Colisión de los mundos | Страница 16 | Онлайн-библиотека


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—Tan bien definido como es posible hacerlo —declaró el Comandante sin vacilar—. Hemos encontrado la estrella S del Dorado y algunas variables del tipo RR de Lyra, de lo que estamos bien seguros. En la forma en que hemos explorado la población estelar, existen muchas Cefeidas, muchas estrellas del tipo O y B y K supergigantes, lo que concuerda perfectamente con la estructura de la formación extragaláctica de la Gran Nube de Magallanes.

—Pero ¿qué hay de estrellas del tipo Sol, como la nuestra? —preguntó ansiosamente Stone—. ¿Han encontrado ya alguna? Esas otras que usted ha mencionado no son apropiadas para pensar en quedarse en sus sistemas, ¿verdad?

—No pienso que tengamos que preocuparnos demasiado por eso —repuso Laurance con una sonrisa algo nerviosa.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que las cosas ya no dependen de nosotros, que están fuera del alcance de nuestras manos.

Por primera vez, Bernard comprobó lo que debería haber sido inmediatamente obvio para él, excepto que era algo que nadie se hubiera atrevido a pensarlo. Se dio perfecta cuenta de que los cinco hombres habían abandonado la cabina de control al mismo tiempo. Aquello no había sucedido nunca en todo el viaje. Pero Laurance, Clive y Nakamura estaban allí, y Peterszoon y Hernández esperando en el exterior. Y sin nadie en la cabina de control…

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Bernard atacado de pánico—. ¿Quién pilota la astronave?

—Eso es lo que me gustaría saber —repuso Laurance, dirigiéndose hacia la pantalla visora—. Hace una hora aproximadamente que una fuerza externa nos está controlando a todos. Estamos totalmente incapacitados para maniobrar por nuestra propia, voluntad. Somos arrastrados por una mano invisible, y hacia un sol amarillo que está ya ahí mismo.

XII

A la deriva y hacia abajo, cayendo siempre, a través de la negrura del espacio, pasando de largo los brillantes soles de aquel cielo ignoto y arrastrados como una mota inútil… sin que nadie fuese capaz de hacer nada por evitarlo. A bordo del XV-ftl, nueve hombres esperaban impotentes.

Los controles aparecían totalmente bloqueados, los reactores de plasma habían dejado de funcionar, los cohetes estabilizadores estaban fuera de todo servicio y ningún indicador registraba nada. Resultaba incluso absolutamente imposible la conexión con la propulsión Daviot-Leeson para la conversión al hiperespacio.

Nada que hacer sino esperar. Y esperar en silencio. ¿Qué podría decirse? Aquello estaba más allá de toda comprensión humana, más allá de toda razón y de toda lógica.

—Podría postularse un campo magnético enorme —sugirió Dominici—. Algo así como cincuenta trillones de gauss, de tal intensidad que ni siquiera podamos imaginar. Es como si fuese el total del campo magnético de todo este enjambre estelar tal vez. Y nos encontramos atrapados en él, arrastrados sin saber dónde…

—Los campos magnéticos no se interfieren con los propulsores de las astronaves —remarcó Bernard—. Tampoco congelan los controles. Ni siquiera toda esa cifra de gauss u otra cualquiera mayor que usted propone. Hay alguna inteligencia poderosa tras todo esto…, y yo diría que una inteligencia tan superior a la nuestra como lo estaría ese imaginario campo magnético de otro cualquiera que pudiéramos medir.

Havig se estremeció en su litera, murmurando algo incoherentemente. Volvía en sí, aunque daba la impresión de hallarse solo en el umbral de la conciencia de sus sentidos.

—¿A qué velocidad nos desplazamos? —preguntó Stone.

El Comandante Laurance miró al diplomático. —Imposible decirlo. Pero una cosa es cierta: que nos desplazamos a enorme velocidad. Los muchachos están intentando obtener algún punto de referencia por el efecto Doppler. Me atrevería a decir que viajamos muy próximo a la velocidad de la luz.

—Sin aceleración —dijo Nakamura abstraído y sombrío—. Es algo incomprensible. Desde un arranque normal hasta C, sin aceleración. Ya pueden ustedes figurarse lo que eso significa. Es increíble. La conversación declinó. En la pantalla visora, las estrellas daban la impresión de echárseles materialmente encima, con sus discos ardientes y multicolores, pasando y quedando atrás a velocidades fantásticas. Los cálculos vectoriales de Laurance habían sido precisos: se dirigían hacia un sol amarillento que crecía a pasos agigantados a cada momento que transcurría.

Y continuó aquel fantástico viaje por el espacio. Pasó una hora de aquel viaje forzado, una segunda y otra más. Hernández informó de que su cálculo de la velocidad, a juzgar por los efectos Doppler obtenidos, debería ser muy aproximadamente la de 9,6/10 de la velocidad de la luz. Lo que significaba que estaban viajando virtualmente al tope máximo del universo normal… sin ninguna fuente aparente de energía.

Era algo increíble. No tenía el menor sentido. Continuó siendo algo absurdo por las tres horas siguientes. Por entonces Havig ya se había despertado. El lingüista se incorporó de golpe, sacudiendo la cabeza. —¿Qué…?

—¿Se siente mejor, Havig? —¿Qué es lo que ha ocurrido? Todos ustedes me miran de una forma tan extraña… ¿Qué sucede? —Nada de particular —le repuso Bernard—. Se trastornó usted un poco, tuvimos que inyectarle un sedante soporífero y ha descansado varias horas. ¿Se siente ahora con más calma?

Havig se pasó una mano temblorosa por la frente. —¡Oh!, sí, estoy perfectamente en calma. Estoy tratando de recordar… Sí, el terror me invadió. Quiero pedirles excusas a todos ustedes. Y… Bernard, tengo que darle las gracias en particular por haber intentado confortarme. Ha sido un gesto generoso y lo que más le agradezco ha sido el esfuerzo que le ha costado. Ahora recuerdo, sí… La analogía de Job, eso fue exactamente…

—A mí me lo pareció también.

Havig sonrió.

—Supongo que uno puede controlarse a sí mismo durante mucho tiempo, y cuando menos lo espera esa fuerza se debilita… aun creyendo uno que es fuerte. Creo que me he comportado como un hombre débil y cobarde. Pero fue una experiencia importante para mí. Ello me ha demostrado que mi fe puede ser sacudida. Sacudida, pero no destruida. Vea usted, como lo veo yo ahora, que Dios puede a veces retirar sus dones y su gracia para nuestro bien aunque no podamos ver su propósito realmente… Job no lo comprendió, pero obedeció. Como yo tendría que haber hecho, pero en un momento de debilidad… Ahora me enfrento con la prueba que quiera enviarme más fuerte que nunca. Es la prueba de la fe lo que confirma… —Havig se detuvo y sonrió humildemente—. Bien, no quiero darles a ustedes toda una conferencia con mi agradecimiento. Les suplico su indulgencia por la escena.

—Olvídelo, Havig —dijo Dominici—. Todos hemos ido pasando por turno nuestros berrinches. Usted ha debido ir aguantándolo todo hasta que, llegado un momento, ha estallado.

Havig aprobó con un gesto.

—Sí, pero gracias de nuevo, muchísimas gracias a todos. Sin embargo, creo que hay algo que me están ustedes ocultando, algo que está ocurriendo desde que he estado dormido. Todos ustedes tan pálidos, tan asustados…

—Creo que será mejor que se lo digamos —dijo Dominici.

—Adelante —le urgió Stone.

Tan concisamente como pudo, Bernard explicó la situación, tal y como se hallaba en aquel momento. Havig escuchó las explicaciones de Bernard gravemente, frunciendo el ceño más y más conforme avanzaba en su narración.

—Y así, pues, es como nos encontramos fuera de control —terminó Bernard abruptamente—. Eso es todo. No tenemos nada absolutamente que hacer sino esperar y ver qué es lo que tiene que ocurrirnos. Si alguna vez tuvo que presentarse una ocasión para su estoicismo neopuritano, aquí la tiene ahora.

—Todos tenemos ahora que armarnos de valor —repuso Havig con firmeza—. Todos tenemos que darnos cuenta de que lo que nos está destinado es para nuestro bien, y no debemos temer nada.

Bernard aprobó con un gesto de la cabeza. Entonces comenzó realmente el verdadero Havig, un hombre que era ciertamente austero y sombrío, pero que, a despecho de sus formas ascéticas de vida, era algo que imponía respeto. No el estar de acuerdo con él, sino respetarlo. Existía un evidente núcleo interno de fuerza en Havig. No utilizaba sus creencias como un escudo para ayudarse egoístamente en su paso por la vida, sino como una guía que le capacitaba para enfrentarse con la existencia firme y honestamente. Algo que el propio Bernard no hubiera sido capaz de hacer antes de aquel viaje.

Se sintió aliviado. Evidentemente, el momentáneo desmayo de Havig al perder el control de sus acciones había terminado, un breve destello de bisterismo que había muerto apenas había aparecido. Dominici susurró casi al oído de Bernard: —Creo que tiene usted razón respecto a la prueba de Job. Se está adaptando a ello.

—Ya se había adaptado —repuso Bernard—. Es más fuerte de lo que usted supone.

Resultaba confortante, pensó Bernard, saber que una vez más había un hombre a bordo dueño de una calma absoluta, fatalmente resignado a cualquier cosa que pudiera sobrevenir, fuese lo que fuese. Aunque no, no de forma fatalista. Aquélla era una expresión equivocada. Havig aparecía mucho más cordial entonces. La fe y la resignación no son la misma cosa.

Continuó la caída de la astronave por más de otra hora, hasta que parecía que tuviese que estar haciéndolo por siempre, como una caída sin fin, la caída de Lucifer extendida hacia el infinito… o hasta que la astronave desapareciera convertida en átomos antes de llegar al sol amarillo que parecía su destino irrevocable.

Los hombres forzaron la mente a ignorar la situación en que se hallaban. Estaba todo demasiado fuera de su poder de controlarla como para preocuparse más por ello.

Nakamura preparó una comida; todos comieron, aunque sin el menor entusiasmo. Clive sacó de alguna parte un sintetizador sónico y tocó una serie de canciones folklóricas, mientras que las cantaba con una voz raspeante y nasal que alcanzaba una sorprendente calidad artística. Bernard puso atención a las palabras de las canciones, realmente fascinado; la mayor parte de ellas correspondían a viejos idiomas y lenguajes de la Tierra, lenguas enterradas ya en el polvo de los siglos. Bernard obtuvo una grata sensación de comprensión en el sentido sociológico de aquellas viejas canciones.

Pero poco después llegó a sentirse aburrido. Clive dejó el aparato a un lado. Resultaba imposible olvidar que la astronave se hallaba fuera de todo control, llevándoles desamparados y sin rumbo fijo, al parecer, hacia lo que parecía ser una condenación fatal e indetenible. Era imposible también olvidar que se enfrentaban con fuerzas más allá de toda imaginación. E imposible seguir viviendo bajo tales condiciones. Pero tuvieron que continuar viviendo.

Y entonces los rosgolianos llegaron a bordo.

Laurance y sus hombres permanecían en sus puestos intentando inútilmente hacerse con los controles y albergando una muy débil esperanza de poder conseguir algún resultado de los hasta entonces inútiles esfuerzos. En el compartimiento de los pasajeros el tiempo transcurría con lentitud. Bernard intentó leer algo sin absorber nada, hasta acabar por dejar el libro a un lado y quedarse mirando fijamente cualquier punto perdido del espacio.

La primera noticia de que algo extraño iba a ocurrir llegó cuando sintió un resplandor repentino esparciéndose desde el rincón trasero de la cabina, cerca de la litera de Dominici. Aquella extraña luminosidad se filtró por la totalidad de la cabina. Frunciendo el ceño y perplejo, Bernard se volvió para ver la causa. Antes de conseguirlo le llegó la voz de Dominici presa del pánico.

—¡María, Madre de Dios, protégeme! —gritó el biofísico—. ¡Estoy perdiendo el juicio!

Bernard se quedó con la boca abierta ante lo que vio.

En la cabina se había materializado una figura directamente tras la litera de Dominici. Aparecía a unos tres o cuatro pies del suelo en la intersección de los planos de la pared. De aquella figura irradiaba un resplandor misterioso e indefinible. Era un ser de pequeña estatura, de tal vez unos cuatro pies de altura, suspendido tranquilamente en el aire. Aunque se hallaba completamente desnudo, resultaba imposible considerarlo de tal guisa. Una especie de ornamento de luz le envolvía de una forma fantástica, aunque sin ocultarlo del todo. Su rostro era algo como una especie de planos resplandecientes en ángulos inimaginables. Tras haberlo mirado unos momentos, Bernard se sintió mareado, teniendo que apartar los ojos de aquella fantástica criatura.

Aquel ser irradiaba no solamente una bella y fantástica luz resplandeciente, sino una impresión de total serenidad, de completa confianza y la más asombrosa habilidad y capacidad para realizar cualquier acto.

—¿Qué… diablos… es eso? —preguntó Stone, igualmente perplejo, con una voz que apenas le salía de la garganta. Dominici estaba postrado, hablando rápidamente para sí mismo con una voz monocorde. Havig, todavía con su autodominio, se había arrodillado, rezando, mientras temblaba visiblemente. Bernard hizo un esfuerzo por tragar saliva.

—No tienen que tener ningún miedo —dijo la visión—. No recibirán daño alguno.

Las palabras no fueron pronunciadas en voz alta.

Parecían simplemente fluir del cuerpo de aquella criatura radiante, tan claras e inequívocas como su brillo luminoso.

A pesar de aquellas palabras de seguridad y confianza, Bernard sintió una oleada de terror invadirle la mente y el cuerpo de pies a cabeza. Sus piernas se negaban a sostenerle y se dejó caer a plomo sobre su litera, apretándose las manos fuertemente. Sabía, sin lugar a dudas, que se hallaba frente a una criatura tan infinitamente evolucionada respecto al hombre como el hombre de los monos. Y posiblemente el abismo fuera mucho más insondable que la comparación antedicha. Bernard se sintió presa del temor, de una especie de reverencia y, por encima de todo, una sensación tremenda de temor ante lo desconocido.

—No tienen ustedes que temer nada —repitió aquella criatura, pronunciando cada palabra con perfección, clara y distinta. Por un instante la luz que irradiaba creció a mayor intensidad hasta adoptar un matiz de un marrón claro. Bernard sentía ya el temor como un peso que efectivamente gravitase sobre él.

Miró vacilante a la fantástica criatura y farfulló como pudo una instintiva pregunta.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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