Al final del invierno | Страница 21 | Онлайн-библиотека


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Pero había visto cómo transcurrían los días sin un verdadero propósito, y su final se le presentaba con cierta inquietud que hasta le causaba dolor. A los treinta años seguía sintiéndose vigorosa como una joven, pero sabía que no había forma de evitar que se aproximara el límite de edad. La ley era tajante. Sólo el cronista podía vivir más allá de los treinta y cinco años. Las cabecillas no entraban en la excepción. Koshmar había imaginado a menudo cómo se sentiría cuando tuviera que traspasar la salida, vigorosa o no, para hallar la muerte en el mundo exterior.

Ahora todo eso había cambiado. Lo esencial era que vivieran hasta donde les alcanzaran las fuerzas y que quienes pudieran engendrar nuevos hijos lo hicieran con entusiasmo.

Al principio, algunos de los miembros de la tribu no lo Comprendieron. Anijang, el más anciano, poco después de llegar a Vengiboneeza se acercó a Koshmar.

— Hoy es el día de mi muerte. ¿Qué debo hacer, ir a la selva solo? — preguntó.

— ¡Anijang, se ha terminado el día de la muerte — contesto Koshmar, riendo.

— ¿No hay más día de la muerte? Pero si tengo treinta y cinco años… He llevado la cuenta con sumo cuidado. — Exhibió una raída cinta de cuero marcada con cuñas —. Hoy es el día.

— ¿No te sientes fuerte y saludable?

— Bueno… — Se encogió de hombros. La espalda de Anijang se veía vencida y el pelaje comenzaba a mostrar canas, pero a Koshmar le pareció bastante enérgico.

— No hay razón para que mueras hasta que no llegue tu momento de forma natural. Ya no estamos en el capullo. Ahora hay sitio para todos, mientras sigamos con vida. Además, te necesitamos. Aquí hay trabajo para todos nosotros, y en el futuro habrá todavía más que hacer. ¿Cómo podríamos prescindir de ti, Anijang?

La mirada melancólica y desencantada del hombre la sorprendió. Entonces Koshmar comprendió que se había preparado desde hacía mucho tiempo para aceptar la muerte en paz, y que era incapaz de acoger con agrado o siquiera de entender esta postergación. Para él, para este hombre común, para este simple trabajador de inteligencia lenta, vivir treinta y cinco años era suficiente. No veía razón para seguir existiendo. Para él la muerte sólo era un sueño interminable, placentero, merecido.

— ¿No me marcharé? — preguntó Anijang.

— No debes irte. Dawinno lo prohíbe.

— ¿Dawinno? Pero si es el Destructor…

— Es el dios del Equilibrio. Igual quita que concede. Te ha otorgado la vida, Anijang, y la tendrás durante los muchos años que te esperan por delante. — Lo atrajo hacia ella, aferrándolo de los brazos con firmeza —. ¡Alégrate, hombre! ¡Alégrate! — ¡Vivirás una larga existencia! ¡Ve, busca a tu compañero de entrelazamiento, celebra este día!

Anijang se alejó con paso vacilante. Parecía no comprender, pero estaba dispuesto a aceptar.

Koshmar sabía que muchos otros se sentirían igualmente confusos. Habría que zanjar esta cuestión mediante un decreto.

Discutió largo rato con Torlyri, planeando lo que debía hacerse. Les resultó tan difícil que tuvieron que recurrir al entrelazamiento para obtener la profundidad de pensamiento necesaria. Luego, Koshmar convocó a la tribu para explicarles la nueva situación.

Les explicó que era un error creer que los dioses habían deseado la muerte prematura para ellos. Les recordó las enseñanzas con que habían sido educados. Los dioses sólo habían exigido que el Pueblo viviera dentro del capullo de forma ordenada hasta que llegara la época de la Partida. Ya que los dioses amaban la vida, había sido importante que de forma regular la tribu incorporara nuevas vidas, pero como no podía expandirse libremente en el capullo y los alimentos eran limitados, los dioses les habían ordenado mantener la población en equilibrio. Así, sólo podían vivir treinta y cinco años, y luego debían marcharse del capullo para enfrentarse a su destino con el fin de que otra nueva vida pudiese incorporarse a la tribu. Por cada niño, una muerte. Nadie, dijo Koshmar, había cuestionado nunca la necesidad y la sabiduría que subyacía en esta realidad.

Pero en su misericordia, los dioses los habían hecho partir hacia el exterior, y las viejas estructuras ya no eran válidas. El mundo se extendía inmenso, la tribu era pequeña y la comida se obtenía con facilidad. Ahora el deseo de los dioses era que fueran fértiles y se multiplicaran. La muerte llegaría cuando los dioses así lo dispusieran, y sólo entonces. Era una época de vida, de regocijo, de crecimiento de la tribu, dijo Koshmar.

— Entonces, ¿cuánto tiempo hemos de vivir? — preguntó Minbain —. ¿Viviremos para siempre?

— No — replicó Koshmar —. Sólo el tiempo natural, sea cual fuere.

— Bueno — objetó Galihine — Pero ¿cuánto será?

— El mismo tiempo que han vivido los cronistas — respondió Koshmar —, ya que sólo ellos han vivido hasta el límite natural.

Pero los rostros seguían mudos.

— ¿Cuánto es eso? — insistió Galihine.

Koshmar miró a Hresh.

— Dime, niño, ¿cómo se llamaba el historiador que custodió el cofre antes que Thaggoran?

— Thrask — contestó Hresh.

— Thrask, eso es. Lo había olvidado, pues yo era muy joven cuando falleció. En la época de Thrask, casi ninguno de vosotros había nacido, pero sí sé que vivió hasta que fue viejo y la espalda se le encorvó, y el pelaje se le volvió blanco. Ése es el momento natural…

— Hasta ser viejo y andar encorvado… — murmuró Konya, estremeciéndose — No sé si me gustará eso.

— ¡Para los guerreros — exclamó Haniman dando muestras de inesperado atrevimiento —, el tiempo natural llegará mucho antes, Konya!

La reunión acabó entre risas. Koshmar vio que la inquietud era mayor de lo que había previsto: para algunos, comprendía, la muerte significaba una liberación, y no una brutal interrupción de la vida como le parecía a ella. Aprenderían. Llegarían a entender las nuevas costumbres. Y aunque ellos se debatieran contra las nuevas ideas, con los más jóvenes no ocurriría lo mismo, y a los hijos de sus hijos les costaría creer que alguna vez la tribu estuvo sujeta a un límite de edad y a un día de la muerte.

Pero Koshmar comprendió que no bastaba con abolir la muerte: también tendría que alentar la vida. Y así fue como decidió revocar las restricciones a la concepción con otra de sus nuevas leyes. Decretó que la procreación ya no estaba limitada a un par de parejas de la tribu, ni a un hijo cada vez que hiciera falta reponer la pérdida causada por alguna muerte. A partir de entonces, cualquiera que superase la edad del entrelazamiento podría concebir hijos en el número que quisiera. No era sólo un derecho, sino también una obligación. La tribu era demasiado pequeña. Eso debería cambiar.

Poco después nuevas parejas llegaron hasta ella solicitando los ritos de aparcamiento. Los primeros fueron Konya y Galihine, y luego Staip y Boldirinthe. Entonces, para sorpresa de todos, Harruel se presentó con Minbain, quien ya había engendrado a Hresh de su unión con Samnibolon. Mucho tiempo atrás, Samnibolon había muerto de una fiebre, ¿Realmente quería Minbain ser madre de nuevo? Koshmar se preguntó si alguna vez habría existido en la tribu una mujer que hubiese parido dos hijos y, además, de dos padres distintos. Pero recordó por enésima vez que habían entrado en una era distinta. ¿Acaso no había dicho ella misma que todos aquellos que pudieran tenían la obligación de procrear? Entonces, ¿por qué no Minbain, si todavía estaba en edad fértil? ¿Por qué no cualquiera de ellos?

¿Por qué no tú, Koshmar?, preguntó inesperadamente una voz desde sus adentros.

Era una idea tan insólita que se le escapó una carcajada. Soy la cabecilla, se respondió, tras intentar imaginarse tendida en un lecho, con el vientre protuberante y un grupo de mujeres apiñadas a su alrededor para aliviarla mientras un bebé luchaba por abrirse camino desde sus entrañas. En cuanto a eso, no podía siquiera imaginar el contacto con unos brazos masculinos, el roce de unas manos viriles sobre los senos, de unas manos de hombre abriéndole los muslos. O… ¿cómo les gustaría hacerlo? La mujer vuelta contra el suelo, y el peso del hombre descendiendo sobre ella desde atrás…

No, no. Eso no era para ella. Ser cabecilla ya representaba una carga suficiente.

¿Y por qué no Torlyri?, preguntó la misma voz traviesa.

Koshmar contuvo la respiración y se agarró el costado, como si la hubieran golpeado en el estómago. ¿La buena y afable Torlyri, su Torlyri? Pero Torlyri era la madre de toda la tribu, ¿verdad? No tenía necesidad de engendrar hijos propios. ¿Acaso tendría tiempo para la crianza de los hijos? Si tenía tanto que hacer…

Pero la imagen no se apartaba de su mente: Torlyri en brazos de algún guerrero cuyo rostro no llegaba a ver. Torlyri jadeando y suspirando. Torlyri agitando el órgano sensitivo como lo hacían durante la cópula. Torlyri abriendo los muslos…

No. No. No. No.

¿Por qué no?, volvió a preguntar la voz.

Koshmar apretó los puños.

Son nuevos tiempos, sí, se dijo para sus adentros. Pero Torlyri es mía.

— ¿Qué querían decir esas cosas como ojos-de-zafiro cuando afirmaron que éramos simios y no humanos? — preguntó Tamiane.

— Nada — respondió Hresh — Fue una mentira idiota. Sólo trataban de menospreciarnos.

— ¿Y por qué iban a hacer algo semejante?

— Porque nosotros tenemos vida — dijo Hresh —. Y ellos son seres que jamás han vivido, creados por una raza que ya no existe.

— Nos llamaron simios. Sé lo que es un simio. Maté a dos que te atacaron en la selva. Y al entrar en la ciudad, maté a muchos más. Ojalá los hubiera aniquilado a todos… ¡bestias inmundas, tiramierda! ¿Qué son esos monos, que al parecer pertenecen a nuestra especie? — comentó Harruel.

— Animales — contestó Hresh —. Sólo animales.

— Y nosotros, ¿también somos animales?

— Nosotros somos seres humanos — afirmó Hresh.

Lo declaraba como si no hubiera lugar a dudas. Pero en realidad no tenía ninguna certeza, sino una oscura ciénaga de confusión.

Ser humano, pensaba, era algo grande y glorioso. Era ser un eslabón en una infinita cadena de logros que descendía desde las épocas más remotas del mundo. Ser un mono, o incluso pariente de simios, era apenas mejor que ser una de esas estúpidas criaturas chillonas y de olor nauseabundo que sacudían los órganos sensitivos… no, se corrigió, las colas para colgarse de las copas de los árboles, fuera de los límites de la ciudad.

Entonces, ¿somos monos o humanos?, se preguntaba Hresh.

En las crónicas, en el Libro del Camino, decía que al final del invierno los humanos saldrían de sus escondrijos y viajarían hacia la derruida Vengiboneeza, y que allí conseguirían cuanto necesitaran para recuperar el poder sobre el mundo. Eso era lo que decía el texto, tal como lo entendía Hresh. Y entendía que las crónicas se referían al Pueblo, mientras que el Libro del Camino hablaba de los «humanos».

Pero, ¿sería así? Las crónicas no estaban escritas en las palabras simples del lenguaje cotidiano, se componían de conceptos y pensamientos encapsulados a los cuales el lector tenía acceso por medio de las facultades mentales. Eso daba lugar a un gran margen de error en la interpretación. Lo que afloraba desde la página de pergamino a sus dedos, y de los dedos a la mente cuando estudiaba el Libro del Camino, era un concepto que parecía significar el Pueblo, es decir, aquellos-para-quienes-ha-sido-escrito-este-libro. Pero también podría significar seres-humanos-distintos-del-Pueblo. Cuando Hresh examinó los textos más de cerca halló que la única lectura incuestionable decía que quienes-se-consideraran-a-sí-mismos-seres-humanos irían a Vengiboneeza al final del invierno para reclamar los tesoros de la ciudad.

Sin embargo, uno podía considerarse humano sin serlo en realidad…

Los artefactos con forma de ojos-de-zafiro dicen que somos monos, o descendientes de monos. Koshmar replica con ira que somos humanos. ¿Quién tiene razón? ¿El Libro del Camino dice que nosotros vendremos a Vengiboneeza o se refiere a ciertos «ellos» misteriosos?, se preguntó Hresh.

El resto del Libro del Camino parecía dirigirse al Pueblo. Era su propio libro, escrito por ellos mismos. Para ellos mismos. Cuando el Libro del Camino dice «humanos», sin duda debe estar refiriéndose a nosotros. Pero ¿dice «humanos» realmente?, se torturaba Hresh. ¿O ésa era sólo la lectura que el Pueblo había hecho del vocablo por haberse considerado humanos durante tantos siglos a pesar de que en realidad no lo eran?

La confusión lo extraviaba.

Se preguntó: ¿acaso importa realmente si somos humanos o no? Somos lo que somos, y nuestra esencia esta lejos de ser desdeñable.

No. No.

Él sabía mejor que nadie qué eran los simios de la selva. Los había mirado a los ojo, y allí había visto su cualidad bestial. Lo habían aferrado del cuello con una poderosa cola peluda casi hasta matarlo. Había oído su parloteo incoherente. Los odiaba con todas sus fuerzas;

y con todas sus fuerzas oró por que los artefactos hubieran mentido, por que no hubiera ni el más remoto parentesco entre su pueblo y los simios de la jungla.

Se dijo férreamente que él y su pueblo eran seres humanos, tal como afirmaba Koshmar. Pero deseó estar tan seguro como ella. Deseó contar con alguna prueba. Hasta entonces, tendría que vivir entre la duda y el tormento.

El Pueblo compartía la ciudad de Vengiboneeza con otras criaturas más pequeñas, algunas de las cuales causaban no pocos problemas.

De vez en cuando entraban los monos de la jungla, bailoteaban sobre las altas cornisas de los edificios adyacentes y arrojaban objetos a los que estaban abajo: guijarros, excrementos, unas diminutas moras de superficie urticante que dejaban la piel ardiendo como una brasa. Por todas partes se escondían unas serpientes con un manto verde detrás de la cabeza, enroscadas entre las rocas con aire aletargado, pero con frecuencia dispuestas a silbar, erguirse y morder. La niña Bonlai y el joven guerrero Bruikkos cayeron víctimas de su veneno, y la enfermedad les hizo padecer varios días entre la fiebre y el dolor, a pesar de los medicamentos y conjuros que Torlyri les prodigó.

Un día, Salaman se hallaba merodeando entre dos edificios de alabastro de construcción triangular y tejados a dos aguas, detrás de la torre principal, cuando encontró una losa en el suelo sobre cuya superficie se incrustaba un aro de metal. Cometió el error de tirar de él. La losa se levantó con facilidad, y de inmediato emergió desde el interior una horda de criaturas brillantes e iridiscentes, de un tono azul tornasolado, no mayores que un pulgar. Procedían de las profundidades de la tierra. Teman unos ojos enormes, encendidos como feroces rubíes. Sus mandíbulas diminutas y poderosas cortaban como hojas afiladas. Salaman recibió una docena de mordeduras que lo dejaron sangrando por todas partes. Aulló de dolor, y sus gritos atrajeron a Sachkor y a Moarn, y entre los tres pudieron librarse de la plaga. Pero para entonces, las bestezuelas se habían expandido por doquier. Con todo, tenían el cuerpo blando y para aplastarlos bastaba con un buen escobazo. Acabar con todos exigió una hora de trabajo a cargo de media docena de miembros de la tribu. Durante la noche, invisibles recolectores cogieron los cientos de cuerpos pulposos de la plaza y al amanecer no quedaba un solo resto de los animales.

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