Colisión de los mundos | Страница 20 | Онлайн-библиотека


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Una voz silenciosa rosgoliana tomó la palabra.

—Hemos interrogado a los norglans mientras les hemos traído hasta Rosgola. Hemos sabido por ellos que mantienen la idea de que su destino es la completa conquista del Universo, al igual que ustedes, hombres de la Tierra. Con toda evidencia, una u otra parte tiene que ceder o no habrá paz posible entre ustedes, y la guerra arrasará vuestros planetas.

Skrinri rebufó. Evidentemente, las palabras de los rosgolianos tenían que haber sido tan perfectamente inteligibles para unos como para otros.

—Hemos jugado limpio con los terrestres. Les permitimos que conservaran sus planetas propios. Pero los otros planetas… tienen que ser nuestros.

—¿Y en nombre de qué piensan hacerlo? —preguntó una voz rosgoliana con una traza de burla en la voz—. ¿Bajo qué autoridad van ustedes a tomar posesión de todos los mundos que existan?

—¡Por la nuestra! —repuso orgullosamente el norglan, aunque perdiendo ya algo de su propia autosuficiencia—. Los mundos están en el espacio; nosotros llegar hasta ellos, nosotros tomarlos. ¿Qué mayor autoridad necesitamos que nuestra propia fuerza?

—Ninguna —replicó la voz rosgoliana—. Pero su propia fuerza es insuficiente. Débiles, arrogantes, fanfarronas criaturas… Eso es lo que son ustedes y nada más. Ahora estoy hablando para ambos participantes en esta disputa.

Skrinri y Vortakel parecieron estallar de rabia.

—¡Nosotros no hablar más! ¡Volvemos a nuestro planeta o nos tomaremos la justicia debida! La Imperial Norgla no tolerar esta forma de abuso. Nosotros…

La voz de Vortakel se desvaneció en una súbita confusión. Tanto él como Skrinri habían sido levantados del suelo durante su explosión de coraje y entonces aparecían suspendidos, en el aire a más de una yarda del suelo, pateando inútilmente con furia y frustración. Involuntariamente, varios de los hombres de la Tierra soltaron la carcajada…, pero la risa se desvaneció pronto, rápidamente, como sintiendo su propia culpabilidad. Bernard sintió vergüenza de su risa. Dos criaturas inteligentes estaban siendo humilladas ante sus ojos, y su orgulloso espíritu destrozado y deshecho. Por ridícula que la escena pudiera ser, ningún hombre tenía derecho a reírse. A nosotros puede tocarnos a renglón seguido, pensó Bernard con profunda lógica.

—¡Pónganos abajo! —gritaba Skrinri furioso.

—Vamos, demuéstrennos ahora su fuerza, hombres de la Imperial Norgla —dijo la voz seca y burlona del portavoz de los rosgolianos. Y con calma puso una nota de desafío en sus palabras—. ¿Es que no toleran ustedes la levitación, norglans? Muy bien, pues. A ver si nos fuerzan a detenernos.

Los brazos de doble codo se movían enloquecidos en todas las direcciones posibles suspendidos en el aire como ridículos espantapájaros. Los norglans iban siendo levantados, pulgada a pulgada, a una altura cada vez mayor, mientras que los terrestres guardaron un silencio de piedra. Por entonces, tanto Skrinri como Vortakel ya estaban del suelo a una altura mayor que la de sus propios cuerpos, mirando hacia abajo, asustados y temiendo un peligro que no sabían cómo podría llegarles ni de dónde.

—¡Pónganos… nosotros… abajo! —volvió a gritar Skrinri.

—Muy bien.

—Vamos a ver… ¡Pummmmmff!

Los norglans cayeron de repente y ante su más completa sorpresa. Aterrizaron hechos un lío de la forma más poco digna imaginable y permanecieron en el suelo un momento, como si quisieran convencerse de que no estaban bajo el control de los secretos poderes de los rosgolianos. Cuando se levantaron lo hicieron con lentitud, con la cabeza inclinada, sin mirar siquiera a los terrestres.

Se produjo un instante de denso silencio. Entonces la voz rosgoliana añadió: —Les hemos traído desde su propio mundo y les hemos demostrado hasta dónde llega en realidad el alcance de su fuerza, de la que tanto blasonan. Respóndanos ahora, hombres de la Imperial Norgla. ¿Siguen ustedes reclamando todavía que el Universo es suyo?

Los norglans no replicaron. La voz rosgoliana continuó con calma, pero dejándose oír con monumental majestad:

—Y ahí están de pie los terrestres, criaturas menos seguras de sí mismas que esos norglans, pero igualmente orgullosas, igualmente llenas de codicia. Ustedes, hombres de la Tierra: hemos sabido que querían dividirse el universo con los hombres de Norgla. Pero ¿está en sus manos el poder llevarlo a cabo a la medida de su gusto?

Durante unos momentos ninguno de los miembros del grupo terrestre contestó una palabra. Resultaba inútil vociferar slogans de fuerza frente a unos seres dueños de unos poderes más allá de toda comprensión. Amenazar con un puño haciendo gestos frenéticos es más bien una demostración de debilidad que de fuerza.

Pero había que decir algo.

Era precisa alguna justificación.

Yo no soy el portavoz —pensó Martin Bernard—. No tengo necesidad de hablar. ¿Por qué no debería guardar silencio?

Pero se dio cuenta de que el silencio se hacía intolerable. Y si nadie hablaba, tendría que hacerlo. Alguien tendría que decir algo en defensa de la Tierra y de sus pretensiones, a lo que iba transformándose en muchos aspectos en un juicio de un tribunal y un jurado.

Bernard se adelantó consciente de lo que hacía, quedándose en pie entre su grupo y el de los norglans y mirando adonde pensó que se hallaba el portavoz de los rosgolianos.

—No hemos actuado con sentido del orgullo —dijo Bernard con calma—. Nuestras acciones se derivan de motivaciones que no necesitan pedir excusas. Somos una raza creciente y en constante expansión, y buscamos espacio para subsistir. Los norglans, como nosotros, tienen que disponer asimismo de espacio vital. Nuestra esperanza era llegar a un acuerdo que pudiese evitar un conflicto de intereses y de esta forma una guerra destructora.

—Y así reclaman la mitad del universo —repuso acusadoramente la voz rosgoliana—. ¿Dónde está la humildad en todo esto? ¿Y dónde la autolimitación, el freno?

Bernard sostuvo su punto de vista, sintiendo el aliento silencioso de sus compañeros de la Tierra.

—Sí, es cierto que hemos reclamado el derecho a extendernos por la mitad del Universo —continuó—. Lo hicimos así pensando que no habría otras criaturas inteligentes, fuera de nosotros y de los norglans. Ahí yace nuestro orgullo, en tan ciega presunción. Estuvimos equivocados, trágicamente equivocados. Hay otras razas en el Universo, ahora lo sabemos, y de todas las razas nosotros somos la más joven y en consecuencia la más alocada e irresponsable tal vez, y por este impulso juvenil y natural, dadas las circunstancias, rogamos indulgencia. Pero, sin embargo, deseamos tener el derecho de expandirnos. Seguimos insistiendo en el derecho de colonizar otros mundos que ahora están totalmente vacíos.

Bernard pensó que había dado en la diana, en el mismo corazón del problema, Pero sintió como unas oleadas de risas irónicas del jurado, formado como un círculo, por los rosgolianos. Sintió que se le enrojecían las mejillas y se dio cuenta de que lo que había esperado fuese una formal declaración de derecho se había convertido en un argumento de excusa y descargo.

—Vaya, los hombres de la Tierra reducen sus pretensiones —comentó la voz rosgoliana sardónicamente—. En lugar de la mitad del universo, ahora solicitan simplemente la mitad de los mundos inhabitados. Debemos suponer que, en efecto, parece ser una gran concesión. Ello demuestra una estimable disposición a ser flexibles. ¿Y qué hay de ustedes, orgullosos hombres de la Imperial Norgla? Hablen en nombre de su pueblo, dennos una respuesta: ¿Ustedes también quieren reducir su reclamación y sus pretensiones?

Los norglans no se dieron prisa en responder. Se habían ajustado a lo extraño de su situación y conferenciaron entre ellos bastante tiempo antes de que Vortakel respondiera lentamente:

—Ustedes demostrarnos — tal vez — nosotros no ser — todavía no — el pueblo más fuerte del universo. No podemos luchar con ustedes. Por tanto, cedemos.

Muy bien —pensó Bernard—. Yo diría que ha sido bastante noble de tu parte, viejo amigo. Quieres hacer creer que admites tu derrota. ¡Apostaría algo a que te sientes herido!

Durante un buen rato, tras la declaración hecha por el norglan, nadie se movió ni reaccionó visiblemente. Los norglans, con los hombros caídos, permanecieron de pie, uno junto a otro, como un par de vikingos sitiados en un combate, resistiéndose hasta el último momento, mientras que los terrestres, arracimados en su grupo a veinte pies de distancia, lo estaban igualmente con el círculo de rosgolianos a su alrededor, más sentidos que vistos. Finalmente, aquella inmovilidad se quebró. —¡Sólo un momento! —exclamó Laurance. —¿Sí? ¿Alguna advertencia? —Pueden ustedes llamarlo así —repuso el astronauta con firmeza, saliendo al lugar que antes había ocupado Bernard. Mirando con desafío, Laurance continuó—: Nos trajeron a este lugar a todos, de alguna forma, a esos norglans y a nosotros. Se ve que no les costó mucho esfuerzo apoderarse de nosotros y obligarnos a estar aquí ahora. Y, además, nos forman esta especie de tribunal. Muy bien, pues. Ustedes disponen de algunos fantásticos poderes que no pretendemos poseer y ya nos los han demostrado a su gusto. Ustedes pueden sacar a una astronave de su curso en el espacio, atravesar los muros y apoderarse de lo que deseen en un relámpago. Pero ahora díganme: ¿qué derecho tienen ustedes a mezclarse en todos los asuntos de nuestra galaxia? ¿Quién les ha dado el derecho de convertirse en nuestros jueces, en primer lugar? ¡Respóndanme a esto! ¿Es tal vez el derecho del más fuerte?

—No estamos juzgándoles aquí —replicó con naturalidad la voz rosgoliana—. Estamos actuando meramente como simples mediadores en una disputa entre dos razas. Dos razas jóvenes, que quede esto bien comprendido. Con objeto de que nuestra mediación pudiera hacerse con éxito hemos necesitado emplear nuestra fuerza y restablecer así nuestra autoridad. Es la única forma de tratar con chiquillos.

—¿Con…?

Chiquillos, sí. La vida llegó tarde a su galaxia, amigos. Hasta ahora sólo dos razas inteligentes han evolucionado allá, razas enérgicas, llenas de vida y vigorosas. Por primera vez los senderos de esas dos razas se han entrecruzado. Sus famosos imperios pronto estarán al borde de una guerra destructora sin nuestra mediación. Tomamos como responsabilidad propia, por tanto, esta acción que hemos llevado a cabo, actuando así en interés de las razas del universo, del cual nosotros no somos ni la más antigua ni la más fuerte… evitando la guerra.

»Por tanta, se dibujarán límites para el imperio de la Tierra y límites para el de Norgla. Ninguno de ustedes se excederá de esos límites en su búsqueda de colonias y más colonias. De esa forma su galaxia podrá vivir en paz, para siempre y por la eternidad, en un universo que no tiene fin.

XV

Así quedó hecho. Y, aunque el Arconato no supiera nada del tratado, cada uno de los nueve hombres de la Tierra comprobó y estuvo seguro de que lo que habían hecho era algo irrevocable.

Sirviéndose de algo mágico de sus ilimitados poderes, los rosgolianos habían realizado una especie de conjuro y allí, sobre la pradera, apareció a escala un modelo de la galaxia que contenía a la Tierra y a Norgla. Quedó suspendida en pleno aire de la mañana, con su forma exacta de espiral con dos brazos curvados y serpenteantes, compuestos con millones y millones de refulgentes puntos de luz. El modelo, que quitaba la respiración en su maravillosa blancura, era auténtico y real, suspendido en el aire como una lente aplanada de unos diez pies de largo, brillando con un frío resplandor.

Repentinamente, surgiendo entre el modelo galáctico, una línea de luz verde atravesó la esfera a unos cuatro pies de diámetro, produciendo una vacuola resplandeciente dentro de la forma microscópica, que era en realidad el modelo galáctico reproducido.

—Ésa es la esfera de dominio de la Tierra —informó una silenciosa voz rosgoliana.

Un instante más tarde, otra esfera surgió a la luz, resplandeciente asimismo; pero esta segunda en rojo, de un tamaño virtualmente el mismo que la asignada a la Tierra y localizada a medio camino, en otra parte igual del modelo.

—Ésta será la esfera de dominio de Norgla —repitió la misma voz rosgoliana a guisa de advertencia formal.

Los hombres y los norglans se quedaron extáticos mirando el modelo y los dos imperios estelares trazados en su interior. Ambos esperaron, aguardando lo que llegaría después.

Una luz violeta, zigzagueando como un rayo, se introdujo en el modelo, dividiéndolo de un lado a otro, haciendo prácticamente dos trozos como partes iguales. El modelo parecía entonces como un microorganismo en su primer estado de fisión; aquel violento rayo violeta deslumbró a los espectadores hasta hacerles daño en los ojos. Bernard los apartó a un lado y vio que los demás habían hecho lo mismo.

Una serie de colores comenzó a extenderse a través del modelo, con la luz verde rellenando la mitad correspondiente a la Tierra y la roja bañando la de los norglans.

—Ésos serán para siempre los límites y las fronteras de sus dominios —continuó la impasible voz rosgoliana—. Quien los cruce por cualquier razón, sea la que sea, recibirá la adecuada réplica desde más allá de su propia galaxia. Ustedes son dueños absolutos de sus propios sectores, pero no pueden atravesarlos.

—Nosotros… nosotros no tenemos derecho a entrar en un acuerdo a ciegas sin haber informado a nuestro Gobierno del curso de nuestras acciones —protestó Stone con firmeza—. Estamos francamente carentes del poder de…

—Los arreglos concluidos en este momento y aquí serán respetados —replicó la voz rosgoliana—. No dejemos oscurecer los hechos. Un consentimiento formal de altas autoridades no es necesario en este asunto. Esto no es un tratado que se lleve a cabo por una mutua negociación; es una imposición hecha sin ella. La situación está clara. Obedecerán ustedes la línea establecida como frontera. No les queda otra alternativa.

En efecto, la cosa no parecía admitir dudas, pensó Bernard. Los tratados se hacen entre poderes de igual soberanía. Aquello era algo diferente, era una orden tajante.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
1
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II 2
III 3
IV 4
V 6
VI 8
VII 9
VIII 10
IX 12
X 13
XI 14
XII 16
XIII 17
XIV 19
XV 20
XVI 22