Colisión de los mundos | Страница 5 | Онлайн-библиотека
Los cuatro hombres habían sido alojados juntos en el compartimiento posterior de la esbelta nave. El Comandante Laurance y sus hombres estaban alojados en la parte delantera. Cuando hubo terminado el período de aceleración, Bernard subió hacia arriba para observar su trabajo. Era algo así como observar a ciertos sacerdotes de algún arcano rito. Laurance permanecía en el centro del panel de control como un árbol erguido en una tormenta, mientras que los demás, a su alrededor, llevaban adelante sus trabajos con la furia de una rabiosa energía. Nakamura, con los ojos recubiertos por el ocular de un dispositivo de astronavegación, recitaba cifras a Clive; Clive los integraba pasándolos a Hernández, quien a su vez los alimentaba dentro de una computadora. Peterszoon los correlacionaba; y Laurance finalmente, coordinaba. Cada hombre tenía su trabajo específico y todos lo ejecutaban igualmente bien. Bernard se alejó, impresionado por su aguda eficiencia y como sintiendo el temor de un laico frente a algo sagrado.
«No hay duda que piensan que todo eso es tan misterioso como escribir un soneto o formular un teorema de sociometría», pensó. La complejidad es todo una cuestión de punto de vista. Una situación especial de la filosofía relativística.
Las horas fueron pasando sin piedad. En algún momento más tarde de aquel «día» en el espacio, cuando los cuatro pasajeros se hallaban ya a punto de perder sus nervios, se abrió la puerta de su compartimiento y el miembro de la tripulación llamado Clive, entró.
Era un hombre de no gran talla, como si estuviera construido a escala reducida, con un rostro juvenil y burlón y unos cabellos extrañamente grises. Sonrió y dijo:
—Estamos pasando por la órbita de Plutón. El Comandante Laurance me encarga que les diga que a partir de ahora y en cualquier momento se hará la conversión del tiempo-masa.
—¿Habrá alguna advertencia… o sencillamente ocurrirá? —preguntó Dominici.
—Lo sabrán ustedes. Sonará un gong. No deben perder esa señal.
—Gracias a Dios que salimos del sistema solar —exclamó Bernard fervientemente—. Creo que la primera singladura del viaje iba a durar para siempre…
Clive emitió una risita entre dientes.
—¿Se ha dado usted cuenta de que ha cubierto seis mil millones de kilómetros en menos de un día?
—Aún así me parece demasiado tiempo.
—Pues los hombres del espacio medievales hubieran estado encantados de haber llegado a Marte en un año —dijo Clive—. ¿Le parece poco? Debería meditar un poco lo que significa la propulsión plasmática en un salto entre las estrellas. Como cinco años en una pequeña astronave, hasta poder plantar un dispositivo de transmateria por ejemplo en Betelgeuze XXIX.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos en el hiper-espacio? —preguntó Stone.
—Diez y siete horas. Después se llevará algunas pocas horas en decelerar. Puede considerar un día completo entre este momento y el del aterrizaje de nuestro objetivo. —El hombrecito mostró sus dientes amarillos—. ¡Trate de imaginarlo! ¡Un día y medio en cubrir diez mil años luz y aún se quejan!
Soltó una carcajada de resignación, se golpeó el muslo con la palma de la mano y se dispuso a marcharse. Bernard y los otros observaron al tripulante sin comentario alguno. Clive volvió a ponerse serio.
—Recuerden: cuando oigan el gong, estaremos haciendo la conversión.
—¿Deberemos sujetarnos con los cinturones de seguridad?
Clive denegó con un gesto.
—No hay cambio en la velocidad; no sentirán ustedes ningún tirón. —Entonces hizo un guiño—. Tal vez no sientan nada en absoluto. Ya saben que esto es algo nuevo, en volar a mayores velocidades que las de la luz.
Nadie replicó. Clive se encogió de hombros y salió, cerrando el mamparo de la cabina tras él. Bernard rió:
—Tiene razón, desde luego. Somos unos perfectos idiotas siendo impacientes. Es sólo la costumbre de ir a cualquier parte al instante lo que nos hace sentirnos así. Para
—A mí no me importa nada lo que les parezca a ellos —opinó Dominici—. El estar sentado en una cabina reducida como ésta durante horas y horas, es como un infierno para mí. Y creo que para el resto de nosotros.
—Quizás ahora pueda usted aprender a saber por sí mismo lo que es la existencia de la falta de comodidad —intervino Havig solemne—. La impaciencia es imprudente. Conduce a la irritación, la irritación a la rudeza y la rudeza al pecado. Pero…
Dominici se volvió como impelido como un resorte para encararse con el neopuritano, con todos los músculos tensos. El biofísico restalló irritado:
—¡No vaya a largarme ahora alguno de sus piadosos sermones, Havig! Me encuentro tenso y nervioso y maldito si me gusta que me lo recuerden. Las palabras no van a cambiar las cosas. Y además…
—No, las palabras, no —repuso Havig con ecuanimidad—. Pero las verdades que yacen tras las palabras sí que son importantes. La verdad de verse a usted mismo en relación con la Eternidad…, el saber que cualquier demora momentánea no tiene ninguna importancia…, el ver el lugar que ocupa en el vasto mecanismo del universo…, eso sí que puede ayudar a cualquiera a superar la irritación de la impaciencia.
—¿Quiere guardarse sus ideas para sí mismo? —gritó Dominici literalmente.
—Vamos, vamos, ustedes dos… —interrumpió Stone. El diplomático parecía sentirse en su papel de mantenedor de la paz en la expedición—. Cálmese, Dominici. La cosa no es para tanto. No va usted a hacer las cosas más fáciles para nadie poniéndose así. Por favor, tenga un poco de calma.
—Ha sido provocado —opinó Bernard, mirando irritado a Havig—. Mr. Sombrío está en el rincón para darnos conferencias. Eso es ya suficiente para sacar de quicio a cualquiera. Me sorprende que no haya usted traído un brazado de panfletos de propaganda para repartirlos, Havig.
Una sombra de diversión pareció brillar en los ojos del neopuritano.
—Les presento mis excusas, señores. Sólo trataba de aliviar la tensión que están sufriendo y no incrementarla. Tal vez he cometido un error al hablar. Me pareció que ése era mi deber, eso es todo.
—No somos material convertible —protestó Bernard desafiante.
—Nosotros enseñamos; pero no intentamos hacer prosélitos —repuso Havig sin perder la calma—. Sólo intentaba ser de alguna utilidad.
—No hacía ninguna falta.
Pero… ¿dentro de dónde?
¿En qué clase de universo?
La mente de Bernard no pudo formarse la menor imagen comprensible de la realidad. Todo lo que sabía era que entrarían todos ellos en una especie de universo próximo; pero distinto, donde las distancias dejan de tener significado en cifras y donde los objetos podrían ocupar simultáneamente el mismo espacio. Un universo que había sido calculado y precisado ¿hasta qué límite de precisión? —se preguntó—, en cinco años de trabajos experimentales y ahora estaba siendo navegado por unos hombres que irrumpían hacia su interior; pero con el más nebuloso de los conceptos de dónde se hallaban o a dónde podrían ser conducidos.
El tremendo zumbido aumentó de potencia.
—¿Cuándo va a ocurrir? —preguntó Stone.
Bernard se encogió de hombros. En el silencio reinante, se escuchó a sí mismo decir:
—Supongo que se llevará a los generadores un par de minutos en conseguir la carga precisa. Después, saldremos disparados a su través…
Y llegó el cambio.
La primera sensación fue el parpadear de las luces, sólo momentáneamente, como si la inmensa carga de energía hubiese debilitado las dinamos de la astronave. El efecto inmediato, fue físico. Bernard se sintió aislado, cortado del resto del mundo, apartado de todo lo que sabía y confiaba, como esparcido en la oscuridad de una forma tan poderosa algo más allá de toda comprensión para un hombre mortal.
La sensación pasó pronto. Bernard respiró pro-tiéndose un tanto desamparado. Havig movía silenciosamente los labios como rezando una plegaria, los ojos abiertos aunque perdidos en la contemplación de la Eternidad, entonces tan próxima. De la garganta de Dominica, surgían murmullos enronquecidos que eran perceptibles en toda la cabina, recitando una letanía de palabras en latín, lengua antiquísima que Bernard conocía por sus estudios. Stone, evidentemente como Bernard, un hombre sin filiación religiosa, había perdido algo de los rosados colores de sus mejillas, y permanecía echado sobre la pared opuesta, intentando dar la sensación de que nada le importaba. Y todos esperaron.
Si las horas transcurridas desde el despegue de la Tierra les habían parecido largas, los minutos que siguieron entonces parecieron eternidades. Nadie habló una palabra. Bernard estaba sentado en su litera, preguntándose si era el miedo lo que había dejado tan seca su lengua.
No tenía ninguna clara idea de qué efecto podría producirse anticipadamente al hacer la conversión translumínica. Los momentos fueron pasando, y después sintió una extraña vibración y un sonido potente aunque a baja escala auditiva. Seguramente debería tratarse de los generadores de alto potencial Daviot-Leeson. Bernard conocía de la teoría, lo que cualquier otro hombre inteligente, aunque profano en la especialidad. En unos momentos, un incalculable impacto de energía incidiría con violencia cósmica, desgarraría el continuo espacio-tiempo y crearía un acceso a través del cual el XV-ftl pudiera deslizarse en el hiperespacio.
Stone suspiró.
—¡Valiente puñado de embajadores somos, como para llevar a cabo un acuerdo a escala cósmica! Dentro de nada se estarán tirando unos a otros a la garganta, si esto sigue así…
El gong sonó repentinamente, resonando a través de la cabina con un impacto que todos oyeron perfectamente. Era una vibración profunda, repetida tres veces y que se fue desvaneciendo lentamente hasta perderse en la última escala armónica de los sonidos perceptibles.
La disputa cesó como por encanto, como si una cortina hubiese caído entre los elementos que la llevaban a cabo.
—Estamos haciendo la conversión —murmuró Dominici.
Y se volvió de cara a la pared. Bernard comprobó con la mayor sorpresa, al observar el movimiento del codo de Dominici, que la mano correspondiente del que parecía un biofísico escéptico estaba trazando la señal de la Cruz. Bernard se sintió a disgusto. Aunque no era en sí hombre religioso, deseó íntimamente, en cierta forma, el haberse podido encomendar a alguna deidad providente que le hubiese proporcionado algún consuelo a su espíritu. Tal y como era, sólo podía esperar en la buena suerte. Se sintió momentáneamente solo, con la infinita oscuridad de la noche del Universo a escasas pulgadas de distancia, del otro lado del casco de la astronave. Y muy pronto, ni siquiera el universo estaría tampoco allí al penetrar en la distorsión del hiperespacio.
Miró a sus otros compañeros de expedición, sin-fundamente aliviado. Después de todo nada resultaba diferente. La sensación de soledad y de aislamiento, de separación, todo había sido seguramente un efecto imprevisto de su exaltada imaginación.
—Mire por la escotilla —dijo Stone cpn una voz apenas audible—. Las estrellas… ¡no están en ninguna parte!
Bernard giró rápidamente su cuerpo. Era cierto. Un momento antes, la claraboya, en forma de pantalla de televisión que estaba inserta en la misma estructura metálica del casco de la astronave, había brillado con la gloria radiante de las estrellas. Cataratas sin fin de fúlgidos resplandores habían salpicado el cielo de la Vía Láctea, notándose la presencia inmediata de los planetas, tales como el rojizo Marte y Venus, como una joya tallada.
Ahora, todo había desaparecido. Estrellas, planetas, cascadas de resplandeciente gloria luminosa. La pantalla mostraba sólo un color gris indefinible y sin la menor característica especial. Era como si todo el universo se hubiese borrado al exterior de la astronave.
De nuevo, las luces brillaron normalmente. Stone pulsó el botón del intercomunicador y esta vez fue la voz del Comandante la que resonó segura y alegre:
—Hemos realizado la conversión con todo éxito, señores. Lo que ven ustedes en la claraboya es un universo completamente vacío en donde nosotros sólo somos una pizca de materia.
—En tal caso —dijo Stone—, ¿para qué gobierna usted la astronave?
—Es una regla de principio. Las naves no tripuladas se enviaron al no-espacio; viajaron a lo largo de ciertos vectores que habíamos determinado en el mapa celestial, y emergieron en cualquier punto del universo. A falta de señales y puntos de referencia, continuamos al frente del gobierno de la astronave como si fuese un viaje normal.
—No parece que sea eso una forma eficaz de llegar a cualquier parte deseada —dijo Dominici.
—Y no lo es —admitió Laurance—. Pero da la casualidad de que no tenemos otra alternativa.
Bernard estudió, aproximándose, más de cerca al hombre del espacio. La fatiga era más que evidente en el rostro ojeroso y ajado de Laurance. Los ojos del Comandante, usualmente suaves y singularmente serenos de aspecto, aparecían enrojecidos con diminutos capilares sanguíneos al descubierto. Se decía, que Laurance tenía suficiente con tres horas de sueño por cada veinticuatro; pero estaba claro que ni siquiera había obtenido ese mínimo tiempo de reposo.
—Parece usted cansado, Comandante —dijo el sociólogo.
De nuevo se encogió de hombros el Comandante.
—Y lo estoy, Dr. Bernard. Todos mis hombres están igualmente fatigados. Pero de nuevo también… no tenemos otra elección ni otra alternativa.
—¿Y es seguro el operar en una astronave tan complicada como ésta, hallándose ustedes sobrecargados de fatiga?
—El Tecnarca parece creerlo así —replicó Laurance, con un leve tono de amargura en la voz—. El Tecnarca tenía una prisa desatinada, al parecer, porque esta astronave volviera a salir al espacio.
—Tenemos fe en el Tecnarca —opinó entonces Dominici—. McKenzie tiene una buena cabeza sobre los hombros y como nunca la tuvo el viejo Bengstrom. Ha tenido necesidad absoluta por alguna razón para darnos a todos semejante prisa.
—El Tecnarca McKenzie no es más que un simple mortal —remarcó Havig—. También está sujeto a error.
Dominici enarcó una ceja.
—Hay gentes que sufrirían un ataque si tales palabras cayeran al alcance de sus oídos, dichas respecto de un Arconte, Havig.
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