Colisión de los mundos | Страница 19 | Онлайн-библиотека
—Pero eso es pedir, suplicar, ¿no es así? —objetó Bernard.
Havig se encogió levemente de hombros.
—A sus ojos, todos somos suplicantes en gran necesidad. Yo pediré gustosamente por todos nosotros, como lo he estado haciendo desde el principio.
—Está bien, rece y pida por nosotros —dijo Laurance de mal humor—. Lo cierto es que necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Algunos de los componentes del grupo se tumbaron en los cojines, disponiéndose a pasar la noche lo mejor posible. Bernard se aproximó a una de las paredes, se apoyó contra el muro y la observó tornarse transparente en tres pies a cada lado de su cuerpo, disponiendo así de una especie de ventana al exterior.
Oteó incansablemente hacia afuera y hacia arriba. Aquellas extrañas estrellas, brillaban en todo su fulgor. Buscó la Galaxia de la Tierra; pero no parecía ser visible desde aquella parte del planeta. Sintiéndose súbitamente aplastado por la inmensidad de la distancia que le separaba del hogar patrio, Bernard se apartó de su observatorio y se dejó caer sobre el cojín más próximo. Apretó los ojos cuanto pudo. Sus labios se movían sin que pudiera al principio darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Recobró su autodominio a los pocos instantes y se preguntó maravillado:
Aquella plegaria había sido como una válvula de escape. El nudo de la tensión que había ido formándose durante horas en su mente se soltó. Acurrucó la cabeza entre sus brazos y se quedó dormido en cuestión de segundos.
XIV
La mañana llegó rápidamente. Bernard se sintió entumecido y sudoroso de haber dormido completamente vestido, y se incorporó a una posición de sentado. Los demás aparecían extendidos por el suelo, todavía dormidos, y en la estancia aún quedaban sombras de la noche. Pero él se sintió completamente despierto. Se aproximó de puntillas a la pared, ésta se hizo transparente y vio que el sol había salido. Miró a su reloj. Eran poco más de nueve horas las transcurridas desde la puesta del sol y el mismo ya estaba de nuevo en el horizonte oriental. Aquello significaba que el día, en aquel mundo de los rosgolianos, era sólo aproximadamente de dieciocho o diecinueve horas.
Saliendo sin hacer ruido por la puerta, Bernard se asomó al exterior, aspirando con delicia la fragancia de aquel aire puro y vigorizante. El aire estaba maravillosamente fresco y dulce como un vino joven y delicioso. Las colinas distantes, suaves y agrupadas en redondos macizos, brillaban encantadoramente en la transparencia del sol de la mañana. Una plateada capa de diminuto rocío brillaba sobre la pradera.
Por un instante, Bernard casi se olvidó dónde estaba y de qué forma había ido a parar allí.
Había soñado con Katha. Entonces, despierto de sus sueños, la viveza de los recuerdos oníricos le sorprendieron, haciéndole sentir la tristeza de la nostalgia y cambiar su estado de ánimo en una forma introspectiva. Bernard raramente soñaba, ni pensaba en la esbelta mujer de ojos brillantes y cabello rojizo que había en su segunda esposa. Pero aquella noche había soñado con Katha.
Creyó entender también la razón del porqué. El interrogatorio mental a que le habían sometido los rosgolianos, habían removido en su cerebro viejos recuerdos y las ideas apartadas del uso corriente, apareciéndosele de nuevo al haber sido removidos tan profundamente, al igual que unas partículas suspendidas en el agua, al removerla en su estado estático. Y aquello le hizo sufrir. Se había hecho a la idea, tiempo atrás, de que se había acomodado al olvido de Katha; pero el sueño le había turbado en una forma como nunca le había sucedido.
—Buenos días —dijo una voz tras él, sacándole fuera de su ensoñación.
Bernard se volvió.
—Ah… hola, buenos días —dijo a Dominici—. Me había sorprendido.
—¿Hace mucho que está aquí?
—No, hace un rato, Dom. Tal vez diez minutos. Había salido a pasearme y a echar un vistazo por todo esto. —Bernard frunció el ceño, aunque las palabras de Dominici habían disipado su fantasía, lo que en el fondo le causó un bien.
—¿Ha dormido bien? —quiso saber Dominici.
—Regular nada más. He estado toda la noche turbado por los sueños —repuso Bernard, arrodillándose y pasando la mano por la hierba.
—¿Sueños? Vaya, es divertido… Y yo también. —Y el biofísico rió brevemente—. He soñado que estaba nuevamente en mi luna de miel. Me ha llevado a dieciocho años atrás. Íbamos los dos en una lancha motora, deslizándonos sobre las olas del mar. Yo apretaba a mi mujer con el brazo alrededor de su cintura y sus cabellos me acariciaban el rostro. Y echando una larga cuerda con un anzuelo, con la que extraje un enorme pez que estuvo a punto de hacernos zozobrar… —Dominici se detuvo—. Cuando soñaba antes algo así, solía despertarme bañado en sudor. Creo que ahora no ha sido así. Pobre Jan… Creo que ya había comenzado a olvidarla. Murió en una discontinuidad de la transmateria —añadió tras una breve pausa.
—Ah… lo siento, Dom.
Bernard trató de imaginarse lo que sería haberse quedado con la imagen de la mujer amada, sonriéndole y diciéndole adiós, entrando en el radiante campo de energía de la transmateria y después desvanecerse para siempre en el vacío en un accidente sólo posible en probabilidades de uno a un trillón. La transmateria no era absolutamente perfecta, así y todo era la primera vez que Bernard había hablado a alguien directamente implicado en cualquier clase de accidente de la transmateria.
—Si uno tiene que morir —dijo Dominici—, supongo que ésa debe ser la mejor forma de todas. Creo que no debe sentirse absolutamente nada, ni por una fracción de segundo. En un instante determinado se está vivo, y al siguiente ha dejado de existir. No le hice ningún funeral. Seguí esperando que volviera de algún modo, ¿sabe? Siempre existía algún elemento de duda y con ella, de esperanza. Pero la gente de la transmateria me dijeron que no, definitivamente había sido una desgraciada distorsión de las coordenadas y se había convertido en átomos para siempre. Me dieron doscientos mil créditos por daños y perjuicios. ¿Y quiere que le diga algo? Cuando tuve aquel cheque en mis manos, lo hice pedazos y lloré por primera vez desde que había ocurrido su muerte. Porque entonces tuve la certeza de que había muerto.
—Debió ser algo espantoso… —murmuró Bernard.
—Nos íbamos de vacaciones —continuó Dominici tranquilamente, aunque con cierto tinte de emoción en la voz—. Todo estaba empaquetado y dispuesto, y yo estaba tras ella con las maletas en la mano. Ella me besó, dio unos pasos hacia el aparato…
—No continúe, por favor. Se está hiriendo a sí mismo.
—No me importa. Ya se fue una gran parte de aquel dolor. Han pasado diez años… Vea, no estoy temblando. Estoy hablando de ella, sin temblar. Eso ya es un paso. Creo que poco a poco conseguiré rehacerme del todo, eso es todo.
Siguieron charlando durante un rato, mientras que los demás iban despertándose poco a poco en el interior de la casa. A Bernard le pareció que sentía más afecto hacia Dominici que por los demás compañeros de viaje; Havig, aunque no fuese el estereotipado tipo de fanático que originalmente había pensado que era, era demasiado austero y difícil para adquirirlo con una cordial amistad, mientras que Stone, en razón de toda su pose diplomática y sus especiales prejuicios al respecto, se apartaba de ser con mucho una persona sencilla y tratable. Pero Dominici tenía en su carácter una agradable complejidad, y aquel hombre, que a veces blasfemaba irreverentemente frente a Havig, en ocasiones de genuinos motivos de demostrarlo, se inclinaba humildemente, rezaba una plegaria en latín y se hacía el signo de la Cruz.
Uno tras otro fueron saliendo al exterior, estirando las piernas tras de aquella corta noche. Stone se les unió el primero, después Nakamura con su simpática presencia y después Havig, con sus gestos bruscos de saludo en aquella forma tan peculiar suya de no aparecer ni amigo ni enemigo. Por último apareció Laurance, perdido en sus privados sentimientos de amargura y decepción. Tras él llegaron Clive y Hernández, con el siempre taciturno Peterszoon.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer, eh? —preguntó Clive—. Sentarnos aquí y esperar, por lo visto.
—Quizás nos envíen alimentos —dijo Stone—. Estoy muerto de hambre. ¿Hay algún signo de que tengamos algo para desayunar?
—Todavía no —repuso Bernard—. Tal vez esperen a que todos estemos despiertos.
—O puede que ni siquiera se ocupen de alimentarnos en absoluto —sugirió Dominici—. No somos más que un puñado de seres piojosos, inferiores, después de todo. Y si deciden…
—¡Mire allí! —gritó Hernández de repente—. ¡Que me aspen!
Todos volvieron la cabeza al lugar que indicaba Hernández.
—No —dijo Bernard tragando saliva en una completa incredulidad—. No puede ser eso. Es un hechizo… una ilusión…
Por un instante, un nimbo de resplandor se había depositado ligeramente en la pradera a cosa de cincuenta yardas del grupo de los terrestres, habiendo descendido desde la altura hasta el suelo. La luz había parpadeado brevemente y después se desvaneció. Y en la fosforescente imagen subsiguiente a la ausencia del vivido resplandor de luz que les había envuelto, dos figuras aparecieron claramente discernibles; dos macizas figuras de piel oscura, no precisamente humanas, que se balanceaban inciertas sobre la hierba húmeda, mirándoles con el mayor asombro y tal vez presas del temor.
Eran Skrinri y Vortakel.
Los
Los orgullosos diplomáticos norglans.
—Hemos traído a sus compañeros —dijo una voz rosgoliana procedente de un lugar indeterminado—. Las negociaciones pueden continuar ahora de nuevo.
Los grandes norglans tenían el aspecto de estar borrachos o bajo los efectos de una completa falta de orientación. Tras una serie de titubeos, llegaron a detenerse, dando la sensación de reunir arrestos y como recuperándose de aquel ciego ataque que les había llevado hasta allí indefensos e impotentes de evitarlo. Entonces todo el valor que parecían haber recuperado quedó de nuevo desvanecido al darse cuenta de la presencia de los hombres de la Tierra.
—¿Son ésos los mismos con los que hablamos…
—Creo estar seguro de que sí —repuso Bernard—. Mírelo bien: el más grande es Skrinri, y el otro de la cicatriz en el hombro es Vortakel.
Resultaba muy difícil para Bernard considerarlos entonces como extraños, ya que ellos se encontraban en idénticas circunstancias. Sobre aquel planeta Rosgola todos parecían, salvo menores diferencias, prácticamente iguales en su carácter de seres extraños, hasta el extremo de que para los rosgolianos deberían aparecer casi iguales. Pero sin lugar a dudas aquéllos eran los dos norglans que habían llegado como
Los norglans se fueron aproximando, pareciendo intentar el dominio de su compostura dentro de su total perplejidad y asombro sin límites. En un tono gutural, raspeante y completamente distinto del suave que solía emplear Skrinri, dijo:
—Vosotros…, ¿hombres de la Tierra? ¿Los mismos hombres de la Tierra?
Stone se suponía el portavoz del grupo terrestre. Pero Stone estaba tan confuso que no acertaba a salir de su tremenda perplejidad. Tras un instante de frío silencio, Bernard respondió:
—Sí. Nosotros ya nos encontramos y nos reunimos antes con ustedes. Usted es Skrinri…, y usted Vortakel.
—Lo somos. —Fue Skrinri el que habló—. Pero… ¿por qué ustedes venir aquí?
—Nos trajeron, no fue cuestión de propia voluntad —explicó Bernard ilustrando el proceso de las ideas con gráficos hechos con un tallo de hierba—. Nuestra astronave fue capturada y traída hasta aquí. ¿Y ustedes?
Skrinri, aparentemente todavía bajo los efectos de la enormidad de lo que se había hecho con él, no replicó. Fue entonces Vortakel quien lo hizo con una voz poco firme.
—Hubo… haber mucha luz alrededor. Una voz decir:
Resultaba molesto y, con todo, en cierta forma extrañamente satisfactorio y agradable, ver cómo se hallaban completamente trastornados los dos emisarios norglans. No era tampoco sorprendente que Skrinri y Vortakel pareciesen completamente demolidos en su convicción íntima ante la repentina revelación y descubrimiento de que ellos tampoco representaban el pináculo de la evolución, después de todo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Skrinri.
—Muy lejos de la patria —dijo Bernard. Luchó por encontrar las palabras que necesitaba y de qué forma era posible explicar en términos comunicables los conceptos de «galaxia», «parsec» y «universo». Tuvo que abandonar el esfuerzo—. Nosotros estamos… muy lejos de la casa, tanto que no es posible ni ver su sol o el nuestro en el cielo.
Los norglans se miraron el uno al otro, en una forma que denotaba a las claras una mezcla de sospecha y desamparo. Los dos extraterrestres se hablaron rápidamente durante un buen rato en su imposible lenguaje lleno de consonantes y extraordinariamente evolucionado. Los hombres de la Tierra siguieron en pie, escuchándoles sin comprender una sola palabra, mientras Skrinri y Vortakel, evidentemente, discutían la situación presente.
Bernard comenzó a sentir lástima por ellos. Los norglans tenían una alta opinión de ellos mismos y de su relación con el universo tan importante como la que tenían los hombres de la Tierra, y había sido preciso la presencia de los rosgolianos para que tales conceptos quedasen aplastados de un solo golpe. Debería ser increíblemente doloroso para los norglans descubrir que podían ser sacados de sus planetas o desviados en sus rutas por el espacio y llevados a incalculables distancias a través de los cielos por unos extraños seres resplandecientes a otra galaxia…
Se dio cuenta de que los rosgolianos estaban de vuelta. Como luciérnagas parpadearon en el horizonte y en destellos sucesivos fueron rápidamente cobrando vida ante ellos. Dos, tres, cincuenta, un centenar; muy pronto la inmensa pradera se convirtió en un inmenso círculo de aquellas criaturas radiantes, como fuegos fatuos suspendidos sobre el suelo verdeante y mojado aún por el rocío de a madrugada.
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