Colisión de los mundos | Страница 17 | Онлайн-библиотека


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—¿Quién… qué… es… usted?

—Yo soy un rosgoliano, hombres de la Tierra. Seré su guía mientras toman tierra.

—Y… ¿somos entonces llevados…?

—A Rosgola, hombres de la Tierra. —La respuesta era calmosa, precisa y totalmente desprovista de toda información.

Bernard sacudió la cabeza. Esto debe ser una alucinación, es la única respuesta posible, pensó entre el caos de ideas que le bullía en la cabeza—. Sí, es la única explicación. Incluso en la Gran Nube de Magallanes resulta imposible imaginar que haya seres que lleguen a través de las paredes metálicas de una astronave y que hablen perfectamente el idioma terrestre.

Se puso en pie.

—¡Dominici! —gritó—. ¡Vamos, de pie! ¡Havig! ¡Vamos, deje ya de estar arrodillado! ¿No ven ustedes que es absolutamente irreal? Estamos sufriendo una alucinación colectiva…

—¿De veras lo piensa usted así? —dijo la voz gentil del rosgoliano. En su voz había un ligero tinte de humor. Aquella voz tranquila continuó—: Ustedes, pequeñas criaturas dignas de lástima, ¿quiénes son para decidir con tanta arrogancia entre lo que es y no es real? En el Universo existen muchísimas cosas más que los hombres de la Tierra jamás podrán comprender aunque piensen que tienen el dominio de ellas. No somos ninguna alucinación. Muy lejos de eso, hombres de la Tierra.

Las mejillas de Bernard se pusieron al rojo. Inclinó la cabeza y le vinieron a la mente las palabras de Shakespeare: Hay más cosas en los cielos y en la tierra, Horacio…

Se mordió los labios y permaneció silencioso.

Por toda la cabina retumbó como un millar de carcajadas alegres. El extraño ser parecía enormemente divertido por las pretensiones de los humanos.

—Una vez fuimos como vosotros, terrestres, hace cientos de miles de años. Éramos inquietos, bulliciosos, exploradores, además de afectados, fanfarrones, orgullosos y estúpidos, como lo sois ahora vosotros, terrestres. Sobrevivimos a tal estadio de evolución. Tal vez vosotros lo consigáis también.

Stone levantó la vista, pálido el rostro y contraídas las facciones.

—¿Cómo… cómo nos han encontrado? ¿Han sido ustedes la causa de que nos hayamos perdido?

—No —replicó el rosgoliano—. Les hemos estado observando desde hace mucho tiempo, a medida que han ido evolucionando; pero sin el menor deseo de tomar contacto con vosotros. Hasta el momento en que tuvimos noticias de que una astronave vuestra se aproximaba a nuestra galaxia. Al principio, temimos que vinierais en nuestra busca…, pero pronto nos convencimos de que estabais perdidos en el espacio. Me enviaron a mí para hacer de guía y conduciros a puerto seguro. Hay muchas cosas que tenéis que oír.

—¿Dónde…, cómo… ? —insistió Stone.

—Por ahora es bastante —repuso el rosgoliano con un tono de firmeza que descartaba cualquier ulterior discusión—. Las respuestas se os darán más tarde, a su debido tiempo. Voy a volver.

La luz se desvaneció.

Y el rosgoliano desapareció de su presencia como por encanto.

La pantalla visora mostraba el sol amarillo tan grande ya en el espacio que ocupaba casi un cuadrante.

En la cabina, cuatro hombres aterrados se miraron fijamente uno al otro, en la más completa confusión y desaliento.

Stone encontró palabras para hablar primero.

—¿Lo hemos visto en realidad? —preguntó con los ojos dilatados por el asombro.

—Sí, lo hemos visto —repuso Havig—. Apareció en aquel rincón. Comenzó a radiar una especie de luz extraña. Y nos habló después.

Bernard comenzó a reír con unas secas carcajadas que tenían poco de humor. Los demás fruncieron el ceño ante él.

—Parece divertido —dijo Stone.

—¿Qué broma es esa, Bernard? —preguntó Dominici.

—No es ninguna broma, la broma está en nosotros mismos. Sobre todos los que ocupamos esta cabina, en los norglans y sobre el pobre y viejo Tecnarca McKenzie, también. ¿Recuerdan ustedes lo que nos dijeron Skrinri y Vortakel? ¿Los términos del ultimátum?

—Pues claro que sí —repuso Stone. E imitando el tono de los norglans repitió: Ustedes pueden conservar esos mundos. Todos los demás pertenecen a Norgla.

—Así es —convino Bernard—. En este estallido de orgullo cósmico hemos atravesado el espacio en busca de los norglans, para ofrecerles magnánimamente dividir el universo en partes iguales con ellos. Y ellos, con mayor orgullo todavía, nos dieron con la puerta en las narices. Y… ¿quién somos nosotros, de cualquier forma para decir… «Este Universo es nuestro»? ¡Insectos! ¡Monos! Unas criaturas que no tienen la menor importancia.

—Somos hombres —dijo Havig con solemnidad.

Bernard se volvió hacia el neopuritano.

¡Hombres! —le remedó—. Habla usted como si supiera todos los secretos de Dios, Havig. ¿Qué sabe usted de nada? ¿Qué hace Dios para ocuparse de nosotros, de todos nosotros? No somos más que una parte insignificante de la creación. Si Dios existe, tiene que considerarnos sólo como una forma de vida más, entre otras, tal vez en número infinito. No tenemos nada especial. Somos como gusanos en una charca, y porque da la casualidad de que nos hemos hecho los dueños y señores de esta charca particular, hemos intentado creernos y afirmar que somos los propietarios exclusivos del Cosmos.

—¡Un momento, Bernard! —protestó Dominici—. ¿Es usted ahora el que se ha propuesto volvernos locos a todos? ¿Qué es lo que pretende decir con todo eso?

—En realidad no estoy seguro de lo que quiero decir… todavía —repuso Bernard con calma—. Pero creo entrever lo que tenemos por delante. Creo que van a ponernos en el lugar que nos corresponde en el orden general de las cosas universales. No somos los reyes de la creación. Apenas si estamos civilizados a los ojos de esa gente. ¿Oyeron bien lo que dijo el rosgoliano? Fueron como nosotros, hace cientos de miles de años. A su escala del tiempo, hace apenas dos minutos que descendimos de los árboles y sólo dos o tres segundos desde que aprendimos a leer y escribir y nada más que una fracción de instante desde que comenzamos a conseguir algún dominio de nuestro entorno vital.

—Está bien, está bien —dijo Dominici—. Así, se hallan grandemente avanzados…

—¿Grandemente? —Bernard se encogió de hombros—. La diferencia es inconcebible. El abismo en la escala evolutiva del ser inteligente que hay entre ellos y nosotros, es tan tremendo que ni siquiera lo podemos imaginar. Es lo bastante como para destruir de un manotazo cualquier trazo de arrogancia que podamos tener, ¿no lo ven? ¿Y que en modo alguno somos reyes ni dueños de apenas nada?

—La Tierra tendrá que recibir algunas sorpresas —remarcó Havig.

—Si es que volvemos —apuntó Dominici.

—Sí, la Tierra va a recibir algunas sorpresas, de acuerdo —continuó Bernard—. Lo suficientemente grandes como para echarlo todo a rodar. Hemos vivido demasiado tiempo engañados. Como supremos dueños y señores de cuanto hemos descubierto. Ya ha sido un mal asunto encontrarnos con los norglans esparcidos por nuestro universo; pero ahora… para colmo de todo, tener que vérnoslas con esa gente…

—¿Y quién sabe cuántas otras razas pueden haber? —dijo Stone exaltado, con una traza de maravilla en los ojos—. En Andrómeda, en las otras galaxias… Criaturas que incluso sean mucho más evolucionadas y perfectas que los rosgolianos…

Resultaba una idea abrumadora. Bernard apartó la vista, sintiendo como si un vértigo le invadiese ante la súbita revelación de la inmensidad del Universo. El hombre no estaba solo. Muy lejos de ello… Y sobre planetas increíblemente distantes, viejas razas observaban y florecían, en mil aspectos de estadios evolutivos de la inteligencia, hasta un extremo capaz de nublar la mente de cualquier hombre… sí, era algo increíble, inimaginable, abrumador.

Todavía podía ver, como si sólo hiciera un instante, a aquella criatura resplandeciente, hablarle en perfecto terrestre, con aquellas inflexiones que infundían seguridad, calma y confianza: Y recordar sus palabras de una infinita humillación para el ser humano…

—Vamos a ver al Comandante —sugirió—. Tenemos que informar a Laurance de lo ocurrido.

—Sí, debemos hacerlo —convino Stone.

Se dirigieron hacia la cabina de control. Pero no había necesidad de contarle a Laurance la historia de aquella extraña visión. Los hombres de la tripulación estaban sentados en sus puestos de control, perplejos y sacudidos por un extraño temblor.

—¿Lo vieron ustedes también? —preguntó Dominici.

—¿A los rosgolianos? —repuso Laurance—. Sí, sí, también les vimos. —Su voz resultaba totalmente natural e indiferente.

Clive comenzó a emitir una risa seca e histérica que comenzó mecánicamente a surgir de su garganta y después a sacudirle con la fuerza de un ataque casi epiléptico. Durante unos instantes, nadie se movió. Bernard dio unos pasos rápidamente en el interior de la cabina de mando, agarró a Clive por el cuello de la camisa y le abofeteó por tres veces fuerte, sin pausa.

—¡Deténgase, Clive! ¡Vamos, vuelva en sí!

El histerismo comenzó a desvanecerse. Clive parpadeó, sacudió la cabeza y se frotó las mejillas rojas por las bofetadas del sociólogo. Bernard se miró los dedos todavía enrojecidos también por la fuerza de las bofetadas que había tenido que proporcionarle al astronauta. Se dio cuenta de que era la primera vez en toda su vida que había tenido que golpear a otro ser humano. Pero no había otro remedio que haberlo hecho, por lamentable que fuese. Aquella histeria de Clive podía haberse propagado a los demás, como una plaga infecciosa. En aquellos instantes, todos se hallaban a caballo entre la locura y el buen sentido. Bernard se humedeció los labios.

—¡No podemos dejar que perdamos la cabeza!

—¿Por qué no? —repuso Laurance, como ausente—. Es el fin de todo, ¿verdad? ¿La terminación de nuestra gigantesca tarea de dominación galáctica y su colosal Imperio? Ahora ya sabemos lo insignificantes que somos. Sólo unos mamíferos que viven por azar en un cierto sol amarillo en aquella pequeña galaxia de la pantalla. Podríamos extendernos a unos cuantos mundos; pero eso no quiere decir, ni con mucho que podamos llamarnos los amos del Universo, ¿no es cierto?

Bernard no replicó. Clavó la vista en la gran pantalla visora de la cabina de mando. Un planeta crecía de tamaño en el foco visual. El XV-ftl, ya estaba colocado en órbita a su alrededor, una órbita que iba estrechándose más y más.

—Estamos aterrizando —anunció Bernard.

XIII

El planeta de los Rosgolianos, no era precisamente todo lo que Bernard habría esperado que fuese. Su idea de lo que sería el hogar de una super-raza, era de la clase de una super-Tierra, con impresionantes ciudades embovedadas con campos de energía, con fabulosos edificios que llegasen hasta el firmamento y con construcciones, parques y vías de comunicación meticulosamente planeados y la apariencia por alguna parte de lo que normalmente debería ser una tecnología increíblemente avanzada.

Pero estaba totalmente equivocado.

Tal vez los rosgolianos tuvieron tales cosas alguna vez en el pasado; pero de cualquier forma, habían descartado con toda evidencia las grandes ciudades, con la vacía majestad de las megalópolis. La escena que aparecía ante los ojos de los terrestres al abandonar la astronave, que había llegado flotando suavemente hasta tocar el suelo, desafiando todas las leyes de la inercia y de la masa, era de una serenidad pastoral.

Unas suaves colinas ondulaban hasta perderse en el horizonte. Poniendo unas pinceladas de color aquí y allá, en el verdor de su naturaleza, y en tonos pastel, aparecían unas pequeñas casas, que parecían surgir de la tierra como objetos orgánicos, como árboles de un raro capricho. No se apreciaba la existencia ni el menor signo de industria, ni de transporte.

—Esto es un país de hadas —murmuró Dominici asombrado.

—O tal vez el paraíso —dijo Havig.

—Esto es la fase post-tecnológica de la civilización, estoy seguro —argumentó Bernard—. ¿Recuerdan ustedes la versión que los antiguos marxistas lanzaban a los cuatro vientos con machacona insistencia sobre el Estado? Pues bien, esto es, estoy seguro. —Y se dio cuenta de que hablaba en un murmullo, como si se hallase en un museo o en un lugar de adoración.

Los nueve componentes del grupo, permanecieron en pie cerca de la astronave, esperando que los rosgolianos apareciesen por alguna parte y de alguna forma. El aire resultaba extraño y con un cierto matiz de algo extraterrestre en él, pero bueno de respirar para los pulmones de los nombres de la Tierra. Una fresca brisa soplaba, procedente de las colinas. El sol, estaba alto en el cielo y parecía más rojo y algo más frío que el de la Tierra.

Precisamente cuando comenzaban a sentirse impacientes, apareció un rosgoliano, surgiendo de la nada y apareciendo ante su vista entre el lapso de un instante al siguiente.

—Teleportación —murmuró Bernard—. Algo incluso mejor que la transmateria, no es preciso de ninguna instalación mecánica.

Era imposible decir si el rosgoliano era el mismo que se había presentado a bordo de la astronave en el espacio. Aquél era aproximadamente del mismo tamaño que el otro y sus facciones y parte del cuerpo aparecían borrosas por el resplandor de luz que seguía a aquellas criaturas a donde quiera que fuesen.

—Hemos de ir hacia los otros —dijo el rosgoliano con aquella voz suave y musical, como no hablada.

El resplandor dorado les envolvió repentinamente a todos, Bernard sintió por unos instantes como el cálido refugio del vientre materno, y después la luz desapareció y la astronave también.

Se hallaban en el interior de una de aquellas extrañas casas.

—Pónganse cómodos —dijo el rosgoliano—. El interrogatorio comenzará pronto.

—¿Interrogatorio? —preguntó Laurance—. ¿Qué clase de interrogatorio? ¿Qué es lo que está planeando hacer con nosotros, sea lo que sea?

—No les sobrevendrá ningún daño —fue la suave y cortés réplica del rosgoliano.

Bernard tocó a Laurance en el brazo.

—Creo que es mejor que se tranquilice y tome las cosas como vengan. Discutir con estas gentes no creo que nos proporcione ningún bien.

Se sonrió, a despecho de sí mismo. El levantarse desafiante para decirle algo a los rosgolianos, era algo parecido al antiguo romano que se pusiera a desafiar una bomba de hidrógeno, gritándole: Civis romanus sum!. La bomba le prestaría muy poca atención, como tampoco se la prestaría de la misma forma, el rosgoliano. Pero sintió, no obstante, una interna y fundamental seguridad de que aquellos seres de luz eran incapaces de hacer a nadie el menor daño.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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