Al final del invierno | Страница 53 | Онлайн-библиотека


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Torlyri asintió.

Estoy hablando en su idioma, pensó maravillada. Comprendo lo que me dice. Abro boca y salen las palabras.

El centinela giró de golpe y desapareció en el asentamiento beng.

Torlyri permaneció de pie, temblando. Quiere que espere, se dijo. ¿Que espere qué? ¿Que espere a quién? ¿Qué debo hacer?

Aguarda le dijo una voz desde su interior.

Muy bien. Esperaré.

Los minutos transcurrían, y el centinela no regresaba. El viento cálido y cargado de polvo soplaba a través de la hondonada de antiguos edificios vacíos con una fuerza tal que tuvo que protegerse el rostro. De nuevo pensó en marcharse rápidamente y en silencio antes de que alguien volviera. Pero vaciló. No quería quedarse ni partir. Su propia indecisión comenzó a divertirla ¡A tu edad!, se dijo. Esos miedos, esa ridícula timidez. Como una niña. Igual que una jovencita.

— ¡Mujer de las ofrendas! ¡Aquí está, mujer de las ofrendas!

El centinela había regresado. Y con el soldado venía él. No había sido necesario decir nada. El centinela se había dado cuenta. ¡Qué situación tan incómoda! Pero eso facilitaba mucho las cosas.

El centinela dio un paso al lado y el otro se acercó. Torlyri vio el hombro con la cicatriz, sus hermosos ojos penetrantes, el casco dorado, alto y redondeado. Empezó a temblar, y furiosa se ordenó tranquilizarse. Nadie la había obligado a ir hasta allí. Ella misma lo había escogido. Aquella situación era autoimpuesta.

Supo que en cualquier momento se echaría a llorar. Pero no podía controlarse, tenía demasiado miedo. Su alma se encontraba en peligro. Mientras había existido entre ellos la barrera del idioma, los primeros coqueteos por parte de ella habían sido algo totalmente seguro, un juego inocente, un pasatiempo divertido. Siempre podía fingir que entre ellos no sucedía nada, que nadie se había comprometido, que no había ningún objetivo definido, ninguna entrega. En realidad, así habían sucedido las cosas.

Pero ahora que ella comprendía la lengua de los bengs…

Ahora que podía decir lo que sentía…

El viento sopló más fuerte, más cálido. Su pesada carga de polvo oscureció el cielo por encima de Dawinno Galihine. A Torlyri le pareció que si soplaba un poco más, acabaría por derribar los endebles edificios que habían soportado temblores de tierra durante setecientos mil años.

El hombre de la cicatriz en el hombro la miraba con curiosidad, como si lo sorprendiera que ella hubiese venido, a pesar de que ya había visitado el asentamiento beng muchas veces antes. Durante mucho rato, ambos permanecieron en silencio.

Entonces, por fin, dijo:

— ¿Mujer de las ofrendas…?

— Me llamo Torlyri. — Torlyri. Es un nombre muy hermoso. ¿Entiendes lo que te digo?

— Si hablas despacio, sí. ¿Y tú? ¿Me comprendes?

— Hablas nuestra lengua de forma deliciosa, suena muy hermosa. Tienes una voz tan suave… — Sonrió y posó las manos a ambos lados del casco, dejándolas descansar allí un instante, acaso de indecisión. Entonces, rápidamente soltó la correa que sujetaba el casco a la garganta y se lo quitó. Torlyri nunca lo había visto sin él. En realidad, nunca había visto a ningún beng con la cabeza descubierta. La transformación no la inquietó. Su cabeza parecía extrañamente más pequeña y su estatura menos. Pero, de no ser por el color del pelaje y de los ojos, era idéntico a cualquier hombre de su tribu.

El centinela, que había estado rondando por atrás, tosió ostentosamente y se dio la vuelta. Torlyri comprendió que el hecho de quitarse el casco debía de ser una especie de, invitación a la intimidad, o tal vez un acto de entrega más profundo. Su temblor, que había cesado sin que se diera cuenta, volvió a agitarla.

— Mi nombre es Trei Husathirn. ¿Vendrás a mi casa? — la invitó.

Ella iba a decir que sí, que aceptaba con gusto. Pero se contuvo. Conocía el lenguaje de los bengs, sí. O al menos cuanto Hresh había conseguido aprender y transmitirle. Pero ¿cómo podía estar segura de las implicaciones de las palabras? ¿Qué significaba en realidad la pregunta «vendrás a mi casa»? ¿Era una invitación a copular? ¿A entrelazarse? ¿A formar pareja? Entonces, que Yissou me proteja, pensó ella, si piensa que estoy dispuesta a ser su pareja con sólo conocer su nombre. ¿O sólo le proponía abandonar aquella calle ventosa y tórrida, barrida por los vientos, ya que podían estar bebiendo vino y comiendo tortas en algún sitio más cómodo?

Ella se quedó estudiando su rostro, orando para tomar la decisión adecuada.

Él rompió el silencio, diciendo con voz que a Torlyri le pareció algo herida, aunque resultaba difícil asegurarlo con un idioma tan áspero como el de los bengs:

— Entonces, ¿no quieres venir?

— Yo no he dicho tal cosa.

— Entonces, vayamos.

— Debemos comprender… No puedo quedarme mucho tiempo…

— Desde luego. Sólo un rato.

Le indicó que partieran, pero la mujer permaneció donde estaba.

— ¿Torlyri? — dijo él, acercándose hasta ella pero sin tocarla.

Sin el casco parecía extrañamente vulnerable. Deseó que se lo volviera a poner. Lo que la había atraído de él en primer lugar fue el casco, esa sencilla cúpula dorada y brillante ligeramente coronada de hojas, tan distinta de los cascos infernales que prefería la mayoría de sus compañeros de tribu. Su casco, sí, y algo en su mirada, en su forma de sonreír y de comportarse. Del hombre que se escondía detrás de aquellos ojos aún no sabía nada.

— ¿Torlyri? — repitió, casi en una súplica.

— Muy bien. Una corta visita.

— ¡Vendrás! ¡Nakhaba! — Sus misteriosos ojos rojos brillaron de alegría como soles refulgentes —. ¡Sí, una breve visita! Ven. Ven. Tengo algo para ti, Torlyri: un obsequio, algo precioso, especialmente para ti. ¡Ven!

Sin demora pasó al lado del centinela, sin ni siquiera mirar para ver si ella lo seguía. El centinela le hizo un gesto que ella interpretó como una señal de amistad: tal vez algún signo sagrado, aunque también podía tratarse de una obscenidad. Torlyri hizo la señal de Yissou y salió corriendo en pos de Trei Husathirn.

Su casa, como él la llamaba, constaba de una sola habitación. Estaba situada en la planta baja de un palacio derruido de los ojos-de-zafiro, un edificio construido en piedra blanca. En el interior de los ladrillos ardía misteriosamente un frío fuego amarillo. La casa de Trei Husathirn era un lugar parco, con una pila de pieles que hacía las veces de lecho, un sencillo altar en un nicho, unas cuantas espadas y cerbatanas apoyadas contra la pared y dos o tres pequeñas cestas de mimbre que contenían ropa y otros efectos personales.

Torlyri no descubrió señales de ninguna presencia femenina en la habitación. Esto le produjo un gran alivio, que a su vez la avergonzó.

Trei Husathirn se postró ante el altar, susurró algunas palabras que ella no llegó a oír y colocó el casco dentro del nicho del altar con obvia reverencia. Luego se puso en pie y se acercó a ella. Ambos se miraron de frente, sin hablar.

Había calculado todo lo que le diría cuando finalmente se quedaran a solas. Ahora que podía comunicarse con él comprendía lo absurdo del discurso que había elaborado. ¿Hablar de amor? ¿Cómo? ¿Con qué derecho? Eran desconocidos. En sus ocasionales encuentros cuando uno u otro habían visitado el pueblo vecino, ambos habían disfrutado mirándose, guiñándose los ojos, sonriendo, señalando y riendo por cosas que de pronto les llamaban la atención sin motivo aparente. Pero nada había sucedido entre ellos. Nada. Ni siquiera sabía cómo se llamaba hasta hacía unos minutos. Él sólo sabía que Torlyri era la mujer de las ofrendas del Pueblo, y aun eso bien podía carecer de significado para el hombre. Y ahora estaban frente a frente, en silencio, sin que ninguno de los dos tuviera la menor idea de qué decir a continuación.

Con sorpresa se vio extendiendo la mano hasta el hombro derecho del hombre, para acariciar la larga cicatriz delgada que le recorría el antebrazo hasta el costado del cuello. En ese sitio el pelo se le había caído y se veía la piel suave y de un color rosado plateado, muy extraña al tacto, como si fuera n antiguo parche. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se apartó de él como si hubiese puesto la mano en un brasero.

— Hjjk — dijo —. Cuando era niño. Tienen un pico muy feo. Tres de ellos murieron por esto.

— Lo siento.

— Fue hace mucho tiempo. Nunca pienso en ello.

Otra vez comenzó a temblar. Torlyri se calmó. Los ojos de él sostenían la mirada de Torlyri sin vacilar, y ella tuvo que reunir fuerzas para no rehuirlos. Ambos tenían casi la misma altura, pero para ser mujer, ella era alta. Él era muy fuerte. Seguramente guerrero, y sin duda, valiente.

Entonces se decidió él a tocarla. Suavemente, deslizó los dedos por la espiral de brillante pelo blanco que le bajaba desde el hombro derecho por encima del seno hasta la cadera, y luego posó la mano sobre la otra espiral que corría por el flanco opuesto.

— Qué hermoso — dijo —. Este color blanco. Nunca había visto nada parecido.

— No es… frecuente entre nosotros.

— ¿Tienes un hijo, Torlyri? ¿También tiene esta franja blanca?

— No. No tengo hijos.

— ¿Y un hombre? ¿Tienes hombre?

Ella vio que el rostro del hombre se ponía en tensión.

Lo más fácil habría sido decirle la verdad: no, no tengo hombre. Pero eso sólo era parte de la verdad, y necesitaba que él la supiera toda:

— Tuve un hombre durante un tiempo — confesó —. Se marchó. — Ah…

— Se marchó lejos. Nunca más volveré a verlo.

— Lo siento, Torlyri.

Ella consiguió esbozar una sonrisa fugaz.

— ¿De verdad lo sientes?

— Siento que hayas sufrido, sí. Pero no que se haya ido. No puedo decir que lo siento.

— Ah.

De nuevo reinó el silencio, pero distinto de la torpe y fría pausa anterior.

Luego ella continuó:

— En mi tribu no era costumbre que la mujer de las ofrendas formara pareja, pero luego, cuando nos marchamos del capullo, las cosas cambiaron y surgieron nuevas costumbres. Y comprendí que yo también quería un compañero como los demás, y tomé uno. Así que durante una temporada he tenido pareja hasta hace poco. ¿Entiendes lo que digo, Trei Husathirn? Durante casi toda mi vida he vivido sin compañero, y en aquel momento me parecía bien. Luego tuve uno, y creo que fui feliz con él; y luego se marchó causándome una herida dolorosa. A veces pienso que habría sido mejor no tener ningún compañero que haber tenido uno para perderlo de ese modo.

— No. ¿Cómo puedes decir eso? Has conocido el amor, ¿verdad? El hombre puede haberse ido, pero tú jamás perderás el conocimiento del amor. ¿Preferirías no haber experimentado nunca el amor en toda tu vida?

— He conocido otro amor además del que me dio él. El amor de Koshmar, mi… — vaciló, comprendiendo que en el vocabulario beng no había términos para referirse al entrelazamiento —. Mi amiga — concluyó —. Y el amor de mi tribu. Sé que me quieren mucho, y yo a ellos.

— No es la misma clase de amor.

— Tal vez… tal vez. — Respiró hondo —. ¿Y tú? ¿Tienes mujer, Trei Husathirn?

— Tuve una.

— Ah…

— Murió. Los hjjks…

— ¿Cuando te hicieron la…? — aventuro señalando la cicatriz.

— En una batalla posterior, mucho tiempo después.

— ¿Habéis librado muchas batallas contra los hjjks?

Trei Husathirn se encogió de hombros.

— Están por todas partes. Nos hacen sufrir, y nosotros a ellos, creo. Aunque parecen no sentir dolor de ninguna clase: ni en el cuerpo ni en el alma. — Sacudió la cabeza e hizo un, gesto, como si hablar de los hjjks le produjera náuseas —. Te prometí un regalo, Torlyri.

— Sí. No es necesario.

— Por favor — rogó.

Revolvió en una de las canastas de mimbre y extrajo un casco, no de aspecto feroz sino más pequeño, como los que había visto lucir a las mujeres bengs. Estaba forjado en un brillante metal rojo, muy pulido y bruñido, casi como un espejo, pero de diseño grácil y delicado. Era un cono ahusado con dos puntas redondeadas y un complejo dibujo de líneas entrelazadas trazado por alguna mano maestra. Se lo ofreció con timidez y ella lo miró sin cogerlo.

— Es maravilloso — reconoció —, pero no podría.

— Hazlo, por favor.

— Es demasiado valioso.

— Es muy valioso. Por eso te lo ofrezco.

— ¿Qué implica que una mujer acepte un casco de un hombre? — quiso saber Torlyri.

Trei Husathirn pareció incómodo.

— Que son amigos.

— Ah. — Ella recordó que al hablar de Koshmar había dicho que eran amigas —. ¿Y qué significa la amistad entre un hombre y una mujer? ¿Qué representa?

— Significa… debes comprender… significa… ay, Torlyri… ¿Debo decirlo? ¿Debo decirlo? Tú lo sabes. ¡Lo sabes! — contestó, aún más incómodo.

— Le ofrecí mi amistad a un hombre y él me hirió.

— A veces ocurre. Pero no siempre.

— Pertenecemos a tribus distintas. No hay antecedentes…

— Hablas nuestro idioma. Aprenderás nuestras costumbres. — Le ofreció de nuevo el casco —. Hay algo entre tú y yo. Lo sabes. Lo supiste desde siempre. Aun cuando no podíamos comunicarnos, existía algo. El casco es para ti, Torlyri. Lo he guardado muchos años en esta caja, pero ahora te lo ofrezco a ti. Por favor. Por favor.

Ahora él era quien temblaba. No podía hacerle eso. Con mucho cuidado, cogió el casco que le tendía y lo sostuvo sobre su cabeza como si tratara de ponérselo. Luego, sin colocárselo, lo oprimió contra el pecho y con suavidad lo apoyó en el costado.

— Gracias — susurró —. Lo guardaré toda mi vida.

Ella le tocó la cicatriz con ternura, afectuosamente. El hombre acercó la mano a la espiral blanca que comenzaba en el hombro izquierdo de Torlyri y recorrió su cuerpo hasta los senos, donde se detuvo. Ella se acercó más. Y entonces Trei Husathirn la abrazó y la condujo hacia el lecho de pieles.

Bajo el viento cálido y cortante del sur, Taniane sentía que su alma se agitaba con ansias del cuerpo y del espíritu.

A lo largo del vientre y de los muslos la recorría una pulsación vibrante que llegaba hasta los órganos sexuales. Era inequívoco. La convenía aparearse. Tal vez Haniman anduviese cerca. O si no, Orbin. Éste nunca se negaba.

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