Colisión de los mundos | Страница 2 | Онлайн-библиотека
Aparecían fatigados, entristecidos, sudorosos.
Los barbudos eran Laurance, Peterszoon y Clive. La cara de Nakamura aparecía limpia y afeitada; pero sus cabellos negros le colgaban en desorden por las orejas. Sólo Hernández daba el aspecto de hallarse en buena forma. Pero todos ofrecían el mismo aspecto decaído y derrotado.
McKenzie se dirigió prestamente hacia ellos y su manaza vigorosa apretó con decisión y fuerza la húmeda de Laurance.
—Bienvenido, Comandante. Bienvenidos todos ustedes, caballeros.
—Nuestra obediencia, Excelencia. Es… bueno volver.
—¿Ha sido un viaje de éxito?
Una expresión de duda surgió en la mirada enrojecida de Laurance y sus ojos rodeados de profundas ojeras, preocupados.
—¿Éxito? Bien, supongo que sí. La propulsión ha funcionado a las mil maravillas. Hemos cubierto 98 años luz de distancia con el chasquido de un dedo. Pero…
Daviot aparecía contento como un chiquillo. Leeson dio unas palmadas de entusiasmo en la espalda de Jesperson.
—Pero…
Laurance miró a su alrededor.
—Es… es algo privado, Excelencia. Tal vez será mejor que hablemos de esto más tarde.
—Puede usted hablar en presencia de estos hombres —dijo el Tecnarca.
—De acuerdo, pues. El viaje ha sido magnífico. Entramos y salimos del hiperespacio cuando lo deseamos y hemos regresado en la misma forma. Sólo que hemos encontrado una raza extraterrestre.
—¿Que se han encontrado ustedes
—No solamente los hemos encontrado. Los hemos visto con nuestros propios ojos e hicimos lo imposible por salir de allí antes de que nos vieran. Estaban construyendo una ciudad, Excelencia. Daba la impresión como si… como si estuvieran colonizando aquel planeta, en la misma forma que lo solemos hacer nosotros.
II
Cuatro horas más tarde, la totalidad del Arco-nato se reunió en el Centro Arconata en una sesión extraordinaria convocada por McKenzie. Los trece hombres que gobernaban la Tierra y su red de mundos esparcidos en el espacio, se reunieron en el Gran Salón situado en el piso 109 del edificio del Centro.
Habían llegado desde todas las partes del mundo, con devota sumisión a la llamada de McKenzie y con sus respectivas responsabilidades, tomando asiento en sus lugares preestablecidos de antemano, tradicionalmente alrededor de la gran mesa rectangular. En el lugar de honor, tomaba asiento el Geoarca, el anciano Ronholm, nominalmente el primero entre los trece miembros iguales que comprendía el Arconato. A la derecha de Ronholm, se sentaba el actual Tecnarca McKenzie. A la izquierda, estaba Wissiner, Arconte de Comunicaciones. Junto a Wissiner, Nelson, Arconte de la Educación; Heimrich, Arconte de la Agricultura; Vornik, Arconte de la Salud; Lestrade, Arconte de Seguridad; Dawson, Arconte de las Finanzas. A la derecha de McKenzie estaban Klaus, Arconte de Defensa; Chang, Arconte de las colonias; Santelli, Arconte de los Transportes; Minek, Arconte de la Vivienda; y Croy, Arconte de la Energía.
Como Arconte de la Tecnología, Ciencia e Investigación, McKenzie era el hombre más importante de todos los reunidos; pero observaba el protocolo meticulosamente, y en tal sentido, dejó que el Geoarca Ronholm pronunciase las primeras palabras.
—Nos hemos reunido hoy en esta sesión extraordinaria —dijo el anciano— para oír los asuntos que el Tecnarca considera de primerísima importancia para el futuro bienestar de nuestros mundos. Cedo, pues, la palabra y la presidencia de esta Reunión a nuestro Tecnarca, el Arconte del Desarrollo Tecnológico.
McKenzie habló entonces sin ponerse en pie:
—Miembros del Arconato: hace sólo cuatro horas que una astronave aterrizó en Australia tras haber llevado a cabo un viaje de casi diez mil años luz de distancia en menos de un mes, y de este mes, casi más de tres semanas se han empleado en exploraciones. El viaje actual entre las estrellas, es virtualmente casi instantáneo. Esto es, evidentemente, un gran motivo de regocijo y por ahora ya contamos con muchas estrellas que están al alcance de nuestra mano por la duración de nuestras vidas. Pero existe un factor que complica las cosas. Voy a llamar ahora al Dr. John Laurance, Comandante del XV-ftl que ha vuelto hace sólo pocas horas, de este inolvidable e histórico viaje, quien explicará la naturaleza de este factor de complicación a toda esta respetable Asamblea.
McKenzie hizo un gesto y Laurance se adelantó con su esbelta figura el centro de la Gran Sala. Los cinco hombres de la tripulación de la nave super-lumínica, permanecían de cara al Arconato.
Los cinco hombres habían permanecido sin dormir por algo más, ya, de treinta y seis horas; pero el Tecnarca creyó conveniente llamarles a la sesión extraordinaria del Arconato y así no había existido la oportunidad de haber descansado, ni para Laurance, ni sus compañeros de tripulación. Apenas si habían tenido tiempo de afeitarse la barba, arreglarse el cabello, lavarse y tratarse con estimulantes contra la fatiga, antes de acudir a la Gran Sala.
Laurance avanzó hasta hallarse a veinte pies de distancia de los Arcontes. No mostraba ningún temor, simplemente un respeto normal ante aquellas jerarquías mundiales. Era un hombre de cuarenta años, de espesos cabellos ya algo grises en las sienes y un rostro inteligente y noble, enérgico y vivaz, que dejaba mostrar la tensión natural de su reciente viaje. Sus ojos, de un gris pálido, tenían una mirada cálida que reflejaban la rapidez lúcida de su gran mente y la musculosa y felina constitución de su cuerpo. Con una voz solemne, profunda y segura, comenzó a hablar:
—Excelencias: Fui elegido por ustedes para mandar la primera nave tripulada interestelar Daviot-Leeson. Dejé la Tierra el día primero del pasado Quinto Mes, con mi tripulación de cuatro hombres, aquí presentes. Viajando a velocidad constante interplanetaria, alcanzamos la órbita de Plutón como zona asignada de seguridad, para efectuar allí la conversión de la propulsión Daviot-Leeson.
«Dejamos así el universo “normal” a la distancia de cuarenta unidades astronómicas aproximadamente de la Tierra y continuamos nuestra ruta precalculada durante diez y siete horas, hasta llegar a la posición pretendida. Haciendo uso de la propulsión Daviot-Leeson de nuevo, volvimos al espacio “normal” encontrando, ciertamente, que habíamos alcanzado nuestro objetivo, la estrella NGCR 185.143, que se halla de la Tierra aproximadamente a 9.800 años luz.
Esta estrella es una del tipo G, de la familia de nuestro Sol con once planetas en órbita en su sistema. Siguiendo nuestras instrucciones, fuimos tomando contacto y aterrizamos en el cuarto planeta, muy similar a la Tierra y apropiado para futura colonización. Pero para nuestra gran sorpresa, hallamos que se estaba construyendo una ciudad en ese planeta.
Sobre el estrado, McKenzie frunció el entrecejo. La narración de Laurance había sido tan totalmente clara y sencilla, esquemática y sinóptica, que el hombre que había sido el héroe que había llevado a cabo la maravilla del primer viaje interestelar a velocidades superlumínicas, había convertido semejante hazaña de significado incalculable, en un informe casi mecánico, la que tuvo la virtud de irritar interiormente al Tecnarca.
—Bien, háblenos de los seres extraños que vieron allá —dijo McKenzie.
—Sí, Excelencia. Envié a Hernández y a Clive a reconocer el terreno. Estuvieron observando a los extraterrestres durante varias horas.
—¿Y pasaron inadvertidos? —preguntó McKenzie.
—Por lo que sabemos, así es.
—¿Y qué aspecto tienen esos seres extraños? —preguntó entonces el Arconte de Defensa, Klaus, con su voz firme y escudriñadora.
—Son humanoides, Excelencia. Tenemos fotografías de ellos, dispuestas para ser observadas. Tienen casi dos metros de altura, andan sobre dos piernas y respiran oxígeno. En muchos aspectos tienen un gran parecido con nosotros. La pigmentación de la piel es verde, aunque observamos que algunos la tienen de color azul. En cierta forma, parece ser que disponen de una estructura esquelética más compleja que la nuestra; por ejemplo, sus brazos tienen un doble codo, lo que les permite efectuar movimientos en todas direcciones. Por lo que pudimos observar a cierta distancia prudente, parece ser que tienen en sus manos siete u ocho dedos. En resumen, tienen todo el aspecto de una raza inteligente y plena de energía y que se encuentra en un estadio evolutivo prácticamente igual al nuestro.
El Arconte de Seguridad, preguntó con calma:
—¿Está usted seguro de no haber sido observado?
—No prestaron la menor atención al exterior de nuestra nave. En todas las ocasiones, mis hombres permanecieron escondidos mientras les observaban. Tras dos horas de observación, dejamos el cuarto planeta de que acabo de hablarles y seguirlos hacia el tercero del sistema, que también es de un tipo aproximadamente igual al de la Tierra y de la misma forma, se estaba procediendo a la construcción de colonias. Desde allí, seguimos ya en propulsión hiperespacial hacia una estrella situada a dos años luz de distancia, en cuyo sistema se estaba llevando a cabo una colonización parecida. Una tercera visita, a siete años luz, nos mostró idéntico proceso, se construían igualmente colonias vivientes del mismo tipo. Hemos llegado a la conclusión cierta de que se trata de un movimiento sustancialmente colonial y que se está llevando a cabo en ese sector del espacio. Tras nuestra visita al tercer sistema solar, lo abandonamos y pusimos proa a la Tierra a donde hemos llegado, como saben sus Excelencias, hace unas pocas horas.
—
—Sí —interrumpió McKenzie crispado—. Construyendo colonias también. Creo que estamos sometidos a la amenaza más grande que jamás haya tenido nuestra historia humana…
—¿Y por qué dice eso? —preguntó Nelson, el Arconte de Educación—. ¿Sólo porque otra especie que se halla a diez mil años luz de distancia está extendiéndose a algunos planetas, puede usted obtener esas conclusiones?
—Sí que puedo, y lo mantengo. Hoy, la esfera de mundos de la Tierra y la de esos extraños, se hallan distanciadas por diez mil años de luz. Pero nosotros tendremos que expandirnos constantemente, incluso olvidando por un momento la nueva propulsión espacial, y así lo hacen ellos. Es una colisión entre mundos distintos. No una colisión entre naves del espacio, de planetas o incluso de estrellas; es una colisión inevitable entre dos imperios estelares, el suyo y el nuestro.
—¿Tiene usted algo que proponer? —preguntó el Geoarca.
—Sí —repuso McKenzie—. Tenemos que entrar en contacto con esas criaturas inmediatamente. No dentro de cien años a partir de ahora, ni el año que viene, sino en la semana próxima. Tenemos que mostrarles que nosotros también estamos presentes en el Universo, y que es preciso llegar a alguna especie de acuerdo, ¡
Se produjo una pausa de completo silencio. McKenzie miró fijamente a la persona del Comandante Laurance, de pie ante la Asamblea y flanqueado por sus hombres.
—¿Cómo sabe usted que esos… extraños tienen algunas intenciones hostiles, en absoluto? —preguntó entonces el Arconte de Seguridad, Lestrade.
—La intención hostil no tiene ahora importancia. Ellos existen, existimos nosotros. Ellos colonizan su zona del espacio, nosotros la nuestra. Nos encaminamos inevitablemente a un choque.
—Bien, haga sus recomendaciones, Tecnarca McKenzie —indicó el Geoarca con voz inalterada.
McKenzie se puso en pie.
—Mi recomendación es que la astronave que ahora es capaz de atravesar el espacio a velocidades superlumínicas y que acaba de regresar, se envíe inmediatamente al espacio; pero esta vez llevando consigo un grupo de negociadores, quienes puedan entrar en contacto directo con esos extraños. Los negociadores, intentarán, por todos los medios a su alcance, el descubrir cuáles son los propósitos de esos seres y llegar a un acuerdo de cooperación, en el que ciertas zonas de la Galaxia queden reservadas para una ü otra de las razas colonizadoras.
—¿Y quién va a pilotar la astronave esta vez? —preguntó el Arconte de Comunicaciones.
McKenzie pareció sorprendido.
—¡Vaya! Ya tenemos una tripulación bien entrenada y que ha demostrado su magnífica capacidad para hacerlo.
—Acaban de regresar de un viaje de un mes por el espacio —protestó el Arconte Wissiner—. Esos hombres tienen familias, parientes, amigos. ¡No pensará usted en volver a enviarlos inmediatamente!
—¿Sería mejor arriesgar nuestra única astronave superlumínica disponible por ahora en manos de hombres sin experiencia? —repuso McKenzie—. Si el Arconato lo aprueba, presentaré dentro de breves días una lista de los hombres capacitados para llevar a cabo las negociaciones a que me he referido y para que traten con esas criaturas extraterrestres. Una vez estén de acuerdo, la astronave deberá salir inmediatamente. Ahora dejo la cuestión en vuestras manos.
McKenzie volvió a su asiento. Siguió su debate breve y sin gran fuerza, aunque varios de los Arcontes se resentían privadamente de los métodos tan directos del Tecnarca; sin embargo, raramente votaban en contra de sus decisiones o propuestas cuando llegaba el momento de hacerlo. McKenzie había demostrado tener razón siempre, demasiadas veces en el paso, para que cualquiera se opusiera a él entonces.
Permaneció sentado tranquilamente, escuchando la discusión y tomando parte en ella sólo cuando era necesario para defender algún punto. Sus facciones no reflejaban ninguna de las sensaciones amargas que le habían trastornado desde la vuelta del XV-ftl. Había vuelto a recobrar su temple y su gran poder de visión y de mando. Pero en su mente aquel gran problema no dejaba de dar vueltas y más vueltas.
Robert Silverberg: Colisión de los mundos | 1 |
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