Colisión de los mundos | Страница 3 | Онлайн-библиотека


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No había otra cosa que negociar, que salvar alguna porción de la infinitud del Imperio de la Tierra. McKenzie suspiró. El hombre mejor calificado para ser el Embajador de la Tierra era él mismo. Pero la Ley prohibía a un Arconte abandonar la Tierra; sólo renunciando al arconato podría acompañar al equipo diplomático de negociaciones…, pero tal renuncia le resultaba imposible considerarla.

Esperó, impaciente en su asiento, a que el debate se terminase pronunciándose la Asamblea en uno u otro sentido. Esperó tener el voto de confianza necesario. Pero debía esperar.

Esperar a que Dawson hubiera terminado de exponer si la extensión del género humano era financieramente prudente, a que Wissiner expusiera sus puntos de vista sobre la eficacia de la negociación; hasta que Croy hubiese agotado la objeción de que tal vez los extraterrestres estuvieran expandiéndose en otra dirección; o que Klaus hubiera terminado de sugerir de una forma velada que una guerra inmediata, y no las negociaciones, fueran el procedimiento más derecho y eficaz.

Y así continuó el debate, donde cada Arconte exponía su preocupación personal, mientras que los cinco astronautas, fatigados y deshechos por el viaje que acababan de realizar, asistían al desacostumbrado espectáculo de presenciar las discusiones de la oligarquía que gobernaba la Tierra. Al final, el Geoarca llamó la atención de la Asamblea del Arconato con su voz de anciano suave, calmosa y temblona :

—Puede procederse a la votación.

Y se llevó a cabo la votación. Cada Arconte manipuló secretamente con un dispositivo oculto bajo su sección de la mesa. Hacia la derecha, significaba el apoyo a la medida a tomar, y la izquierda la oposición. Por encima de la mesa, un globo resplandeciente registraba el voto secreto de los Arcontes. El blanco era el color de la aceptación incondicional, y el negro el veto rotundo a la medida o proposición expuesta. McKenzie fue el primero en operar su conexión privada: un destello de luz blanca comenzó a danzar en la profundidad moteada de gris del interior del globo. Un instante más tarde, una chispa de negro puso su lóbrego contraste. ¿Sería el voto contrario de Wissiner?, pensó McKenzie. Después, otro blanco, seguido de otro negro. El matiz general del globo comenzó poco a poco a inclinarse hacia el color blanco, aunque inciertamente todavía. El sudor perlaba la frente del Tecnarca. El color iba haciéndose más claro conforme avanzaba lentamente la votación.

Al final, el globo mostró el puro blancor de la unanimidad de la votación. El Geoarca tomó la palabra.

—La propuesta es aprobada. El Tecnarca McKenzie preparará los planes oportunos para la misión negociadora y la presentará a este Arconato para nuestra aprobación. Esta reunión queda, pues, prorrogada hasta ser nuevamente convocada por el Tecnarca.

Levantándose, McKenzie descendió de su asiento privilegiado de honor en el estrado y se dirigió hacia los cinco astronautas, que en silencio se miraban el uno al otro, llenos de incertidumbre.

Esperaban a pie firme en el centro de la Gran Sala. Al aproximarse, uno de ellos, Peterszoon, el rubio gigante, le miró con una expresión de inequívoca hostilidad y desagrado.

—¿Podemos marcharnos, Excelencia? —preguntó Laurance, obviamente haciendo un esfuerzo para contener su estado de ánimo.

—Un momento. Quisiera decirles unas palabras.

—Por supuesto, Excelencia.

McKenzie hizo un esfuerzo para configurar una especie de sonrisa con sus rudas y graves facciones.

—No he venido a pedirles excusas, muchachos; pero sí quiero decirles que sé mejor que nadie cuánto necesitan y se merecen ustedes unas vacaciones. Pero lamento que todavía no puedan disfrutarlas. La Tierra les necesita y sólo ustedes pueden llevar nuevamente esa astronave al espacio. Ustedes son lo mejor que tenemos; ésa es la única razón de que tengan que ir.

Y fue mirando uno a uno, Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández. Una ira mal disimulada brillaba en los ojos de todos. Su mirada era claramente desafiante, y tenían toda la razón para hacerlo. Sin embargo, todos tenían profunda conciencia de ver lo que había más allá de la situación personal presente.

—Bueno, ¿dispondremos de un par de días, al menos, Excelencia? —preguntó Laurance en un tono de firmeza deliberado.

—Eso como mucho —repuso el Tecnarca—. Pero tan pronto como se reúnan los negociadores tendrán que salir.

—¿Cuántos van a reunir? La astronave no puede llevar a más de nueve personas, diez como máximo.

—No designaré muchos. Un lingüista, un diplomático, un par de biofísicos y un sociólogo. Tendrán sitio suficiente. —Y el Tecnarca sonrió de nuevo—. Sé que es una mala pasada tener que volver a enviar a ustedes a otro viaje interestelar casi en el momento de regresar de las estrellas y un mes de ausencia en el espacio. Pero sé que ustedes lo comprenderán. Y… si de algo les vale…, tendrán la gratitud del Tecnarca para toda la vida.

Era todo lo que podía decir el Tecnarca sin rebajarse más desde su alto puesto en el Arconato mundial respecto a cualquier ser ordinario del mundo corriente, fuese quien fuese. La sonrisa desapareció de sus labios, hizo un gesto de frío saludo, cortés, pero rígido, y se alejó de los astronautas.

Laurance y sus hombres se marcharon también.

El problema ahora consistía en reunir la misión negociadora.

III

El Dr. Martin Bernard se encontraba a su gusto aquella tarde en su piso de South Kensington, próximo a Cromwell Road. Al exterior de las ventanas aparecía, como siempre, la niebla eterna y característica del viejo Londres, la niebla que dura seis meses en la gran metrópoli; pero la niebla no parecía afectar para nada al Dr. Bernard. Las ventanas de su piso eran opacas; dentro del piso todo era cómodo, cálido y confortable, como a él le gustaba. Inmortales composiciones de música clásica desgranaban sus maravillosas y antiguas armonías procedentes de su instalación de estéreo alta fidelidad. Por lo general, prefería la música solemne de Bach. La tenía controlada al límite de la mínima audición, casi exactamente a nivel del umbral perceptible del oído. De aquella forma, Bach no exigía demasiado su atención, pero sentía su presencia armoniosa y exquisita.

Bernard permanecía tumbado en una vibro-butaca, hojeando un volumen de Yeats, mientras que con una lámpara de codo iluminaba la página que estaba leyendo, no importando cuál fuese la postura que adoptase en aquel mueble funcional del siglo xxviii. Cerca y a la mano, una botella de buen brandy, de veinte años de vejez, importado de uno de los mundos de la estrella Proción. Y así, Bernard gozaba de su bebida preferida, su música, su poesía y su confort. ¿Qué mejor podía hacer que relajarse así tras haber pasado dos horas intentando meter en la cabeza una serie de puntos esenciales de la moderna sociología a un puñado de obtusos estudiantes de segundo año?

A pesar del placer de su comodidad, Bernard sentía un leve resquemor de conciencia, como sintiéndose culpable por aquella forma de vivir. Los académicos como él no eran considerados como sibaritas, pero él repetía constantemente que creía merecérselo. Era el mejor hombre en su campo de investigación. Había escrito además un libro que había tenido un enorme éxito. Sus poemas eran altamente estimados y publicados profusamente en antologías. Había luchado mucho y duro por llegar a su posición actual como sabio e intelectual, y ahora, a los cuarenta y tres años, con el problema del dinero resuelto y el de su segundo matrimonio igualmente liquidado, no había razón alguna para que no pudiera pasar sus tardes en una lujosa soledad, rodeado de todo el confort posible.

Se sonrió. Katha se había divorciado de él, acusándole de crueldad mental, aunque Bernard pensaba de sí mismo que era el hombre menos cruel que jamás hubiera podido existir. Todo había consistido sencillamente en que sus trabajos, su cátedra y sus escritos no le habían dejado un minuto libre para dedicárselo a su esposa. Y ella había pedido el divorcio. Bien, la cosa tenía poca importancia. Ahora comprobaba, con un desapasionado análisis de sus dos matrimonios, que ninguno de ellos había sido en realidad matrimonio de ningún género. En realidad no había nacido para casado.

Se volvió hacia el libro de Yeats. «Un maravilloso poeta, pensó Bernard, tal vez el mejor de la Ultima Edad Media».

No hay país para viejos. El joven está en los brazos de su pareja, los pájaros en los árboles —esas generaciones moribundas— en su canto, los salmones que saltan las cascadas, los mares poblados de caballas. Pez, carne, pájaros, gozan de su verano largo y cálido y engendren lo que engendren, nacen y mueren… atrapados por él hado…

En aquel momento zumbó suavemente el teléfono. Bernard no pudo evitar una sorda exclamación de disgusto, y apoyándose en el codo y dejando a un lado el libro de poesías de Yeats, cruzó la estancia y se colocó frente al aparato audio-televisivo, pulsando el botón de recepción. Nunca había dispuesto que se hubiera hecho una extensión del dispositivo hasta su vibro-sillón. No era tan sibarita como para hablar por teléfono mientras continuaba acostado.

Se iluminó la pantalla, pero en lugar de una cara comente apareció la de uno de los ayudantes próximos del Tecnarca con su ropaje oscuro y su distintivo especial. Bernard miró fijamente aquella insignia amarillo y azul que ostentaba en el hombro.

Una voz impersonal sonó en el altavoz.

—¿El doctor Martin Bernard?

—Así es, señor mío.

—El Tecnarca McKenzie desea hablarle. ¿Se encuentra solo?

—Sí, estoy completamente solo en mi apartamento.

—Por favor, no se retire.

Desapareció aquella imagen de la pantalla y un momento después dio paso a la cabeza y los hombros del Tecnarca en persona. Bernard miró fijamente a aquel rostro vigoroso y fuerte de McKenzie. Él y el Tecnarca se habían hablado unas cuantas veces, aunque en contadas ocasiones. McKenzie le había condecorado con la Orden del Mérito siete años atrás y desde entonces se habían saludado en determinadas reuniones a alto nivel de carácter científico. Pero la voz tonante del Tecnarca la había escuchado muchas veces en cientos de ocasiones de tipo político a través de la televisión mundial en 3D.

Bernard inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.

—Mi obediencia, Tecnarca.

—Buenas tardes, doctor Bernard. Se ha presentado algo fuera de lo usual. Creo que puede usted ayudarme…, ayudarnos a todos…

—Si hay algo en que pueda servirle, Excelencia…

—Sí, lo hay. Vamos a enviar una astronave al espacio a velocidades superlumínicas, Dr. Bernard.

Llegará hasta un sistema solar que se encuentra a diez mil años luz de distancia. Se ha descubierto una raza de criaturas extraterrestres que están construyendo colonias. Hemos de negociar un tratado con ellos. Deseo que sea usted el jefe del equipo de negociadores.

La serie de cortas y directas frases dejó a Bernard perplejo y atónito. Fue siguiendo al Tecnarca de una en otra, pero el párrafo final le sorprendió casi con la violencia física de un mazazo.

—¿Quiere… que yo… encabece el equipo negociador? —repitió Bernard balbuceante.

—Irá usted acompañado por otros tres negociadores y por una tripulación de cinco únicos hombres. La tripulación está a punto y dispuesta; aún espero la aceptación de alguno de los demás. La partida será inmediata. El tiempo de tránsito será prácticamente despreciable. El período de negociación puede ser tan breve como usted sea capaz de llevarlo a cabo. Podría usted muy bien estar de vuelta en la Tierra en menos de un mes.

Bernard se sintió presa del vértigo. Todo parecía que se lo había tragado aquella llamada transatlántica: el libro de poesías, el brandy, su cálido confort y la música; de repente y con la velocidad de un rayo.

Bernard respondió un tanto vacilante:

—¿Por qué…? ¿Por qué he sido elegido yo para esta misión?

— Porque usted es el mejor de su profesión —replicó sencillamente el Tecnarca—. ¿Puede desembarazarse de todo compromiso para las próximas semanas?

—Yo… Bueno, supongo que sí.

—¿Puedo contar con su conformidad, doctor Bernard?

—Yo… sí, Excelencia. Acepto.

—Sus servicios no quedarán sin recompensa. Preséntese en el Centro del Arconato tan pronto como le sea posible, doctor; pero no más tarde de mañana por la tarde, hora de New York. Cuenta usted con mi más profunda gratitud, Dr. Bernard.

La pantalla quedó en blanco.

Bernard tragó saliva frente a la rayita de luz, que fue contrayéndose hasta desaparecer del receptor y que un momento antes había sido la fiel imagen del rostro del Tecnarca. Se quedó mirando al suelo fijamente, aturdido. ¡Dios mío! —pensó—. ¡A qué me he comprometido! ¡A una expedición interestelar!

Después sonrió irónicamente. El Tecnarca le había ofrecido la oportunidad para ser uno de los primeros seres humanos que tuvieran que entrevistarse cara a cara con un ser inteligente no terrestre. Y allí se encontraba, preocupándose por una temporal separación de aquella pequeña serie de comodidades personales. Debería estar dando saltos de alegría —pensó— y no preocupándome. El brandy y el vibro-sillón pueden esperar. ¡Esta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida!

Desconectó la pantalla cónica, la música de Bach se desvaneció entre una armoniosa cadencia, Yeats volvió a la librería y por fin se tomó el último sorbo de brandy, cuya botella volvió a colocar en una alacena.

En la media hora siguiente tenía que hacer un resumen con la correspondiente lista de las personas a quienes debería comunicar su partida, y programó los datos en una secretaria-robot para que hiciese tales notificaciones… después de haberse marchado. No había que pensar en enfrascarse en largos debates con las personas a quienes tendría que dar clase o las de su nuevo libro. Lo mejor era encararlas con el hecho consumado de su partida del Gran Londres y dejar que tomasen sus decisiones sin él.

El equipaje se le presentó como un problema; anduvo entresacando algunos gruesos libros, acabando por tomar dos más pequeños, alguna ropa y unos mnemodiscos. A la hora de dormir se encontró incapaz de conciliar el sueño, incluso habiendo tomado un comprimido para relajarse, levantándose casi antes de la aurora para ir a pasear el piso de un lado a otro, en una tensa anticipación de la gran aventura que tan súbitamente había llegado a alterar su vida pacífica y comodona. A las once decidió utilizar la transmateria para New York, pero su guía le indicó que sería todavía muy temprano al otro lado del Atlántico. Esperó una hora, llamó por cortesía solicitando la autorización de cruzar y dispuso su instantánea transferencia al Arconato.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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