Al final del invierno | Страница 9 | Онлайн-библиотека


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— Son garrasverdes — informó Thaggoran, inventando raudamente un nombre antes de que Koshmar le interrogara. Le incomodaba no saber los nombres de las dos primeras criaturas que habían encontrado en la Partida. Pero el Libro de las Bestias tampoco hacía mención de éstas, no le cabía duda.

Esa noche, Koshmar asó al fuego el garrasverdes, y ella, Harruel y algunos de los más valientes probaron la carne. Según comunicaron, no sabía a nada en especial. Aun así, algunos pidieron una segunda ración. Thaggotan declinó su parte con cauteloso agradecimiento.

Durante la noche tuvieron otro encuentro. Esta vez se trató de unas criaturas diminutas y redondas, no mayores que la yema de un pulgar, que se movían dando unos inmensos saltos lunáticos a pesar de que no se les veía patas por ninguna parte. Cuando se posaban sobre alguien, se incrustaban de inmediato, socavando el pelaje, e hincaban los minúsculos dientes en la carne dejando una sensación de ardor como el carbón en brasa.

Aquí Y allá se escuchaban por el campamento estallidos de ira y de dolor, hasta que finalmente todos terminaron por despertar, y el Pueblo se congrego en círculo. Cada uno se dedicó a hurgar entre el pelaje del otro, y a atrapar entre el índice y el pulgar a las alimañas. Arrancarlas de la piel costó no pocos esfuerzos. Thaggoran les dio el nombre de cardofuegos. Con el alba desaparecieron.

La pálida luz de la mañana despertó a Thaggoran de su sueño inquieto. Tenía la sensación de no haber dormido apenas, pero así y todo podía recordar algunos sueños: visiones de rostros suspendidos en el aire, una mujer con siete espantosos ojos rojos, y una tierra donde los dientes brotaban del suelo. Le dolía todo el cuerpo. El sol, pequeño, duro y hostil, yacía como una fruta sin madurar sobre una raída hilera de colinas hacia el este. Descubrió a Torlyri a la distancia. Hacía sus ofrendas matinales.

Casi ninguno habló mientras recogieron el equipaje para seguir la marcha. Dondequiera que mirase, Thaggoran veía rostros desolados. Todos parecían luchar ostensiblemente contra el frío, contra la fatiga de la jornada anterior, contra la molestia de los cardofuegos que les habían estropeados el sueño, contra lo extraño del paisaje. La opresiva amplitud de la vista constituía un problema para muchos; Thaggoran veía cómo se llevaban las manos al rostro como si quisieran crear un capullo privado que los contuviera.

Su propio ánimo se dejaba abatir por el terreno árido y el clima inclemente y hostil. ¿Sería realmente la Nueva Primavera? ¿O se habrían marchado demasiado pronto hacia un invierno inhabitable y una muerte segura? Acaso estuviesen escribiendo el Libro del Aciago Amanecer, o el Libro del Frío Despertar una vez más.

Las piedraluces no le habían dado una respuesta clara. Su intento de adivinación había terminado en ambigüedades e incertidumbres, como solía ocurrir. «Debéis proseguir» habían dicho las piedras, pero eso era algo que Thaggoran ya sabía: ¿acaso no tenían a los comehielos prácticamente encima? Y, sin embargo las piedras no habían dicho que fuera el tiempo propicio, ni le aseguraron que llegarían a buen término.

Se separó del resto de la tribu y escribió un rato en las crónicas. Hresh se le acercó mientras se inclinaba junto al cofre con el libro en las manos. Pero esta vez permaneció en silencio, como si temiera interrumpir. Cuando Thaggoran terminó, levantó la vista y le dijo:

— ¿Y bien, niño? ¿Te gustaría escribir algo sobre estas páginas?

Hresh sonrió.

— Si pudiera…

— Sé que sabes escribir.

— Pero no en las crónicas, Thaggoran. No osaría tocar las crónicas.

— Qué respetuoso pareces, hijo… — dijo Thaggoran, sonriendo.

— ¿Lo crees?

— Pero no me engañas.

— No — dijo Hresh —. No quisiera estropear las crónicas intentando escribir sobre ellas. Podría escribir tonterías, y luego durante todos los años verían lo que he escrito, y dirían: «Hresh, el tonto, escribió esas sandeces allí.» Sin embargo, sí me gustaría poder leer las crónicas.

— Todas las semanas las leo al Pueblo.

— Sí. Sí, ya lo sé. Quiero leerlas por mí mismo. Todo, hasta los libros más antiguos. Quiero saber, más sobre cómo fue construido el capullo, y quién lo hizo.

— Lord Fanigole construyó nuestro capullo con Balilirion y Lady Theel. Eso ya lo sabes.

— Sí. Pero ¿quiénes fueron? Sólo son nombres.

— Fueron nuestros ancestros — respondió Thaggotan —. Grandes personajes.

— ¿Fueron ojos-de-zafiro, verdad?

Thaggoran miró a Hresh extrañado.

— ¿Por qué dices eso? Sabes que todos los ojos-de-zafiro murieron cuando comenzó el Largo Invierno. Lord Fanigole, Balilirion y Lady Theel fueron gente como nosotros. Es decir, seres humanos: todos los textos coinciden en eso. Esos tres fueron los héroes supremos. Cuando llegó el pánico, cuando comenzó el frío mortal, ellos conservaron la calma y nos condujeron a resguardo. — Palmeó el cofre de las crónicas —. Aquí, en estos libros, está todo escrito.

— Me gustaría poder leer esos libros algún día — repitió Hresh.

— Creo que tendrás esa oportunidad — dijo Thaggoran.

Jirones de niebla gris se acercaron hacia ellos. Thaggoran comenzó a empaquetar los objetos sagrados. Tenía los dedos adormecidos de frío, y las manos se movían torpemente sobre los cerrojos y sellos del cofre. Al cabo de un rato, hizo un gesto impaciente a Hresh como pidiendo ayuda. Le mostró al niño lo que debía hacer. Juntos cerraron el cofrecillo, y luego Thaggoran posó las manos sobre la tapa, como si el contenido pudiera entibiarlas.

— ¿Volveremos alguna vez al capullo, Thaggoran? — preguntó Hresh.

Thaggoran le miró de nuevo con aire intrigado.

— Hemos abandonado el capullo para siempre, niño. Debemos proseguir hasta que encontremos lo que debemos hallar.

— ¿Y eso qué es?

— Los elementos que debemos poseer para gobernar el mundo — replicó Thaggoran —. Tal como está escrito en el Libro del Camino. Esas cosas nos esperan en las ruinas del Gran Mundo.

— Pero ¿y si en realidad no se trata de la Nueva Primavera? ¡Mira qué frío hace! ¿No te has preguntado sí nos hemos equivocado y salido demasiado pronto?

— Jamás — repuso Thaggoran —, No cabe la menor duda. Todas las profecías son favorables.

— Pero hace mucho frío… — insistió Hresh.

— Así es. Mucho frío. ¿Pero ves el modo en que la noche se cierne gradualmente sobre el día, y en que el día gradualmente se apodera de la noche? Así ocurre con la Nueva Primavera, hijo. Una primavera no llega con un solo estallido de calor. Sobreviene poco a poco, momento a momento. — Thaggoran se estremeció y se abrazó él mismo. La humedad le calaba los huesos —, ven, Hresh. Ayúdame con este cofrecillo, y unámonos al resto.

Le preocupaba que Hresh albergara dudas sobre la prudencia de la travesía: a menudo en las palabras del pequeño se escondía una aguda perspicacia. Las prevenciones de Hresh concordaban con las del propio Thaggoran. Pensaba que Koshmar bien podía haberse apresurado a señalar el tiempo de la Partida. En realidad, el Sueñasueños no había dicho que fuese el momento, ¿no? Sólo había pronunciado unas pocas palabras. Koshmar había terminado la frase en su lugar. Había puesto las palabras en boca del Sueñasueños… la misma Torlyri la había acusado de ello. Pero nadie se atrevía a oponerse a Koshmar. Thaggoran advertía que durante mucho tiempo Koshmar había albergado la determinación de ser la cabecilla que llevara a cabo la Partida.

Pero, además, estaban los comehielos: no sólo constituían una profecía de primavera, sino una amenaza inmediata para el capullo. Aun así, ¿no habría sido mejor buscar refugio en algún otro lado y aguardar tiempos más cálidos, en lugar de lanzarse por tierras inhóspitas e intransitables?

Demasiado tarde. Demasiado tarde. La marcha se había iniciado, y Thaggoran sabía que no concluiría hasta que Koshmar alcanzara la gloria siempre anhelada, fuera cual fuere. O hasta que todos murieran. Que así sea, se dijo Thaggoran. Como de costumbre, sucedería lo que debiese suceder.

El segundo día fue duro y difícil. A mediodía se abatieron sobre ellos unas furiosas bandadas de criaturas aladas con espectrales ojos blancos e iracundos picos sedientos de sangre. Delim sufrió una herida en el brazo, y el joven guerrero Praheurt dos cortes en la espalda. El Pueblo las ahuyentó con gritos, piedras y teas, pero fue una labor pesada ya que volvían una y otra vez, así que hubo horas enteras sin sosiego. Thaggoran las llamó avesangres. Más tarde aparecieron otras aún más repugnantes, con alas negras como de cuero, garras salvajes y ganchudas, y cuerpos pequeños y carnosos cubiertos de una crin verde y nauseabunda. Por la noche regresaron los cardofuegos en multitud enloquecedora. Para mantener la presencia de ánimo, Koshmar ordenó a todos que cantaran, y así lo hicieron, pero en la entonación no hubo alegría. En lo más oscuro de la noche cayó una cellisca, fría y dura, y el aguanieve les atizó la piel como rocío de brasas encendidas. Torlyri, finalizadas las ofrendas de la mañana, recorrió las filas del Pueblo, brindando el alivio de su calidez y ternura.

— Esto es lo peor — les decía —. Pronto vendrán tiempos mejores.

Prosiguieron.

Al tercer día, mientras descendían por una serie de colinas achaparradas, grises y desnudas que se abrían en un estrecho prado verde, Torlyri, la del ojo certero, atisbó una extraña figura solitaria en la lejanía. Parecía dirigirse hacia ellos. Se volvió hacia Thaggoran y le pregunto:

— ¿Ves aquello, anciano? ¿Qué crees que es? ¡Sin duda, no es humano!

Thaggoran aguzó la vista. Sus ojos no eran tan penetrantes como los de Torlyri, pero su segunda vista era la más poderosa de la tribu y le mostró claramente unas bandas amarillas y negras sobre el largo y brillante cuerpo de la criatura, un pico agresivo, grandes ojos chispeantes de un tono negro azulado, unas profundas hendiduras que separaban la cabeza del tórax y el tórax del abdomen.

— No, no es humano — musitó, conmovido hasta lo hondo de su alma —. ¿Acaso no reconoces a un hjjk cuando estás ante él?

— ¡Un hjjk! — exclamó Torlyri, azorada.

Thaggoran dio la vuelta, tratando de ocultar su temblor. Sentía como si estuviera en mitad de un sueño extraordinariamente vívido. Apenas podía creer que la criatura que cruzaba el prado fuera un hjjk, un hjjk vivo y auténtico.

Era como si el libro de las crónicas saltara del cofre y cobrara vida, como si las figuras del Gran Mundo Perdido emergieran y danzaran ante él. Para él, los hjjks siempre habían sido un mero nombre, un concepto, algo seco, antiguo y abstracto, un elemento remoto de un pasado desvanecido. Koshmar era real, Torlyri era real, Harruel era real, estas tierras heladas y yermas eran reales. Pero lo que decían las crónicas eran sólo palabras, aunque eso que se les acercaba ahora no era ninguna palabra.

Y, sin embargo, a Thaggoran no le sorprendió que los hjjks hubiesen sobrevivido también al invierno, tal como las crónicas habían predicho. Era de esperar que los hjjks subsistieran a los tiempos. Eran supervivientes innatos. En los días del Gran Mundo, ellos habían sido uno de los Seis Pueblos: eran seres-insecto, austeros y sin sangre. Thaggoran no había leído nada agradable sobre ellos. Aun a esa distancia, percibía las emanaciones de hjjk, secas y frías como la tierra que surcaban… indiferentes, remotas.

Koshmar se acercó. Ella también había visto al hjjk.

— Tenemos que hablar con él. Debe de saber cosas útiles sobre lo que nos espera en adelante. ¿Crees que podrás hacerlo hablar?

— ¿Tienes alguna razón para dudar de ello? — preguntó Thaggoran de mal humor.

— Cansado, anciano? — sonrió Koshmar.

— No seré el primero en caer — atajó en tono hosco.

Ahora cruzaban un terreno reseco: el suelo era arenoso y la superficie crujía bajo los pies, como si nadie hubiese caminado por allí durante millares de años. Aquí y allí asomaban matas ralas de hierba reseca verde azulada. Eran pastos gruesos y angulares, que emitían un brillo vidrioso. El día anterior Konya había intentado arrancar un puñado y lo tuvo que soltar maldiciendo, con los dedos sangrando.

Durante toda la tarde, mientras descendían la última de las colinas en grupo, distinguieron la estólida figura del hjjk que avanzaba en dirección a ellos. Los alcanzó justo antes del atardecer, en cuanto hubieron llegado al extremo oriental del prado. Ellos eran sesenta y él sólo uno, pero aun así se detuvo y los aguardó con el par de brazos centrales cruzado sobre el tórax, sin mostrar temor.

Thaggoran lo miró fijamente. El corazón le saltaba en el pecho, tenía la garganta seca de excitación. Ni siquiera la misma Partida había causado sobre él tanto impacto como la proximidad de esta criatura.

Mucho tiempo atrás, en los gloriosos días del Gran Mundo, antes de la llegada de las estrellas muertas, estos seres-insectos habían construido vastas ciudades colmenas sobre las tierras que eran demasiado secas para los humanos y los vegetales, demasiado frías para los ojos-de-zafiro, o demasiado húmedas para los mecánicos. Si nadie reclamaba un territorio, los hijks lo tomaban, y una vez que lo hacían ya no renunciaban a él. Sin embargo, los cronistas del Gran Mundo no los habían considerado los amos de la Tierra, a pesar de su resistencia y adaptabilidad. El pueblo dominante eran los ojos-de-zafiro. Así estaba escrito. Los ojos-de-zafiro eran los reyes; después de ellos venían los demás, incluidos los humanos, que en épocas aún más pretéritas habían sido también los amos. Y volverían a serlo, ahora, tras la Partida. Pero, Thaggoran lo sabía, los ojos-de-zafiro no podían haber subsistido al invierno, y los humanos habían huido. ¿Habría convertido esta ausencia a los hjjks en los amos?

Bajo la luz vacilante, como sí estuviese tallado en piedra pulida. Desde un extremo a otro, en el largo cuerpo lucía bandas amarillas y negras. Era esbelto y alto, más alto incluso que Harruel, y su rostro angular y duro, con un pico incisivo, se parecía mucho a la Máscara de Lirridon que Koshmar había escogido para el día de la Partida desde el capullo. Sus ojos, enormes y de múltiples facetas, brillaban como oscuras piedraluces. Debajo de ellos se mecían, a ambos lados de la cabeza, las espirales segmentadas de los tubos de respiración, de un vivo color naranja.

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