Al final del invierno | Страница 10 | Онлайн-библиотека
El hjjk les observó en silencio hasta que se acercaron.
Luego dijo con tono sorpresivamente falto de toda curiosidad.
— ¿A dónde vais? Es poco inteligente permanecer aquí. Aquí hallaréis la muerte.
— No — dijo Koshmar —. El invierno ha terminado.
— No importa, moriréis. — La voz del hjjk era un zumbido raspón. Pero al Cabo de un rato, Thaggoran advirtió que no era un sonido producido con la voz. Hablaba al interior de sus mentes; se comunicaba con su segunda vista, por así decirlo — Más allá, en el valle, os aguarda la muerte. Seguir y comprobaréis que no miento.
Y sin añadir nada más, comenzó a pasar por entre ellos, como si hubiera concedido a la tribu todo el tiempo que merecían.
— Aguarda, aguarda — dijo Koshmar, interceptándole el paso —. Dinos qué peligros nos esperan en adelante, hjjk.
— Ya los veréis.
— Dínoslo ahora, o no seguirás tu viaje en esta vida.
Fríamente, el hjjk replicó:
— En este valle se reúnen los zorros-rata. Conseguirán vuestra piel, ya que vosotros sois carnosos, y el hambre que ellos sienten es voraz. Déjame pasar.
— Aguarda un poco más — exigió Koshmar —. Dime, ¿has visto otros humanos al cruzar el valle? ¿Tribus como la nuestra, que emergen de sus capullos ahora que la primavera ha empezado?
El hjjk emitió un sonido monótono que bien podía ser de impaciencia. Era la primera muestra de emoción que revelaba.
— ¿Por qué iba a ver humanos? — preguntó el ser — insecto —. Este valle no es sitio apropiado para encontrar humanos…
— ¿No has visto ninguno? ¿Ni siquiera unos pocos?
— Tus palabras carecen de toda lógica y sentido — señaló el hjjk —. No tengo tiempo que perder con estos desvaríos. De nuevo te pido que me dejes pasar.
Thaggoran advirtió un olor extraño, inesperadamente dulzón y acre. Vio que del abdomen del hjjk comenzaban a aparecer pequeñas gotas de una secreción pardusca.
— Deberíamos dejarlo ir — indicó suavemente a Koshmar — No nos dirá más. Y podría ser peligroso…
Koshmar posó la mano sobre la espada. Harruel, a su lado, tomó el gesto como una indicación y empuñó la suya, pasando la mano por el fuste.
— ¿Quieres que acabe con él? — murmuró Harruel —. Lo partiré en dos. ¿Quieres, Koshmar?
No — respondió —. Sería un error. — Caminó lentamente alrededor del hjjk, quien al parecer no se inmutó ante el curso de la conversación — Por última vez — insistió Koshmar — Dime: ¿no hay tribus humanas en esta región? Nos daría gran alegría encontrarlas. Hemos salido para iniciar el mundo de nuevo, y buscamos a nuestros hermanos y hermanas.
— No iniciaréis nada de nuevo, ya que los zorros-rata os diezmarán dentro de una hora — replicó el hjjk imperturbable —. Sois tontos. No hay humanos, mujer-de-carne.
— Lo que dices es absurdo. En este mismo momento tienes ante ti seres humanos.
— Hay tontos ante mí — replicó el hjjk —. Ahora, dejadme seguir mi camino o lo lamentaréis.
Harruel alzó la espada. Koshmar sacudió la cabeza.
— Déjalo ir. Ahorra las energías para los zorros-rata.
Con hondo pesar, Thaggoran lo observó mientras se alejaba hacia las colinas de donde provenían ellos. Deseaba sentarse con la extraña criatura y hablar de épocas remotas. ¡Dime qué sabes del Gran Mundo!, le habría pedido Thaggoran. Yo te revelaré todos mis conocimientos. Hablemos de las ciudades de Thisthisima y Glorm, y de la Montaña de Cristal, y de la Torre de Estrellas, y del Árbol de la Vida, y de todas esas glorias pasadas, de tu raza y de la mía, de esos elegantes ojos-de-zafiro que gobernaron el mundo, y también de los otros pueblos. Hablemos de la lluvia de estrellas de la muerte, cuyas grandes colas trazaban en el cielo una estela flameante, y del estruendo que causaba su impacto sobre la Tierra, y de las nubes de humo y fuego que se elevaban cuando caían, y de los vientos, y las lluvias negras, y del frío que asoló mares y tierras cuando el sol se fue oscureciendo bajo el polvo y el hollín. Podríamos hablar del ocaso de las razas, pensaba Thaggoran… de la muerte del Gran Mundo, que nunca más podrá reconstruirse.
Pero el hjjk ya casi se había perdido de vista, más allá de las crestas de las colinas orientales.
Thaggoran se encogió de hombros. Era pueril pensar que un hjjk interviniera en ese cortés intercambio de conocimientos. Por lo que Thaggoran sabía, en la época del Gran Mundo se decía que estos seres carecían de sentimientos, que desconocían la amistad, el amor o la gentileza, que, en realidad, no tenían almas. En este sentido, el Largo Invierno no parecía haberles causado gran mejoría.
Días más tarde, tras avanzar hacia el oeste, la tribu acampó una tarde en lo que parecía ser el lecho de un lago seco, hundido por debajo del valle. jóvenes o viejos, todos tenían tareas que realizar. A algunos les encargaron ir a buscar hierba seca y ramas para el fuego principal. Otros partieron en busca de hierbas verdes para encender el fuego ahumado que, según habían aprendido, ahuyentaba a los cardofuegos. Otros llevaron a pacer al ganado, y algunos se unieron a Torlyri en sus cánticos para mantener alejadas las amenazas nocturnas.
A Hresh y Haniman se les había adjudicado la labor de recoger yesca. Esto ofendía a Hresh. Le molestaba comprobar que le asignaban la misma tarea que al inútil gordinflón de Haniman. Envidiaba a Orbin, a quien habían enviado junto a los hombres para arriar el ganado. Desde luego, Orbin era muy fuerte para su edad. Pero con todo, resultaba humillante que le pusieran de ese modo a la misma altura que Haniman. Hresh se preguntó si Koshmar le consideraba en tan poco.
— ¿Dónde hemos de buscar? — preguntó Haniman.
— Ve por donde quieras — replicó Hresh de mal humor —, mientras no te cruces en mi camino.
— ¿No trabajaremos juntos?
— Haz tu tarea, que yo haré la mía. Pero manténte fuera de mi vista, ¿comprendes?
— Hresh…
— Vamos. Muévete. No quiero verte.
Durante un instante, los pequeños ojos redondos de Haniman revelaron un cierto destello de ira. Hresh se preguntó si estaría dispuesto a pelear con él. Haniman era lento y torpe, pero pesaba casi el doble que Hresh. Le bastaría con sentarse sobre mí, pensó el pequeño. Pero que lo intente. Que lo intente y veremos…
Si Haniman había sentido un momento de ira, ésta ya había desaparecido. Haniman no era belicoso. Miró a Hresh con ojos de reproche y se fue solo, dando punta pies al suelo. Con su pequeña cesta de mimbre, Hresh se encaminó al territorio que lindaba con el campamento al norte y al oeste, y comenzó a buscar todo lo que tuviera aspecto de prender fuego. Al parecer, no había mucho.
Se alejó un poco más. Seguía siendo una zona desértica. Se alejó más aún.
La noche se cernía con rapidez. Grandes jirones raídos de un tono violento, de un generoso púrpura, de un iracundo escarlata palpitante y de un sombrío amarillo intenso proporcionaban al cielo occidental un aspecto espléndido y pavoroso. Detrás de él, todo se había sumido ya en la negrura: era una oscuridad magnífica que todo lo devoraba, y que apenas se atrevía a romper la llamarada tenue y vacilante del fogón en la distancia.
Hresh se alejó un poco más aún, reptando cautelosamente alrededor de un amplio lomo de roca. Sabía que estaba cometiendo una osadía. Ya se había apartado mucho del campamento. Demasiado tal vez. Desde allí ya casi no oía el sonido de los cánticos, y cuando volvió la cabeza no vio a ninguno de sus compañeros de la tribu.
Pero con todo, siguió avanzando por ese dominio frío y misterioso, sin muros ni túneles, donde el cielo oscuro formaba una cúpula sobrecogedora que escapaba a toda comprensión, extendiéndola hacia las distantes estrellas que pendían de la techumbre del universo.
Tenía que verlo todo. Si no, ¿cómo podría entender lo que era el mundo?
Y verlo todo por fuerza significaba exponerse a ciertos peligros. Después de todo, él era Hresh, el de las preguntas, y como tal le era propio buscar respuestas, sin considerar el riesgo. Entendía que el poseer un alma inquieta como la suya representaba un gran mérito. Los demás todavía no se habían dado cuenta, porque era sólo un niño. Pero algún día lo sabrían. Se lo juró a sí mismo.
A lo lejos, creyó percibir voces que el viento arrastraba hacia él. Sintió una oleada de excitación. ¿Y si encontrara otro campamento, otra tribu allí delante?
Aquel pensamiento le produjo vértigo. El viejo Thaggoran sostenía que existían otras tribus, que en todo el mundo había otros capullos como el de ellos. Y Thaggoran lo sabía todo, o casi todo. Pero nadie, ni siquiera Thaggoran, tenía forma de saberlo a ciencia cierta.
Hresh quería creer que así era: docenas o cientos de pequeñas tribus, cada una en su propio capullo, aguardando una generación tras otra a que llegara el momento de la Partida. Y, sin embargo, excepto en las crónicas, no había evidencia de que semejante situación fuera real. Sin duda, nunca habían trabado contacto con otra tribu, al menos no desde la época del Largo Invierno. ¿Cómo pudo haberlo, si nadie abandonaba el capullo natal?
Pero ahora el pueblo de Koshmar se abría camino por el mundo exterior. Allí bien podía haber otras tribus. Para Hresh era una idea fantástica. Durante sus ocho años de vida, sólo había conocido al mismo grupo de sesenta personas. De vez en cuando se permitía un nacimiento, cuando algún miembro llegaba a la edad límite y se le expulsaba del capullo para que acabara sus días fuera. Pero de no ser por eso, siempre había las mismas personas: Koshmar, Torlyri, Harruel, Taniane, Minbain, Orbin y los demás. La idea de toparse con un grupo de gente distinta era inusitada.
Hresh trató de imaginar qué aspecto tendrían: Tal vez tuviesen los ojos amarillos, o la piel verde. Acaso hubiera hombres más altos que Harruel. Tal vez su cabecilla no fuera una mujer, sino un niño. ¿Por qué no? Sería una tribu distinta, ¿verdad? Todo lo harían de otro modo. En lugar de un anciano de la tribu tendrían tres ancianas, que llevarían las crónicas sobre brillantes hojas de vidriopapel, y que hablarían al unísono. Hresh se echó a reír. Tendrían nombres distintos de los nuestros. Se llamarían, por ejemplo, Migg-wungus, y Kik-kik-kik y Pinnipoppim. Nombres que nadie en la tribu de Koshmar había oído jamás. ¡Otra tribu! ¡Increíble!
Hresh se movía con menos cautela. En su afán por encontrar de dónde provenían esas voces, dio un paso en falso y cayó en la densa oscuridad.
¡Otra tribu, sí! Ahora distinguía mejor las voces.
Los imaginó sentados en torno de un fuego humeante, justo al otro lado de ese cúmulo de rocas. Se imagino avanzando resueltamente hacia ellos.
— Soy Hresh, del capullo de Koshmar — diría —, y mi gente está por allí. ¡Tenemos el propósito de comenzar el mundo desde el principio, ya que ésta es la Gran Primavera!
Y ellos le abrazarían, y le darían de beber vino de uvas de terciopelo, y le dirían:
— Nosotros también queremos comenzar el mundo otra vez. ¡Llévanos ante tu cabecilla!
Y él regresaría corriendo al campamento, riendo y gritando, exclamando que había encontrado a otros seres humanos, a una tribu entera de hombres y mujeres, de niños y niñas, con nombres como Migg-wungus, y Kik-kik-kik, y…
Se detuvo de pronto, la nariz le aleteaba. Tenía el órgano sensitivo erecto y vibrante. Algo andaba mal.
En la quietud de la noche percibió los sonidos de otra tribu. Esta vez con suma claridad. Eran sonidos muy extraños. Un chillido muy agudo mezclado con un grueso resoplar… un sonido peculiar… un sonido desagradable…
No eran sonidos de otra tribu. No.
No eran sonidos humanos:
Hresh lanzó su segunda vista tal como le había enseñado Thaggoran. Durante un instante, todo fue confuso y borroso. Pero luego — afinó la percepción con mayor claridad y el entorno adquirió nitidez. Al otro lado de las rocas había una docena de criaturas. Tenían el tamaño de un hombre, pero se movían a gatas, y los miembros tenían un aspecto veloz y poderoso. Los ojos, rojos y encendidos, eran pequeños, brillantes y feroces, y tenían largos dientes afilados que emergían de los hocicos puntiagudos como dagas. Tenían el cuerpo cubierto de tupido vello gris, y los órganos sensitivos se sacudían en sus espaldas como lagos látigos delgados, rosados y casi sin pelo.
No. No eran humanos. En absoluto.
Se movían en círculo, y daban vueltas de modo vacilante y furtivo. De vez en cuando se detenían para olisquear el aire. Hresh no comprendía el lenguaje en que hablaban, pero el significado de las palabras se recortó con toda claridad ante su segunda vista:
— Carne… carne… carne… comer… comer… comer… comer carne…
El hjjk había dicho que en el valle se congregaban los zorros-rata. Os quitarán el pellejo, porque vosotros sois de carne y ellos están muy hambrientos. Koshmar no se había mostrado muy alarmada al oírlo. Tal vez creía que el hjjk mentía; tal vez pensaba que los zorros-rata no existían. Pero, ¿qué otras criaturas podían ser aquellos seres resoplantes de largos dientes y ojos rojos, sino los zorros-rata de los que el hjjk había querido prevenirlos?
Hresh dio medía vuelta y echó a correr.
Corrió desesperadamente, rodeando agudos colmillos de roca, dejando atrás lomos arenosos, internándose en el lecho seco del lago… arañando en la oscuridad, perdiendo en la premura su cesta de yesca, luchando por llegar al campamento de la tribu. Le asaltó la cualidad ignota de la oscuridad. Algo grande, con alas y ojos saltones de color amarillo verdoso, zumbó alrededor de su cabeza. Lo apartó de un manotazo y siguió corriendo. Cien pasos más allá, ante él se irguió otro ser parecido a tres largas cuerdas negras paralelas, que se enroscaba y mecía bajo la fría y pálida luz de las estrellas. Hresh salió disparado hacia un lado y no volvió la vista atrás.
Sin aliento, jadeante, se abalanzó sobre el campamento.
— ¡Los zorros-rata! — gritó, señalando hacia la noche —. ¡Los zorros-rata! ¡Los he visto! — Y corrió tropezando, exhausto, casi hasta los mismos pies de Koshmar.
Temía que no le creyesen. Él era sólo el salvaje Hresh, Hresh, el de las preguntas, Hresh, el de los, problemas, ¿no era así? Pero por una vez le prestaron atención.
— ¿Dónde estaban? — le preguntó Koshmar, imperiosa — ¿Cuántos? ¿De qué tamaño?