Colisión de los mundos | Страница 14 | Онлайн-библиотека


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Bernard no deseaba en modo alguno ver la cara del Tecnarca McKenzie cuando recibiese las noticias respecto a los norglans, y a su ultimátum. Pensó que de alguna forma, sería mejor enviarle alguna especie de informe escrito. Pero no habría forma de escapar a la prueba; la información tendría que ser dada en persona. Aquél sería un momento temible, de eso estaba bien seguro.

La cabina permanecía silenciosa. Havig, continuaba como inmerso en aquella impenetrable capa de abstracción que le era tan peculiar, como en una permanente comunión con Dios; era inútil, pues, buscar su compañía. Dominici se había quedado dormido. Stone miraba sin apartar la vista de aquel gris extraño de la pantalla, obviamente pensando en el fracaso total de su carrera diplomática. Un hombre que va a negociar un tratado y vuelve con el ultimátum de un enemigo, no puede soñar siquiera con llegar algún día a formar parte del Arconato.

Bernard se dirigió fuera de la cabina y se encaminó a la sala de control situada en el morro de la astronave. La puerta estaba abierta. En su interior, pudo apreciar a los cinco hombres de la tripulación dedicados por entero a su trabajo, como partes de un mismo organismo, una extensión de la propia astronave. Durante unos minutos, ninguno se apercibió de la presencia del sociólogo, a pesar de haber entrado y fisgoneado con curiosidad en las luces coloreadas de los computadores y los diversos controles, escuchando de tanto en tanto, los chasquidos mecánicos de las computadoras electrónicas.

Fue el Comandante el primero en verle. Volviendo los ojos, Laurance le miró con el ceño fruncido. A Bernard le pareció que las facciones de Laurance aparecían extrañamente rígidas, casi torturadas.

—Lo siento Dr. Bernard. Estamos muy ocupados. ¿No le importaría permanecer en su cabina?

—Ah, sí, claro, por supuesto. Lamento haber hecho el intruso…

Molesto e irritado, Bernard volvió a la parte de la astronave destinada a los pasajeros. Nada había cambiado. El reloj indicaba que quedaban todavía casi catorce horas de viaje por el hiperespacio.

Se sentía hambriento. Pero a pesar del paso de las manecillas del reloj, nadie aparecía para anunciarles que era la hora de comer algo. Bernard esperó.

—¿Tiene apetito? —le preguntó Stone.

—Sí, bastante. Pero todos parecen muy ocupados cuando estuve a verles hace un rato. Tal vez no tengan tiempo para ocuparse por ahora de la comida.

—Esperaremos otra hora —dijo Stone—. Entonces comeremos sin ellos.

Pasó la hora, y otra media, y otra hora más, completa. Stone y Bernard subieron ambos hasta la cabina de control y comprobó que los cinco hombres de la tripulación estaban frenéticamente dedicados a sus quehaceres como antes. Encogiéndose de hombros, salió sin ser advertido de nuevo.

—No parece que tengan planeado el comer —dijo Bernard—. Creo que podríamos hacerlo nosotros por nuestra cuenta.

—¿Y los otros dos?

—Dominici está dormido y Havig sumido en la meditación. Después de todo, pueden comer cuando les parezca.

—Creo que tiene usted razón —convino Stone.

Y se dedicaron a buscar los alimentos sintéticos. Nakamura conservaba la despensa en perfecto orden, con cada cosa en su lugar. Fijándose en el almacenamiento de los alimentos, en sus alacenas, Bernard descubrió con sorpresa que la astronave llevaba alimentos para cuando menos, varios meses. Esto debe ser para un caso de emergencia, pensó automáticamente. Después, pensó en sí mismo. ¿Una emergencia? Por primera vez, se dio cuenta de que el XV-ftl era una astronave experimental y que los viajes a velocidades superlumínicas, se hallaban todavía en su infancia.

Bernard preparó algunos alimentos con menos destreza culinaria que Nakamura, y los tomaron en silencio. Era la séptima hora del viaje por el hiperespacio para cuando terminaron la comida. En menos de medio día, el XV-ftl surgiría al universo familiar y al normal continuo espacio-tiempo, en alguna parte próxima a la órbita de Plutón.

Volviendo a la cabina, Bernard se sentó en su litera. Dominici se había despertado.

—¿Me he perdido el almuerzo? —preguntó.

—La tripulación está demasiado ocupada para tomarse ningún respiro —dijo Stone—. Nos hemos preparado el almuerzo nosotros mismos. Estaba usted profundamente dormido y no quisimos despertarle.

—Ah, está bien.

Dominici se dirigió por su cuenta en busca de comida y a poco le siguió Havig. Bernard siguió tumbado en su litera, con las manos tras la cabeza y se adormiló durante un buen rato. Cuando despertó, habían transcurrido seis horas más y volvió a sentir apetito.

—Creo que se han perdido ustedes algo —les aseguró Dominici—. La tripulación continúa condenadamente atareada allá en la cabina de control.

—¿Todavía? —preguntó Bernard alarmado. Y comenzó a sentirse a disgusto e inquieto.

Las horas continuaban pasando. Ya quedaban sólo tres horas, dos, una. Comenzó a contar los minutos. El plazo de las diecisiete horas del hiperespacio había terminado. Deberían ya haber efectuado la conversión; pero no llegaba la menor noticia procedente de la cabina de mando. La conversión comenzó a retrasarse en veinte minutos, en treinta. Una hora.

—¿Supone usted que haya alguna razón especial para que dure más la conversión del hiperespacio en el viaje de vuelta que en el de ida? —preguntó Stone.

Dominici se encogió de hombros.

—En el hiperespacio la teoría no significa casi nada. Pero no me gusta esto. En absoluto.

Cuando ya iba en retraso la conversión por tres horas, Bernard que ya no podía soportar más la tensión reinante, dijo tenso:

—Tal vez sea mejor que subamos a ver lo que pasa.

—Todavía no —opinó Stone—. Seamos pacientes.

Intentaron serlo. Sólo Havig lo consiguió, continuando inmóvil en su calma inalterable. Transcurrió otra hora, más difícil que las ya pasadas. De repente, el gong sonó por tres veces, reverberando el sonido por toda la astronave.

—Al fin —murmuró Bernard con alivio—. Con cuatro horas de retraso.

Las luces se oscurecieron, les llegó la indefinible sensación producida por la transición y al instante, la pantalla se iluminó con las luces del espacio normal. Por fin habían retornado al Universo…

Pero entonces, Bernard, frunció el ceño. La pantalla visora…

No era astrónomo; pero aún así se dio cuenta de que algo sorprendente y fantástico había ocurrido. Aquéllas no eran las constelaciones que conocía; las estrellas no aparecían en modo alguno de aquella forma en la órbita de Plutón. Aquella brillante estrella azul doble, con un círculo de otras pequeñas estrellas… era una formación celestial que jamás había visto antes, ni tenía la menor noción de lo que pudiera ser. Un frío pánico le recorrió la médula.

Laurance entró en la cabina súbitamente. Tenía el rostro pálido como una hoja de papel y sus labios incoloros, como si la sangre se hubiera retirado de ellos.

—¿Qué sucede, Comandante? —preguntaron Bernard y Dominici al mismo tiempo. Sin perder la calma, Laurance, contestó:

—Encomiéndense ustedes a cualquiera que sean los dioses en que creen. Nos hemos salido de la trayectoria prevista al efectuar la conversión. No sé dónde estamos… pero parece lo más verosímil que estemos a cien mil años luz de distancia de la Tierra.

XI

—¿Quiere usted decir que estamos perdidos? —preguntó Dominici como si la voz se negara a salir de su garganta.

—Eso es exactamente lo que he querido decir.

—¿Y por qué no lo dijo antes? —demandó Bernard ansioso—. ¿Cómo es que nos ha dejado permanecer en tal incertidumbre hasta ahora?

Laurance se encogió de hombros.

—Estuvimos haciendo compensaciones de la más diversa índole intentando volver sobre la trayectoria justa; pero ha resultado algo imposible. No hemos hallado ni una sola de las referencias calculadas en nuestro viaje. Y parece que cuanto hicimos han empeorado el estado de las cosas. Como análisis final, no sabemos realmente ni una pizca de la navegación ultralumínica. —Los hombros de Laurance parecieron caer en un gesto de desamparo—. Decidimos rendirnos hace ya bastante rato y hacer la conversión al universo normal. Pero no hallamos ahora ni la más leve señal que nos resulte familiar en este cielo. Estamos absolutamente extraviados en el espacio.

—¿Y cómo ha podido suceder tal cosa? —quiso saber Stone—. Yo creí que nuestra ruta estaba predeterminada… y todo calculado automáticamente por anticipado…

—Hasta una cierta medida, sí —convino Laurance—. Pero existen otros ajustes delicados y muy precisos y un margen de falta de control posible. Puede que sea un fallo mecánico, o tal vez un error humano. No lo sabemos.

—¿Importa eso ahora? —dijo Bernard.

—Poco, en realidad. Una millonésima de segundo en un error de paralaje… que se convierte en una distancia fabulosa de la ruta prevista casi instantáneamente. Y de esa forma… es como nos encontramos aquí.

—¿Y dónde? —preguntó Stone.

—Lo mejor que puedo ofrecerles, es una suposición aproximada. Creemos que hemos surgido del no-espacio en alguna parte de la Gran Nube de Magallanes. Hernández está ahora efectuando algunas observaciones pertinentes. Hemos localizado una estrella de la que estamos bastante seguros que se trata de la S de la constelación del Dorado, lo que aclararía mejor las cosas.

—Vaya, así no estamos tan lejos de casa —dijo Dominici con una risita burlona—. Sólo en la galaxia más próxima, eso es todo. ¿Qué es, una bagatela de 50.000 parsecs?.

—Si sabemos, al menos, dónde estamos —dijo Stone—, ¿no podríamos estar en condiciones de hallar la vuelta a la Tierra?

—No necesariamente —replicó Laurance—. El viaje por el hiperespacio, no sigue ninguna pauta lógica. No existe correlación entre el tiempo y la distancia y no hay forma de determinar la dirección. Estamos viajando a ciegas; lo mejor que podemos hacer es enviar al exterior una nave experimental no tripulada, seguir su rastro, hallar a dónde va y después duplicar su ruta. Sólo que no disponemos de naves auxiliares no tripuladas. Nuestra sola oportunidad de llegar a casa es la computación de ensayar y equivocarse, lo que es tan razonable el asumir que en nuestro próximo salto nos hallemos cerca de Andrómeda como de vuelta a nuestra propia galaxia.

—Al menos, creo que debería intentarse —opinó Bernard.

—No estoy muy seguro que debamos hacerlo. En este momento, estamos en una galaxia bastante parecida a la nuestra. Podría ser mucho más prudente elegir y dirigirnos a un planeta del tipo terrestre y establecernos allí más bien que vagar a ciegas por el hiperespacio, para ir a embarrancar a algún punto del infinito, entre galaxias, donde nos espera inexorablemente la muerte por inanición.

—Es mejor morirse de hambre en el intento de volver al hogar —dijo entonces Havig rompiendo su silencio—, que perdernos en un mundo extraño.

—Probablemente tenga usted razón —dijo Laurance—. Pero hemos de pensar las cosas muy cuidadosamente antes de precipitar los acontecimientos y tomar una determinación. Tenemos alimentos en la nave para tres meses. Así, tenemos tiempo por delante para buscar la mejor solución antes de que tengamos que buscar un planeta habitable. Yo…

Nakamura entró repentinamente en la cabina. En voz baja, dijo al Comandante:

—Comandante, ¿podría venir usted allá arriba un momento? Hay algo que nos gustaría que viese usted.

—Claro que sí. Excúsenme, caballeros.

El astronauta salió de la cabina. Por bastante tiempo, se hizo un denso silencio entre los que allí quedaban, después de haber marchado el Comandante. Bernard miraba fijamente a la pantalla visora. Era una visión que cortaba la respiración: un fabuloso campo de estrellas, una Vía Láctea que ningún ser humano había contemplado antes jamás. Unas estrellas radiantes gigantes, blancoazuladas, alternando con otras de un rojo pálido ocupaban toda la zona de visión. Y en la parte baja de la pantalla, una nebulosa en espiral, con un brazo que surgía a cada extremo. Con una sorpresa que le golpeó casi físicamente, Bernard se dio cuenta de que estaba mirando a su propia galaxia. En alguna parte dentro de aquellos cien mil millones de estrellas lejanas, estaría la masa del Sol y los millares de mundos que pertenecían a la esfera de dominio de la Tierra; allí también, estaban los mundos de los norglans, aparte de muchos otros millones de mundos inhabitados e inexplorados. Y todo estaba allí, ambos imperios rivales y tal vez toda la vida inteligente del Universo, pareciendo en la distancia como un parche brillante de no mayor tamaño que una mano.

Bernard sintió que se le cortaba la respiración. Era algo inimaginable la vista de la galaxia desde una distancia de 50.000 parsecs. Aquello le mostraba claramente una diferente perspectiva de las cosas, y le demostraba visiblemente, qué pequeño era el hombre en sus locas ambiciones de poder y de gloria, en comparación con la incomprensible grandeza del Universo. A semejante distancia, era imposible distinguir ninguna estrella conocida de la Galaxia patria, a simple vista. Pero con todo, en aquel enjambre arracimado de estrellas que brillaba en un rincón de la pantalla, ¿cuántos grandiosos planes de conquista universal nacían antes de cada amanecer?

Stone se puso a reír amargamente y desamparado.

—¿Qué cosa es peor, de todas formas? ¿El hallarse perdido aquí a 50.000 parsecs del hogar… o volver a la Tierra con el ultimátum de los norglans? Por lo que a mí respecta, creo que más bien quedaría perdido para siempre en el Cosmos, que volver a la Tierra llevando tal clase de noticias.

—Pues yo no —dijo Dominici sin vacilar—. No estoy en su misma situación. Si volvemos a la Tierra, sobreviviré a la rabia del Tecnarca y a su ira y tal vez incluso tenga la suerte de sobrevivir también a la guerra con los norglans. Al menos, si tuviera que morir, no sería una muerte tan solitaria y espantosa. No puedo compartir con usted su preferencia de quedarse perdido en el espacio. No sería la cosa tan mala con un par de mujeres a bordo, quizás; pero de ningún modo perdido y embarrancado sin ninguna esperanza en esta forma, en el borde de la nada. ¿Nueve Adanes sin ninguna Eva? Eso no es para mí, amigos.

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Robert Silverberg: Colisión de los mundos 1
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