atmosférica del planeta. Resultó una caída hábil y maestra en manos de aquellos magníficos astronautas, aunque difícil y Bernard se sintió agradecido de hallarse tumbado sobre aquella especie de cuna protectora. Nunca se había imaginado que un viaje por el espacio tuviese sus inconvenientes como los que entonces estaba padeciendo y sus aspectos crudos y difíciles. Un aparato de transmateria era algo fácil, instantáneo y limpio, agudo como el filo de una hoja de afeitar; se entraba en él, y se salía al otro extremo receptor en una fracción de segundo. Y sin tener que sufrir las fatigantes fuerzas de la aceleración y la deceleración, los cambios de velocidades y los juegos terribles de las reacciones contra diversas acciones iguales; pero opuestas.
Sonrió, dándose cuenta de cuan poco sabía de los problemas físicos de los viajes por el espacio. Él, que había empleado su luna de miel en un encantador planeta verde en el sistema de la estrella Sirio y que había gozado de algunas vacaciones en planetas de la Beta del Centauro, en Bellatrix y en la Eta de la Osa Mayor, se sentía tan ignorante de los hechos astronómicos del universo como la mayor parte de los estudiantes que construían sus primeros modelos de naves cohete. Tenía que reprochárselo a la transmateria. Nadie se preocupaba de saber cómo funcionaba una astronave, cuando resultaba tan fácil entrar en los receptáculos del transmisor de materia con su verde fosforescencia y sentirse al instante en mundos alejados en años luz de distancia por el universo.
Bernard miró el planeta que crecía a ojos vistas a través de la claraboya. Se hallaban demasiado próximos para verlo como una esfera; se aparecía tremendamente aplanado y una gran parte de su masa escapada del ángulo de visión de la escotilla de observación.
Conforme el XV-ftl pasaba como una flecha por el lado iluminado por el sol, Bernard fue captando la vista de grandes continentes rodeados por las manchas azuladas de sus mares. Todo aparecía quieto, incluso las grandes nubes existentes allá abajo y la zona negra de una tormenta o un ciclón. Después, volvieron a sumergirse en la noche, donde apenas podían distinguirse sombras poco definidas.
Emergiendo del lado del día otra vez, Bernard pudo observar más claramente, por la proximidad, los plateados cursos de sus ríos y la perspectiva de sus cadenas montañosas. Un gran curso fluvial, parecía atravesar diagonalmente el mayor de los continentes, como un canal que hubiera sido construido desde el nordeste al sudoeste, proliferando en cientos de corrientes menores. Unas enormes montañas surgían en el lejano oeste y hacia el norte. La mayor parte de los continentes, aparecían de un verde oscuro, matizándose en tonos más sombríos hacia el norte y en las tierras altas.
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