Al final del invierno | Страница 23 | Онлайн-библиотека


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— ¡Dímelo!

Pero todo lo que pudo conseguir de ellos fue el susurro de su risa, y las sonrisas indulgentes, paternales. Sus sonrisas de cocodrilo.

Uno o dos meses después, Hresh se encontraba con Haniman en el sector de la ciudad que había bautizado Emakkis Boldirinthe, cuando finalmente hizo su primer descubrimiento de un artefacto del Gran Mundo, y en funcionamiento.

Emakkis Boldirinthe era un distrito septentrional de extraordinaria gracia y belleza, a mitad de camino entre el mar y el pie de las colinas, donde unas cuarenta torres de mármol azul oscuro en forma de huso se disponían en círculo alrededor de una amplia plaza cubierta de brillantes losas negras. Las ventanas de las torres aparecían intactas en sus marcos triangulares, y arrojaban un destello rosado y fulgurante al reflejar la luz de la tarde. Sobre unos inmensos goznes, allí seguían las puertas metálicas de intrincado dibujo, altas como dos hombres, y al parecer dispuestas a abrirse al menor roce. Los edificios parecían haber sido abandonados desde hacía sólo unos días. Contemplándolos sobrecogido, Hresh sintió que le oprimía el peso de inconcebibles eras, una sensación constante de que todo el tiempo se comprimía en ese único instante. Un cosquilleo le recorrió la nuca, como si una miríada de ojos invisibles le estuviera observando.

— ¿Qué opinas? — preguntó Haniman —. ¿Intentamos entrar?

Habían estado recorriendo la ciudad todo el día. Soplaba un viento húmedo. Hresh se sentía cansado y desalentado.

— Ya he estado en ellos — dijo Hresh, aunque no era cierto. Muchas veces había visto esas torres a lo lejos, y en una ocasión había estado muy cerca, pero por alguna perversa razón había desistido de entrar sólo por verlas tan intactas. Le había parecido que no tenía sentido. Estarían tan vacías como las demás, y la decepción sería mucho mayor por tratarse de torres tan bien conservadas.

— ¿Las has recorrido? ¿Todas? ¿Cada una de ellas?

— ¿Dudas de mí? — preguntó Hresh con acritud.

— Es que hay tantas… y siempre queda la posibilidad de que alguna, en las afueras del círculo contenga algo, cualquier cosa…

— Muy bien — decidió Hresh. No tenía ánimos para sostener por más tiempo la mentira. Sólo había sido el cansancio, pensó, lo que le había quitado las ganas de rebuscar en esos edificios. Después de todo, había explorado sitios mucho menos promisorios. Hresh, que se había hecho llamar el de las preguntas y el de las respuestas, no necesitaba la insistencia de Haniman para emprender una búsqueda más —. Echaremos un vistazo. Y luego daremos la jornada por concluida.

Haniman se encogió de hombros.

— Yo iré primero — dijo.

Sin aguardar a que Hresh le diera permiso, se dirigió hacia la torre más cercana y se detuvo un instante ante el inmenso portal. Luego estiró sus brazos hacia donde pudo, como si tratara de rodear con ellos el edificio, y se estrechó contra él, empujando con fuerza. La puerta se abrió tan velozmente que Haniman lanzó un grito de sorpresa, cayó tambaleándose hacia el interior y se perdió en la oscuridad que reinaba dentro.

Hresh corrió en su búsqueda. Bajo un largo rayo de luz, vio a Haniman despatarrado al otro lado de la puerta.

— ¿Estás bien? — gritó Hresh.

Vio que Haniman se incorporaba poco a poco, se sacudía el polvo y levantaba la vista. Hresh siguió la mirada de Haniman y contuvo el aliento. Por dentro, el edificio era un inmenso espacio hueco y abierto, que sólo contenía una estructura de tubos delgados y puntales metálicos en espiral que comenzaba a uno o dos metros del suelo y corría en zigzag de pared a pared, cada vez más alto, formando un diseño tan complejo que seguir su trazado resultaba mareante. Al principio sólo pudo rastrearlo en los primeros niveles, pero en cuanto se acostumbró a la penumbra vio que las estructuras entrecruzadas ascendían más y más, posiblemente hasta la misma bóveda de la torre. Era como una inmensa red. Hresh se imagino que una araña gigante y temblorosa los aguardaba en los niveles superiores. Pero era una red de metal, de metal tangible, de material plateado, brillante, etéreo, frío y suave al tacto.

— ¿Trepamos? — propuso Haniman.

Hresh negó con la cabeza.

— Primero veamos en qué clase de sitio nos encontramos.

Tendió la mano y palmeó el tubo que tenía más cerca. Emitió un armonioso sonido musical, profundo y sorprendentemente bello que se elevó con solemnidad y lentitud hasta la siguiente capa de la red y hasta la otra, y la otra, despertando ecos en cada nivel. Les rodeó una armonía de sonidos prodigiosos y trémulos, que al internarse en los confines más altos de la torre adquirían profundidad e intensidad hasta convertirse en un rugido ensordecedor que colmó por completo el interior del edificio.

Hresh lo observaba todo maravillado y extasiado, pero también temeroso de que en cualquier momento los ecos llegaran a la bóveda y que bajo la fuerza de ese tremendo clamor la estructura se derrumbara por completo.

Pero sucedió que el tono, tras llegar a su cúspide, tras dejarlos sin aliento, tras trepanarles la mente, comenzó a decrecer deprisa para hacerse más débil y delicado. En un momento se desvaneció por completo y los dejó envueltos en un silencio inquietante.

— Enciende la antorcha — dijo Hresh —. Quiero ver que se esconde al otro lado.

Cautelosos, circundaron el interior del edificio, sin alejarse de la pared exterior. Pero, al parecer, el edificio sólo contenía esa vibrante estructura de metal. A ras de suelo no había nada digno de mención. El suelo era de dura y desnuda tierra marrón. Cuando llegaron otra vez al portal, Hresh hizo señas a Haniman, salió fuera y ambos cruzaron la plaza hasta el siguiente edificio del círculo. Por dentro era idéntico al primero: una intrincada estructura de metal dentro de una oscura cáscara hueca. Y lo mismo ocurría con el tercero, con el cuarto, con el quinto… Sólo al llegar al décimo edificio de la serie se encontraron con algo distinto.

Éste tenía una losa rectangular de piedra negra y pulida. Era el mismo tipo de piedra con que estaba embaldosada la plaza. Apareció de golpe, incrustada en el centro del suelo desnudo. Bien podía haber sido una especie de altar, o tal vez una abertura que cubriera alguna cámara subterránea.

Deberías buscar más profundamente…, había sugerido el ojos-de-zafiro artificial.

Hresh sacudió la cabeza. La criatura no podía haberse referido a algo tan estúpidamente literal como buscar bajo tierra.

Se puso de rodillas y frotó la mano sobre el rectángulo de piedra negra. Era frío y muy suave, como una especie de cristal oscuro, y sobre la superficie no descubrió inscripciones, ni siquiera rastros de ellas. Se plantó en el centro de la piedra y levantó la mirada. Por encima de su cabeza se extendía una intrincada estructura tubular. Allí, en el centro de la torre, los tubos más bajos quedaban fuera de su alcance.

— Ven aquí y agáchate — pidió Hresh —. Quiero intentar algo.

Obediente, Haniman se acuclilló. Hresh trepó a los hombros de Haniman y le pidió que se irguiera. Y cuando Haniman estuvo de pie, Hresh hizo tintinear el metal más cercano con un tenue golpe que hizo reverberar al edificio entero con tonos brillantes y armoniosos.

De inmediato, la laja negra y rectangular respondió con un sonido grave y quejoso, con una especie de suspiro mecánico. Luego comenzó a moverse, a deslizarse lentamente hacia abajo.

— ¿Hresh?

— Quieto — ordenó Hresh —. Tranquilo. Ayúdame a bajar —. Saltó de la espalda de Haniman y se detuvo rígido a su lado, tratando de mantener el equilibrio mientras la piedra negra seguía descendiendo sin prisa, como flotando, cada vez más abajo en la oscuridad.

Al fin se detuvo. Alrededor de ellos comenzó a brillar inesperadamente una luz ambarina. Hresh miró alrededor. Estaban en el nivel inferior de una caverna de alta cúpula, que parecía extenderse por las profundidades de la tierra hasta el infinito. El techo se perdía arriba, entre las sombras. El aire era seco y denso, y tenía cierta nota penetrante e intensa que recordó a Hresh el aire frío de los primeros días que siguieron a la partida del capullo, aunque en esta cueva no hacía frío.

A lo largo de las paredes de la caverna, a izquierda y derecha, y hasta donde era capaz de ver hacia arriba, había gran profusión de imágenes grabadas, de inmensos relieves semiocultos en la oscuridad, que se apilaban formando capas. Al cabo de un rato, Hresh comenzó a vislumbrar que se trataba sobre todo de figuras con forma de ojos-de-zafiro, talladas en altorrelieve sobre una piedra verdosa. Las mandíbulas pesadas y los vientres redondeados aparecían salvajemente exagerados. Las figuras parecían grotescas, extravagantes, de aspecto cómico y a la vez terrorífico. Algunas eran sumamente gruesas, o tenían miembros absurdamente estilizados, u ojos de diámetro semejante al de una docena de platos. En muchas de ellas asomaban cinco o seis versiones más pequeñas de sí mismas, que emergían como ebulliendo de los hombros o del vientre. Siniestros dientes como dagas aparecían al descubierto. De las bocas abiertas parecía emerger una risa silenciosa.

Pero las estatuas que se erigían en número incontable a ambos lados de ellos no sólo eran de ojos-de-zafiro. Allí había todo un mundo entero, incluso un universo: una densa y congestionada profusión de estatuas… toda clase de criaturas apiñadas en grupos por doquier.

Aquí y allá, Hresh distinguió figuras de hjjk mezcladas con las de ojos-de-zafiro, y algunos mecánicos con cabeza redondeada, no muy distintos de los que la tribu había hallado oxidados en las tierras bajas que se extendían a los pies de las montañas de roca escarlata. También había otras criaturas que parecían arbustos andantes, con rostros de pétalos, y brazos y piernas de ramas y hojas.

— ¿Qué es eso? — preguntó Haniman.

— Creo que vegetales. Una tribu del Gran Mundo que pereció durante el Largo Invierno.

— ¿Y aquellos? — señaló Haminan, apuntando a un grupo de seres alargados y de cutis claro que a Hresh le resultaron muy parecidos a Ryyig, el Sueñasueños, la criatura extraña y sin pelaje que había vivido durmiendo en el capullo durante cientos de miles de años, según se contaba. Éstos aparecían andando en postura erecta, sobre dos piernas largas y delgadas, y guardaban cierta semejanza con el Pueblo de la tribu, aunque no tenían vello ni órganos sensitivos, y sus cuerpos magros, aún sobre la piedra, parecían suaves y vulnerables.

Hresh los contempló largo rato.

— No sé qué deben ser — dijo por fin.

— Se parecen al Sueñasueños, ¿no crees?

— A mí también me lo ha parecido.

— Toda una raza de sueñasueños…

Hresh meditó la idea.

— ¿Por qué no? Seguramente antes del Largo Invierno sobre la Tierra existió toda clase de seres.

— ¿De modo que los sueñasueños fueron uno de los Seis Pueblos del Gran Mundo de los que hablan las crónicas? — Haniman comenzó a contar con los dedos —. Ojos-de-zafiros, amos-del-mar, hjjks, vegetales, humanos… van cinco.

— Te has olvidado de los mecánicos — advirtió Hresh.

— Ah, sí. Entonces son seis. ¿Dónde encajan los sueñasueños?

— Tal vez provengan de alguna otra estrella. En aquellos días había toda clase de seres de otras estrellas.

— ¿Y qué hacía en nuestro capullo alguien de otra estrella?

— Ah… tampoco lo sé.

— Hay demasiadas cosas que al parecer ignoras, ¿no crees?

— Es que haces demasiadas preguntas — soltó Hresh, irritado.

— Tal vez, pero tú eres Hresh, el de las respuestas.

— Pregúntamelo en otra ocasión, ¿quieres?

Dio la vuelta y descendió cautelosamente de la losa que los había llevado hasta aquel lugar y se atrevió a avanzar unos pasos por el suelo de la caverna. A medida que andaba, la luz ambarina iba delante de él, iluminando sus pasos. Parecía irradiar focos invisibles que bien podían distar unos quince o veinte pasos de él, y que se activaran por su proximidad.

Aunque a lo largo de las paredes, a ambos lados, se erigían masas intrincadas y sobrecogedoras de estatuas, el suelo de la caverna parecía estar desnudo. Pero tras seguir andando un rato, Hresh comenzó a distinguir un objeto con aspecto de bloque, alto y ancho, que se interponía en su camino a lo lejos, entre la penumbra. Al acercarse descubrió que se trataba de una estructura compleja y grande, tal vez una máquina, toda cubierta de botones y palancas forjadas en un material brillante y atezado que casi parecía hueso.

— ¿Qué supones que es? — preguntó Haniman.

Hresh lanzó una risilla.

— ¡Conseguirás que te llamen Haniman, el de las preguntas!

— ¿Será peligroso?

— Tal vez. No lo sé. jamás he leído nada acerca de esto. — Levantó las manos y las acercó a la hilera más cercana de botones sin atreverse a tocar nada. Tuvo la súbita e indudable sensación de que estaba ante una unidad general de control a la cual se conectaban todas las demás estructuras metálicas de las. tres docenas de torres que rodeaban la plaza. Las espirales de brazos y tubos debían servir para captar y transmitir energía hasta esta unidad.

¿Y si pulsara los botones?, se preguntó. ¿Y si toda esa energía se introdujera rugiendo en mi cuerpo y me destruyera?

— Atrás — indicó a Haniman.

— ¿Qué piensas hacer?

— Un experimento. Podría resultar peligroso.

— ¿No deberías esperar y antes estudiarlo un poco?

— Así es como pienso estudiarlo.

— Hresh…

— Atrás. Más. Más todavía.

— Esto es una locura, Hresh. Estás diciendo tonterías, tienes la mirada de un lunático. ¡Apártate de esa cosa!

— Debo hacer la prueba — dijo Hresh.

Posó las manos sobre los botones más cercanos y los oprimió tanto como pudo.

Esperaba cualquier cosa: que unos rayos afilados como espadas de luz surcaran la caverna, que se oyera el estallido de un trueno terrible, o un rugido de vientos, o un ulular de almas muertas. O que él mismo fuera reducido a cenizas en un instante. Pero sólo percibió una débil tibieza y un vago cosquilleo. Durante un instante, una imagen vertiginosa y estremecedora le pasó por la mente. Le pareció que la miríada de estatuas que se destacaban sobre las paredes había cobrado vida, que se movían, que gesticulaban, que conversaban, que reían… Era como si le hubieran zambullido en un arroyo turbulento, en un remolino alocado de vida.

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