Al final del invierno | Страница 8 | Онлайн-библиотека


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— No preguntes tonterías — le ordenó Hresh. Pero no obstante, se encontró cuestionándose lo mismo.

Adelante, al lado de la piedra de las ofrendas, Torlyri se afanaba en celebrar cierto ritual. Hresh deseaba que fuera el último para que la marcha se pudiera iniciar de una vez. Le parecía que durante las semanas pasadas, desde el día en que el Sueñasueños despertó, cuando Koshmar anunció la partida de la tribu, no habían hecho más que celebrar ritos y ceremonias.

— ¿Vamos a cruzar el río? — preguntó Taniane.

— No creo — respondió Hresh —. El sol está en esa dirección, y si nos dirigimos hacia allí tal vez nos quememos. Creo que iremos rumbo al lado contrario.

Sólo era una conjetura, pero resultó estar en lo cierto, al menos en cuanto a la dirección que el grupo iba a tomar. Koshmar lucía ahora la Máscara de Lirridon, que durante tanto tiempo había pendido de la pared del habitáculo. Era amarilla y negra, y tenía un inmenso pico que le confería el aspecto de un insecto gigantesco. Alzó la espada e invocó los Cinco Nombres. Luego avanzó por una senda estrecha que iba desde la cornisa hasta la cima de la colina, y desde allí descendía por la ladera occidental hacia un ancho valle que se extendía por debajo. Uno tras otro, los demás la siguieron en fila, moviéndose lentamente bajo el peso de los voluminosos bultos.

Estaban en el exterior. En camino. Descendieron la larga pendiente y se internaron en el valle en estrecha formación, manteniendo el mismo orden en el cual salieron del capullo: Koshmar y Torlyri delante, luego Thaggoran, después los guerreros, los trabajadores, los progenitores, y al final Hresh y los demás niños. El valle quedaba mucho más lejos de lo que habían supuesto, y parecía alejarse por momentos cuanto más andaban. Koshmar avanzaba con cautela. Aun los más fuertes, los que iban delante, parecían fatigarse con facilidad. Para algunos, especialmente para las progenitoras, los niños y el gordezuelo de Haniman, la travesía constituía una odisea desde el mismo inicio. De vez en cuando, Hresh oía a su alrededor el lamento de los sollozos, aunque no podía decir si eran de miedo o de cansancio. Después de todo, ninguno de ellos había caminado gran cosa durante su vida, excepto los cortos trayectos por el capullo, que eran algo distinto. Aquí había que asentar los pies sobre una superficie áspera donde no había un camino, y a veces se deslizaba y desmoronaba bajo el peso del cuerpo. Debían subir y bajar por cuestas, o sortear obstáculos. Hresh no se había imaginado que resultara tan difícil. Había creído que sería poner un pie delante y luego el otro, y luego el primero. En realidad, eso era básicamente lo que hacían, pero nunca había pensado que sería un ejercicio tan agotador.

El aire también tenía sus trampas. Era ligero, y cada bocanada punzaba y ardía. Descendía por la garganta como un puñado de cuchillos. Uno se quedaba con la boca seca y la cabeza dando vueltas, y se le tapaban la nariz y los oídos. Pero al cabo de un rato, el frío dejó de molestar.

Reinaba un gran silencio, y eso resultaba más inquietante de lo que Hresh había previsto. En el capullo siempre se oían alrededor los sonidos de la tribu. Y eso proporcionaba cierta sensación de seguridad. Aquí fuera la gente no conversaba. Las voces quedaban atemperadas por el temor, pero aun cuando alguno hablaba, el sonido era barrido por el viento, o devorado por el gélido aire y el vasto espacio abierto. El silencio cobraba una cualidad severa, opresiva, metálica, que a nadie agradaba.

De vez en cuando alguien se detenía como si no quisiera seguir, y había que consolarle y alentarle. La primera fue Cheysz, que se desmoronó en sollozos entrecortados. Pero Minbain se arrodilló a su lado para acariciarla hasta que se puso en pie. Luego el joven guerrero Moarn se desplomó y hundió los dedos en la tierra, como si el mundo girara locamente a su alrededor. Se aferraba a la tierra helada con desesperación, sin despegar la mejilla de ella. Harruel tuvo que soltarlo a puntapiés y con palabras severas. Poco más tarde fue Barnak, uno de los obreros, un hombre de poca inteligencia, manos enormes y cuello macizo; dio la vuelta y comenzó a correr hacia el risco, pero Staip fue tras él y lo cogió por un brazo. Lo aferró y le dio bofetones hasta que se calmó. Después del episodio, Barnak siguió andando sin levantar la vista ni abrir la boca. Pero Orbin dijo:

— Menos mal que Staip lo ha atrapado. Si se hubiera fugado, varios más habrían ido corriendo tras él para seguir sus pasos.

Koshmar abandonó su lugar a la cabeza de la formación y se acerco al resto, hablando con los demás, ofreciendo aliento, riendo, orando. Torlyri también la acompañó a lo largo de la procesión para conversar con los más atemorizados. Se detuvo al lado de Hresh para preguntarle cómo se sentía. El pequeño le guiñó un ojo, y la hizo reír. La mujer le devolvió el guiño.

— Siempre has querido estar aquí, ¿verdad?

El niño asintió. Ella le acarició la mejilla y regresó a su puesto.

El día avanzaba, el tiempo parecía transcurrir deprisa. El sol hizo algo extraño: se trasladó por el cielo, en lugar de permanecer pendido allí en el este, donde Hresh lo vio por primera vez. Para su sorpresa, el sol parecía seguirlos, y cerca del mediodía en algún sitio los alcanzó. Por la tarde, yacía delante de ellos en el cielo occidental.

Hresh se sintió azorado al ver que el sol viajaba de ese modo. Sabía que era una inmensa bola de fuego que asomaba por encima durante todo el día y que de noche desaparecía. Cuando el sol estaba, era el día; y cuando no, la noche. Pero aun así le costaba comprender cómo era posible que se moviera. ¿Acaso no estaba sujeto en un lugar? Tendría que preguntárselo a Thaggoran más tarde. Por ahora, el descubrimiento de que el sol se movía no era mas que una inexplicable sorpresa.

Pero sospechaba que le esperaban muchas otras más adelante, tal vez incluso mayores.

2 — CONSEGUIRÁN VUESTRA PIEL

Thaggoran avanzaba con dificultad, conservando su posición detrás de Koshmar y Torlyri. La rodilla izquierda le palpitaba y sentía ambos tobillos rígidos. El viento helado le atravesaba el pelaje como si estuviera desnudo. El sol le encandilaba hasta dejarle los ojos pastosos y tumefactos. No había forma de esconderse de esa llamarada de luz furiosa e inmensa. Colmaba el cielo y reverberaba en cada roca, en cada retal de terreno.

Para un hombre de casi cincuenta años resultaba duro abandonar las mieles del capullo y abrirse paso por una tierra tan extraña y desolada. Pero esa misma extrañeza le empujaba a seguir, hora tras hora, día tras día. A pesar de todos sus conocimientos sobre las crónicas, jamás había imaginado que en el mundo pudiera haber semejantes colores, aromas y formas.

Aquí la tierra era árida y casi vacía: una vasta planicie yerma. La ausencia de vida resultaba desalentadora A su alrededor sólo veía rostros atemorizados. El pánico se había extendido entre el Pueblo. Sentían una atroz desnudez al haber salido del capullo, al estar tan lejos de ese sitio acogedor que los había albergado durante toda la vida. Pero Koshmar y Torlyri se afanaban por evitar que el pánico dominara a los viajeros. Thaggoran las veía ir y venir en ayuda de los que se dejaban apabullar por el miedo. Él no sentía temor por sí mismo, sino por la amenaza de la extenuación. Pero se obligaba a seguir, y sonreía valientemente cada vez que alguien le observaba.

El cielo se oscurecía cada vez más a medida que el día transcurría: de un celeste intenso a un tono más rico y profundo, y luego, cuando las sombras se reunieron, a un gris oscuro casi púrpura. No era lo que había esperado. Sabía por las crónicas que existían el día y la noche, pero había imaginado que ésta caería como un telón, apagando la luz de golpe. No había considerado que pudiese sobrevenir gradualmente a lo largo de las horas, ni que la luz del sol también cambiara, que se tornara más rojiza al transcurrir la tarde, o que el sol se convirtiera en una esfera voluminosa y carmesí pendiente sobre el horizonte cuando el cielo comenzaba a adquirir un tono ceniza.

Avanzada la tarde del primer día, mientras largas sombras púrpuras volvían a tenderse sobre la tierra, los viajeros que iban en cabeza se toparon con tres inmensas bestias de cuatro patas, de cuyos hocicos emergían, en dos grupos de tres, unos notables cuernos escarlata en forma de tenazas. Pacían con elegancia sobre una ladera, y se movían con gestos cautelosos, como si celebraran alguna danza formal. Pero apenas olieron a los humanos, levantaron la mirada con terror y huyeron alocadamente, partiendo de la planicie a velocidad inusitada.

— ¿Los has visto? — preguntó Koshmar — ¿Qué eran, Thaggoran?

— Bestias paciendo…

— ¡Pero, hombre, me refiero a los nombres! ¿Cómo se llaman esas criaturas?

Sondeó en su memoria. El Libro de las Bestias nada decía sobre criaturas de largas patas con tres pares de cuernos rojos sobre el hocico.

Deben de haber surgido durante el Largo Invierno — aventuró Thaggoran —. No son animales conocidos en el Gran Mundo.

— ¿Estás seguro de ello?

— Son criaturas desconocidas — insistió Thaggoran, que comenzaba a irritarse.

— En ese caso, debemos darles algún nombre — declaró Koshmar resueltamente — Debemos dar nombre a todo lo que veamos. ¿Quién sabe, Thaggoran? Tal vez seamos el único pueblo que existe. Una de nuestras tarea dar nombre a las cosas.

— Buena tarea — respondió Thaggoran, pensando en el dolor que afligía su rodilla izquierda.

— Entonces, ¿cómo hemos de llamarlos? Vamos, Thaggoran. ¡Danos un nombre con qué señalarlos!

Levantó la vista y vio a esos seres altos y gráciles, nítidamente recortados sobre la cresta de una colina distante, contra el cielo oscuro que atisbaban cuidadosamente a los viajeros.

— Bailacuernos — dijo sin vacilar —. Son bailacuernos, Koshmar.

— ¡Así sea! ¡Son bailacuernos!

La oscuridad se acentuó. Ahora el cielo casi era negro. Thaggoran, levantando la vista, descubrió ciertas aves de amplias alas volando al este de la penumbra. Pero viajaban tan alto que ni siquiera podía intentar identificarlas. Se quedó observándolas, imaginando que él mismo surcaba los cielos así, sin que hubiera nada más que aire por debajo de su cuerpo. Durante un instante la idea le extasió, para convertirse luego en una sensación de terror que le envolvió en náuseas y casi le arrojó de bruces. Aguardó a que pasara, respirando profundamente. Luego se acuclilló, hundió los nudillos contra la solidez de la tierra seca y arenosa, se inclinó hacia delante y apoyó todo el cuerpo contra el suelo. Le sostenía, tal como otrora había hecho el capullo. Eso le infundió ánimos. Al cabo de un rato se puso de pie y prosiguió.

En la creciente oscuridad comenzaron a emerger agudos puntos brillantes de luz ardiente. Hresh, acercándose desde atrás, quiso saber qué eran.

— Son las estrellas contestó Thaggoran.

— ¿Qué las hace tan brillantes? ¿Se están quemando? En ese caso, debe de ser un fuego muy frío…

— No — señaló Thaggoran —. Es un fuego ardoroso, un fuego flameante como el del sol. Son soles, Hresh. Como el gran sol que Yissou ha puesto en el cielo diurno para calentar el mundo.

— El sol es mucho más grande. Y mucho más cálido…

— Sólo porque está más cerca. Créeme, niño: lo que ves son globos de fuego que penden del cielo.

— Ah. Globos de fuego. Entonces, ¿están muy lejos?

— Tanto que al más fuerte de los guerreros le llevaría la vida entera llegar hasta la más cercana.

— Ah — caviló Hresh —. Ah. — Se quedó contemplándolas un largo rato. Los demás también se habían detenido para estudiar los brillantes puntos de luz que titilaban incipientes en el cielo. Thaggoran sintió un escalofrío, pero no de frío. Tenía ante él un cielo tapizado de soles, y sabía que alrededor de esos soles había otros mundos. Sintió el impulso de postrarse en el suelo, como para admitir su pequeñez y la grandeza de los dioses que habían enviado al Pueblo a ese mundo inmenso, a ese mundo que sólo era un grano de arena en la vastedad del universo.

— Mira — dijo alguien —. ¿Qué es eso?

— ¡Dioses! — exclamó Harruel —. ¡Una espada en los cielos…!

Y sí, ahora se veía algo nuevo: un cuerno de luz blanca y resplandeciente, una cuña de hielo que se asomaba por encima de las distantes montañas. A su alrededor, la tribu se prosternaba, murmurando, ofreciendo desesperadas plegarias a ese cuerpo inmenso y mudo que flotaba por encima de ellos con un gélido fulgor blancoazulado.

— La luna — profirió Thaggoran —. ¡Es la luna!

— La luna es redonda como una pelota. Así nos lo has dicho siempre — acotó Boldirinthe.

— Es cambiante — indicó Thaggoran —. A veces aparece así, y a veces se ve más llena.

— ¡Mueri! Siento sobre la piel la luz de la luna — aulló uno de los hombres —. ¿Me helará, Thaggoran? ¿Qué he de hacer? ¡Mueri! ¡Friit! ¡Yissou!

— No hay nada que temer — dijo Thaggoran. Pero él también temblaba. Hay tantas cosas extrañas aquí, pensaba. Estamos en otro mundo. Estamos desnudos bajo estas estrellas y esta luna, y no sabemos nada. Ni siquiera yo. Ni siquiera yo. Todo es tan nuevo, todo causa temor…

Se acercó a Koshmar.

— Deberíamos acampar ahora — aconsejó —. Ya está muy oscuro para proseguir. Y montar el campamento nos dará algo que hacer mientras la noche avanza.

— ¿Qué sucederá durante la noche? — preguntó Koshmar.

Thaggoran se encogió de hombros.

— Durante la noche vendrá el sueño. Y luego llegará la mañana.

— ¿Cuándo?

— Cuando acabe la noche — replicó.

Esa primera noche hicieron alto en una depresión, junto a un débil arroyo sinuoso. Tal como había previsto Thaggoran, la labor de detenerse, desembalar y hacer el fuego distrajo a la tribu de sus temores. Pero no bien se hubieron acomodado, de los bajos montículos cercanos aparecieron a modo de escuadrón unos insectos de color claro y con muchas articulaciones, largos como la pierna de un hombre, con enormes ojos saltones y amarillos, y patas de aspecto fornido rematadas en desagradables garras. Al parecer, las criaturas eran atraídas por la luz, o tal vez por la tibieza del fuego. Horrendos y feroces, con mandíbulas rojas y brillantes, emitían un espantoso sonido. Algunas de las mujeres y los niños salieron despavoridos al verlos, pero Koshmar se acercó sin miedo a uno de ellos y lo abatió con un sablazo rápido y despectivo. El insecto agitó sus dos mitades contra el suelo unos momentos, antes de quedar inmóvil. Los demás, al ver el destino de su compañero, retrocedieron a distancia prudencial y allí se quedaron, observándoles lúgubremente. No tardaron en volver a sus madrigueras, tras lo cual no se los volvió a ver.

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