Colisión de los mundos | Страница 21 | Онлайн-библиотека
Los norglans, al parecer no demasiado sorprendidos entonces, parecían agitados por la clara intención de la orden recibida. Skrinri declaró:
—Ustedes…
—Sí. Lo ordenamos definitivamente. Ésas son las fronteras. Se mantendrán ustedes dentro de ellas y además dejarán de amenazarse los unos a los otros con ninguna guerra. Lo ordenamos en nombre de la armonía galáctica, y no toleraremos la menor desviación ni desobediencia. ¿Está comprendido?
Once figuras permanecían de pie, asustadas y perplejas ante el modelo que aquellas fantásticas criaturas habían creado. Nadie habló una palabra, ni los terrestres ni los norglans. Pasaron varios segundos sin que se oyese una palabra.
—
Alguien tenía que hablar para admitir que todos habían ya aceptado privadamente los dictados de la necesidad. Martin Bernard se encogió de hombros y dijo con calma:
—Sí. Comprendemos la situación.
—¿Y los hombres de Norgla?
—Nosotros comprendemos —dijo Skrinri como un eco no sólo de las palabras de Bernard, sino de su misma resignación.
—Así queda hecho, pues.
Aquel modelo dividido desapareció del espacio.
—Serán ustedes devueltos a su planeta patrio. Allí informarán ustedes a los jefes de sus gobiernos de la existencia de las líneas fronterizas que acabamos de establecer. Y tendrán que advertir a sus gobiernos también de que cualquier transgresión de tales fronteras les llevará a un castigo inmediato.
Estaba concluido el asunto.
¿Irrevocablemente ?
¿Sin posible disputa?
Una luz cegadora se arremolinó alrededor de las macizas figuras de los negociadores norglans e inmediatamente, tras haber brillado por un instante, desaparecieron como por encanto. Un instante más tarde, la mayor parte de los rosgolianos había sido trasladada a otra parte en la misma forma.
Y una fracción de segundo después los hombres de la Tierra sintieron que una oleada cálida y luminosa les envolvía…, y sin ninguna sensación de transición se encontraron de nuevo junto a su astronave, la XV-ftl.
De entre el silencio les llegó una voz rosgoliana con una orden pronunciada en tono cortés.
—Entren en su astronave. Les devolveremos a la galaxia a que pertenecen.
Bernard levantó los ojos momentáneamente y se encontró con los de Laurance. El Comandante aparecía confuso, chasqueado, bloqueado, profundamente humillado. Laurance apartó la vista a otro lado. Los nueve hombres del grupo terrestre, silenciosos y con la vergüenza en el rostro, fueron entrando uno tras otro al interior del navio interestelar.
Peterszoon, el último hombre en subir a bordo, activó los controles de la escotilla principal de acceso, que quedó herméticamente cerrada. Se oyó el débil silbar de los igualadores de presión. Laurance y su tripulación desfilaron por la astronave en dirección a sus lugares habituales, situados en el morro de la XV-ftl. Havig, Bernard, Stone y Dominici se quedaron en la cabina de pasajeros, a popa.
Nadie pronunció una palabra.
Los cuatro pasajeros tomaron su asiento de despegue en la actitud debida y esperaron inciertamente, sin que ninguno quisiera encontrarse con la mirada del que tenía enfrente. Sus espíritus estaban totalmente abatidos por el mismo y común sentido de depresión y suprema humillación.
La nave despegó rápidamente, sin la menor sensación de haber despegado por sus propios medios. La nave había abandonado la bella pradera rosgoliana sencillamente y flotaba hacia el espacio, como si la velocidad de escape de Rosgola fuese cero y la masa y la inercia fuesen conceptos sin ninguna significación particular.
Fue Stone, finalmente, quien rompió el denso silencio que les envolvía, mientras la astronave subía y subía alejándose en el espacio.
—Bien, así es todo —murmuró con amargura, mirando fijamente a la pared metálica—. ¡Tenemos una bonita y completa historia que contar cuando lleguemos a casa! La cosa tiene mérito, amigos… ¡Los importantes hombres de la Tierra no se han encontrado una raza extraterrestre, sino dos! Y la segunda nos ha apaleado con más fuerza que la primera. Pero seguro que nosotros hemos jugado el papel más importante en esta pequeña conferencia…
Dominici sacudió la cabeza en franca desavenencia con el diplomático.
—Yo no expresaría eso así.
—¿No? —repuso Stone desafiante.
—En absoluto —mantuvo Dominici—. Yo diría que los norglans se han marchado bastante más miserablemente que lo hicimos nosotros, tras que todo fue dicho y hecho. No olvide que originalmente los norglans reclamaban para sí la totalidad del universo, excepto lo correspondiente a nuestra pequeña esfera de dominio, antes de que los rosgolianos tomaran cartas en el asunto. Y ahora los pieles azules han quedado reducidos a un cincuenta por ciento de una galaxia y nada más.
—Supongo que a eso le llamará usted una victoria para nosotros —arguyó Stone—. Pero esa clase de razonamiento puede racionalizar cualquier cosa, de todas formas.
—Y es de presumir que los norglans habitarán en la línea divisoria —remarcó Havig.
—Creo que lo harán —dijo Bernard—. No meparece que tengan otra alternativa.
—Haciendo de policías en nuestra galaxia —dijo Stone sombríamente—. Es algo encantador, ¿verdad? Salimos de la Tierra con un heráldico tocar de trompetas como representantes de la raza dominante del universo, y volvemos a ella sabiendo que estamos vigilados policialmente hasta en el más pequeño rincón de nuestra propia galaxia. No será cosa fácil de digerir para el Arconato.
—No es fácil digerirlo para nadie en particular tampoco —dijo Bernard—. La verdad no lo es nunca. Y creo que es sólo una pizca de verdad lo que aún tiene en el buche cada hombre de la Tierra. Lo que hemos hallado en nuestro viaje por las estrellas y que no sabíamos antes es que
—Ésta es la derrota más grande que la Tierra ha sufrido en toda su larga historia —persistió Stone.
—¿Derrota? —replicó Bernard—. Escuche, Stone, ¿llamaría usted una derrota a poner sus dedos sobre una plancha al rojo vivo y quemarse la piel? Seguro, la plancha ha derrotado a su mano. Y lo hará cada vez que lo intente. Está en la naturaleza fundamental del metal de las planchas el ser más fuerte que los dedos y sus delicados tejidos sensibles al fuego, y me parece una cosa ridícula argüir respecto a los aspectos filosóficos de la situación.
—Si tuviese que derrotar a una plancha metálica al rojo, no utilizaría mis manos al desnudo, desprotegidas. Utilizaría un soplete. Y vencería diez veces de cada diez.
—Pero da la casualidad de que no disponemos de
—Bernard tiene razón —intervino Havig con voz calmosa—. La gran rueda de la Vida sigue su giro. Algún día, los rosgolianos desaparecerán del universo y nosotros, en el crepúsculo de nuestros días, vigilaremos a otras razas jóvenes y fuertes que comiencen a patrullar por los cielos. ¿Y qué tendremos que hacer con ellas? Exactamente lo que los rosgolianos han hecho con nosotros, en bien de nuestra propia paz. Pero, quizás, para entonces, nosotros sepamos Quién nos ha creado y no actuaremos por nuestra propia voluntad ni en gracia a nuestro capricho.
Hundiéndose la cabeza entre las manos, Stone murmuró:
—Lo que está diciendo Bernard, tiene un perfecto sentido a un nivel de buen sentido, abstractamente y en forma intelectual. No estoy tratando de negarlo. Pero descienda ahora y póngase frente a las realidades de la situación. ¿Cómo va usted a decirle a un planeta que cree que es el pináculo de la creación que es sólo una insignificante patata perdida en un campo de cultivo?
—Ése será el problema del Arconato, no el nuestro —dijo Dominici.
—¿Qué importa de quién será el problema? Esto va a colocar a la Tierra en una espantosa conmoción. Es toda una humillación a escala planetaria.
—Es el abrir los ojos a escala planetaria, Stone —restalló Bernard con firmeza—. Yo destruiré cualquier brote de complacencia. Por primera vez, tenemos ante nosotros otras razas inteligentes con quien habérnoslas cara a cara. Sabemos que los norglans son tan buenos como nosotros y que los rosgolianos son muchísimo mejor. Ahora sabemos, cuando menos, que tenemos que progresar, mantenernos, sobrepasar a los norglans y dirigirnos hacia la altura de los rosgolianos. Y alguna vez se llegará a ese objetivo, por lejano que nos parezca.
Hernández entró en la cabina y se detuvo, mirando con incertidumbre a los presentes.
—¿Estoy interrumpiendo algo importante, señores?
—¿Qué podría ser importante
—Sólo estábamos discutiendo las implicaciones de nuestra nueva situación —explicó Bernard—. ¿Hay, por azar, alguna complicación por allá arriba, Hernández?
El tripulante sacudió la cabeza.
—No, no hay dificultades Dr. Bernard. El Comandante Laurance me envía para decirles, que al parecer, los rosgolianos nos han vuelto a colocar en el lugar en que nos creíamos perdidos y que ahora estamos a punto de hacer la conversión al hiperespacio y dirigirnos a casa.
—Pera… eso no puede ser —comentó Stone, perplejo.
Simultáneamente, Dominio, tragó saliva con un gran esfuerzo.
—¿Qué? Quiere usted decir… que estamos en nuestra propia galaxia… ¿tan pronto?
—Sí señor, así es —repuso Hernández con calma—. Hace sólo media hora que abandonamos Rosgola, tiempo de la astronave. Pero estamos de vuelta a casa.
—¿Está usted cierto de lo que dice?
—El Comandante lo está positivamente.
Así pues, la astronave había cruzado el abismo intergaláctico en una simple cuestión de veinte o treinta minutos, gracias a los rosgolianos. Era algo que sobrepasaba la imaginación humana en toda su capacidad de concepción.
Más allá de la capacidad de la mente
Con todo, aún así, aquello causaba un cierto placer y una gran esperanza. Los rosgolianos se hallaban a medio millón de años por delante del hombre en su proceso evolutivo. Y podían realizar verdaderos milagros. Pero, ¿cuántos logros del hombre no hubieran parecido milagros también a otros hombres de la Tierra, que sólo vivieron unos pocos cientos de años antes? Y eso, para no mencionar al hombre de medio millón de años en el pasado…
Aquella era una idea agradable de imaginar. Por primera vez desde que comenzó aquel largo viaje por el espacio, desde el desierto de Australia Central, Bernard sintió un momento de certidumbre, de comprensión respecto a la relación del hombre con el Universo.
Como una cálida oleada de seguridad, se sintió más seguro de sí mismo y creyó hallarse más confortado íntimamente.
—Eh, Bernard, Bernard… ¿Es que va usted a pasarse toda la noche pensando? —le preguntó Dominici.
—Uhh…, sí, claro. ¿Por qué lo pregunta?
—Da usted una impresión tan distinta y tan repentina… Tiene una especie de sonrisa en la cara que no la había visto nunca antes.
—Estaba… pensando en algo especial —dijo Bernard con calma—. Es como si fuese colocando en su sitio algunas piezas de un rompecabezas. Me he sentido
—Bien…, en un aspecto son obviamente mamíferos.
—Por supuesto. ¿Y qué hay respecto a su estadio evolutivo?
—Proceden de alguna criatura del género de los primates, de eso estoy bien seguro. Desde luego, existen grandes diferencias, pero eso es lo menos que debe esperarse en un abismo de separación de doce o quince mil años luz de distancia. Los ojos, los codos dobles en los brazos… son cosas de las que nosotros carecemos. Pero aparte de eso, al menos basándose en la evidencia externa, yo diría que son bastante iguales a nosotros.
—¿Una raza más joven que la nuestra, diría usted?
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