Al final del invierno | Страница 34 | Онлайн-библиотека


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Los Hombres de Casco siguieron sin mostrarse. Por primera vez, Harruel comenzó a pensar, a pesar de sí mismo, que después de todo podían no encontrarse allí. Tal vez aquel primer explorador hubiese andado solo. Tal vez fuera un merodeador solitario, lejos de la tribu. O acaso los Hombres de Casco, al pasar cerca de Vengiboneeza y ver que estaba ocupada por la gente de Koshmar, le habían enviado con el fin de ver qué recepción se le brindaba. Y quizás, al ver que no regresaba, habían optado por huir.

Era duro de aceptar. En secreto, Harruel esperaba que los Hombres de Casco aparecieran y provocaran problemas. O si no se trataba de éstos, que fuera cualquier otro enemigo: un enemigo, alguna clase de enemigo. Esta plácida vida urbana le ponía los nervios de punta. Le dolían los huesos por la impaciencia. Ansiaba una buena pelea, una batalla cruenta y prolongada.

Durante este tenso período de paz ininterrumpida, Minbain, la compañera de Harruel, concluyó el embarazo y dio a luz un robusto varón. Esto le complació. Deseaba ser padre de un niño. Convocaron a Hresh, para que celebrara el ritual con el que el recién nacido recibiría el primer nombre. Y Hresh impuso a su hermanastro el nombre de Samnibolon, cosa que Harruel no vio con buenos ojos, pues así se había llamado el anterior compañero de su mujer, el padre de Hresh. En cierta forma, Harruel se sentía como un cornudo: el nombre regresaba a la tribu en la persona de su propio vástago.

¿Y quién me ha hecho esto?, pensó con rabia. ¡Hresh!

Pero el anciano de la tribu había pronunciado el nombre en presencia de los padres y de la mujer de las ofrendas, y la imposición era irrevocable. Sería Samnibolon, hijo de Harruel. Gracias a los dioses, sólo era el nombre de nacimiento. Cuando llegara el día del nombramiento, nueve años más tarde, el niño tendría que escoger su nombre definitivo, y Harruel se ocuparía de que fuera cualquier otro. Pero nueve años era mucho tiempo para estar llamando a su primogénito por un nombre que le ardía en la boca como un amargo reproche. Harruel juró que algún día, de algún modo, se vengaría de Hresh.

Eran tiempos difíciles para Harruel: una paz que le parecía eterna y un hijo con un nombre que le sacaba de quicio. La ira burbujeaba y hervía dentro de él. No pasaría mucho tiempo antes de que la caldera estallara.

Hresh trataba de comprender los objetos que habían hallado en las ruinas de Vengiboneeza, pero la tarea le deparó pocos triunfos y muchas calamidades.

Al parecer, la gente del Gran Mundo — o los mecánicos, sus artesanos — habían pretendido que sus máquinas duraran para siempre. La mayoría de ellas eran de manufactura sencilla: bandas de metal de distintos ¿olores dispuestas según un diseño ingenioso. Mostraban pocos signos de deterioro o herrumbre. A menudo tenían incrustaciones de piedras preciosas que formaban parte del mecanismo.

En algunos casos, manejarlas comportó no pocas dificultades. Algunas tenían intrincados paneles de botones y palancas, pero la mayoría tenían sólo un tablero de control de lo más simple, y muchas ni eso. Pero ¿cómo averiguar cuál era la función de cada dispositivo? ¿Qué catástrofe podía acarrear un uso incorrecto de los artefactos?

Los primeros experimentos de Hresh acabaron produciendo desastres en casi todos los casos. Un instrumento no más largo que su brazo comenzó a tejer una red cuando pulsó un botón de cobre que había en un extremo. Con fantástica velocidad, por un orificio soltaba hilos impregnados en una sustancia formando un cordel casi indestructible. El aparato arrojaba los hilos en saltos alocados a treinta pasos a la redonda. Hresh desconectó el aparato en cuanto vio lo que sucedía, pero para entonces Sinistine, Praheurt y Haniman ya estaban envueltos en una resistente red de este material.

Les llevó horas enteras liberarlos, y el pelaje quedó limpio de hilos sólo al cabo de unos cuantos días.

Otro artefacto, que por fortuna puso a prueba a cierta distancia del templo, parecía convertir la tierra en aire. Con un único y breve disparo, Hresh cavó un foso de cien pasos de ancho por quince de profundidad, y no quedaron rastros de lo que antes había existido en su lugar excepto un ligero olor a quemado. Tal vez servía para desintegrar escombros, o acaso se trataba de un arma. Hresh, horrorizado, lo ocultó donde nadie pudiera encontrarlo.

Había una caja larga y estrecha, de cuyo extremo partían proyecciones angulares. Resultó ser una máquina para construir puentes. En los cinco minutos que Hresh tardó en desconectarla con cierta desesperación, levantó un extravagante puente convexo que no conducía a ninguna parte y lo, concluyó a mitad de camino, ocupando una avenida entera de la ciudad. Como material de construcción empleaba una sustancia parecida a la piedra que al parecer creaba a partir de la nada. Otra máquina de aspecto similar resultó que sería para construir paredes: con el mismo celo lunático que el dispositivo de los puentes, comenzó a levantar paredes al azar a lo largo de las calles con sólo pulsar un botón. Hresh fue a buscar la máquina cavadora de hoyos para hacer desaparecer el puente y las paredes, pero a pesar de todas las precauciones que tomó, también se llevó por delante tres edificios de la avenida. Sólo podía esperar que no se tratase de construcciones importantes.

Y luego estaban los aparatos que no lograba poner en marcha — la mayoría — y los otros, cuyo aspecto era tan impredecible y traicionero que ni siquiera se atrevió a intentar activarlos. Hresh dejó de lado estos últimos hasta que tuviera una noción más clara de lo que se llevaba entre manos.

Y también había otras que funcionaban una sola vez y se destruían casi al instante. Ésas eran las que más le enloquecían.

Una de ellas trazó un mapa estelar: una esfera de suave oscuridad, cuyo diámetro era tres veces el largo de un hombre. Sobre la superficie aparecían todas las estrellas del cielo en su deslumbrante esplendor. Cuando alguien las miraba, empezaban a moverse. Si se señalaba a una estrella con un haz de luz que provenía de la máquina, una voz emitía un sonido solemne, que Hresh interpretó como el nombre de esa estrella en el lenguaje del Gran Mundo. Se quedó observando en silencio respetuoso y azorado. Pero al cabo de cinco minutos, la esfera comenzó a producir volutas de humo claro, y la brillante panoplia de estrellas se desvaneció en un instante, dejando a Hresh con la boca abierta, impotente de dolor por aquella pérdida irreparable. Ya nunca más consiguió que el aparato volviera a funcionar.

Otro interpretaba música: un sonido tumultuoso que colmaba los cielos de melodías densas y campaneantes, estruendosas, que hicieron correr a todos los miembros de la tribu, como si los dioses hubieran acudido a Vengiboneeza y estuvieran dando un concierto. Y también acabó echando humo poco después de haberse puesto en marcha.

Y otra escribió un mensaje incomprensible sobre el cielo con letras de fuego dorado. En unos instantes la máquina expiró con un ruidito triste y el viento barrió los caracteres angulosos de aspecto feroz.

— Estamos estropeando mucho y aprendiendo poco — dijo Hresh a Taniane, desolado, un día en que se habían producido tres de estos desastres. Pero Vengiboneeza estaba demostrando ser un depósito increíblemente pródigo de artefactos del Gran Mundo. Casi todos los días Los Buscadores regresaban con nuevos tesoros. Era una pena estropearlos, Hresh era consciente. Pero tal vez fuera inevitable destruir una parte para lograr aprender. Tenía que seguir con los experimentos, sin considerar las pérdidas ni los riesgos. Era su trabajo. El destino de la tribu estaba en juego. Y quizá también su propio destino, ya que su misión no consistía en encontrar curiosos juguetes sino descubrir los secretos con los cuales el Pueblo podría gobernar el mundo.

Y volvió la húmeda estación templada. Era invierno, y cuando los vientos frescos del este concluyeron y comenzaron las lluvias torrenciales, Torlyri comenzó a realizar sus ofrendas invernales. Como el sol aparecía bajo en el cielo, Hresh había dado en llamar invierno a aquella estación. Pero a Torlyri le resultaba extraño, dado lo apacible del tiempo. Se suponía que el invierno debía ser una estación fría. Habían llamado invierno a esa época dura que acababa de llegar a su fin, a ese Largo Invierno del mundo, cuando todo se congeló y los seres vivos tuvieron que buscar refugio.

Pero Torlyri comenzaba a descubrir la diferencia existente entre el Largo Invierno y un invierno común. Había ciclos largos y otros más cortos. El Largo Invierno había sido una oscura calamidad del mundo ocasionada por la caída de las estrellas de la muerte. El polvo y el humo se habían interpuesto en el cielo entre los rayos del sol y había descendido un frío atroz. Pero ése había sido un evento de grandes ciclos, a lo largo de inmensos períodos, que traía la desolación a intervalos aislados y distantes. Había sido enviado desde los cielos remotos, y todo el mundo había caído de rodillas ante él. Pasarían millones de años antes de que volviera a ocurrir algo semejante. Surgirían y caerían culturas enteras que no recordarían nada del último Largo Invierno del gran cielo, que no sospecharían la siguiente catástrofe que les depararía el futuro distante.

En cambio, el invierno ordinario no era más que una de las estaciones del ciclo corto. Era algo que difería notablemente en intensidad de una región a otra de la Tierra. Hresh había explicado por qué se producían las estaciones, aunque la idea seguía resultándole compleja. Tenía algo que ver con el movimiento del sol alrededor de la Tierra, o de la Tierra alrededor del sol, no estaba muy segura. Había una época del año en que el sol apenas se elevaba por encima del horizonte, y entonces era invierno. Aquella estación por lo general era fría — sin duda lo había sido cuando cruzaron las planicies, durante el primer año — pero en algunos lugares privilegiados se disfrutaba de una temporada apacible y templada. Y estaban en uno de esos sitios. Por esta razón los ojos-de-zafiro, que no podían tolerar el frío, habían escogido este emplazamiento para erigir su gran ciudad años atrás, antes de la llegada de las estrellas de la muerte.

Y así transcurrían las estaciones. Es invierno otra vez, pensó Torlyri, ha llegado nuestro invierno templado y húmedo. El tiempo pasa, y nosotros envejecemos.

La tribu crecía a marchas forzadas. Todos los que habían llegado a Vengiboneeza tras el largo viaje desde el capullo seguían con vida, y el asentamiento rebosaba de niños. Los que habían sido niños, antes de partir hacia Vengiboneeza, estaban al borde de la edad adulta: Taniane, Hresh, Orbin, Haniman. Casi tenían edad suficiente para ser iniciados en los misterios del entrelazamiento. Y no tardarían en aparearse. Y en tener sus propios hijos.

Torlyri se preguntó cómo sería tener un hijo. Sentir cómo una vida palpitante crecía en su interior día tras día hasta el momento en que pugnaba por salir. Se imaginó la hora en que tuviera que echarse entre las mujeres y abrir las piernas para dejar salir al vástago.

De niña no había prestado mucha atención al apareamiento ni a la procreación. Pero, desde hacía un año, la idea le rondaba por la cabeza. No era extraño pensar en eso ahora que había llegado la Nueva Primavera. Desde que las costumbres se modificaron, se habían formado muchas familias dentro de la tribu, y quienes hasta el momento no habían encontrado pareja al menos se habían detenido a pensar en la idea. Hasta Koshmar se había burlado por la algarabía que Torlyri mostraba ante tal o cual hombre. La sacerdotisa no solía formar pareja, y en lo referente al apareamiento ocasional, Koshmar sabía que Torlyri nunca había mostrado gran interés en ello.

Torlyri había sido escogida para ser la mujer de las ofrendas a muy temprana edad, cuando apenas era más que una niña. En aquella época, Thekmur era cabecilla y Gonnari la mujer de las ofrendas. Ambas tenían casi la misma edad, es decir, que llegarían a la edad límite en el mismo mes y partirían del capullo con semanas de diferencia. Thekmur escogió a Koshmar como sucesora, y Gonnari eligió a Torlyri. Durante cinco años, Koshmar y Torlyri, quienes ya eran compañeras de entrelazamiento, tuvieron que pasar por un período de preparación para las grandes responsabilidades que deberían asumir. Y luego llegó el día de la muerte para Thekmur` y para Gonnari, y las vidas de Koshmar y Torlyri cambiaron de forma irremediable.

Y habían transcurrido doce años ya desde entonces. Torlyri tenía treinta y dos, casi treinta y tres. Si estuvieran viviendo aún en el capullo, el día de la muerte formaría parte de su futuro inmediato y estaría aleccionando a su propia sucesora. Pero ya nadie hablaba de edad límite ni de días de muerte. Torlyri continuaría como mujer de las ofrendas hasta que la muerte se la llevara. Y en lugar de pensar en morir, rumiaba la idea de formar pareja.

Qué extraño. Muy extraño.

Ocasionalmente había tenido experiencias de apareamiento — casi todos lo hacían, aun quienes no habían sido designados para procrear — pero no con mucha frecuencia, y tampoco durante largos períodos. Se decía que el acto procuraba un gran placer, pero Torlyri nunca lo había experimentado. No le había resultado desagradable, pero sí indiferente: consistía en una serie de movimientos que se realizaban con todo el cuerpo, tan gratificantes como forcejear con los brazos y luchar a puntapiés. Y quizá ni siquiera eso.

Su primera experiencia fue a los catorce años, poco después del día de su entrelazamiento, la edad habitual para tal iniciación. Su compañero había sido Samnibolon, quien luego se convertiría en la pareja de Minbain. Se acercó a ella en un rincón apartado del capullo y le hizo señas. La abrazó, le acarició el oscuro pelaje, y por fin ella comprendió qué buscaba. No le pareció que hubiera ningún mal en ello. Tal como había visto hacer a mujeres mayores que ella, se abrió a él y dejó que introdujera en su cuerpo el órgano de apareamiento. Lo movió con rapidez, y empezaron a rodar y a rodar en una maraña de miembros, y algún instinto le empujó a replegar las piernas y a oprimir las rodillas contra la cintura de él, lo cual pareció gustarle. Al cabo de un rato él dejó escapar un gruñido y la soltó. Permanecieron un rato abrazados. Samnibolon le había dicho que era muy hermosa y que sería una mujer muy apasionada. Eso fue todo. Jamás volvió a acercársele. Algún tiempo después, él y Minbain formaron pareja.

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