Al final del invierno | Страница 67 | Онлайн-библиотека
— Bueno — dijo Hresh a Taniane —. Todo listo. He hecho cuando he podido. El resto depende de los guerreros.
Eso había sucedido unas horas antes, en la más profunda oscuridad de la noche.
Había llegado la aurora, y con ella, la batalla. Y ahora todo había terminado.
Hresh caminaba por el campo de batalla junto a Taniane, Salaman y Minbain. Nadie hablaba. Una neblina de muerte y confusión había descendido sobre todas las cosas. Y un gran silencio. Las palabras parecían fuera de lugar.
Los hjjks se habían marchado. Hresh no podía decir cuántos habían desaparecido por el tubo de extraña luz y de oscuridad aún más extraña, pero debían haber sido miles de ellos, tal vez muchos miles. Se habían abalanzado al objeto en un frenesí demencial, pero el aparato los devoraba con apetito insaciable en cuanto entraban en su radio de acción. Y desaparecían. Los demás, los que no habían sido atraídos por el objeto o los que habían huido de él aterrorizados, también se habían marchado a los confines de la Tierra Y los pocos que habían intentado escalar las laderas del cráter habían caído a manos de los guerreros de Taniane en la planicie, o bajo las espadas de los partidarios de Harruel, cuando conseguían ganar la loma.
Los bermellones también habían huido en estampida. De esa horda increíble todavía quedaban unos diez o doce, vagando como perdidos por la planicie. Muy bien: podrían cercarlos y domesticarlos para provecho de la tribu. De los demás, al parecer todos los machos sin excepción habían partido rumbo a las tierras del oeste, tras la hembra apasionada que esperaban hallar allí. Y las hembras, acaso intrigadas o enfurecidas por la estampida lunática, se habían marchado por su cuenta rumbo a las tierras inhóspitas de donde los hjjks las habían sacado. En cualquier caso, ya no andaban por allí.
Hresh sonrió. ¡Todo había salido tan bien! ¡Había resultado a la perfección!
Y la pequeña ciudad… — la Ciudad de Yissou, como la llamaban — estaba a salvo.
Miró a su alrededor. Haniman estaba sentado en silencio sobre una piedra rosada. De vez en cuando se frotaba una herida que tenía en la frente. Tenía los ojos vidriosos de cansancio. Había luchado como un demonio. Hresh nunca hubiera sospechado que escondiese tantas fuerzas. Un poco más allá estaba Orbin, profundamente dormido. En una mano sostenía la pierna cercenada de un hjjk como macabro trofeo. Konya también dormía. Y Staip. Realmente, había sido un día de lucha terrible.
Hresh se giró hacia Salaman. Este sereno guerrero, en quien apenas había reparado en los viejos tiempos, ahora parecía transformado, engrandecido. Era un hombre de vigor, sabiduría y poder. Un gigante.
— ¿Ahora serás rey? — preguntó Hresh —. ¿O te pondrás algún otro título?
— Sí, rey — respondió Salaman en voz baja —. De una tribu cuyos miembros pueden contarse con los dedos de las manos. Pero seré rey, creo. Es un buen nombre: rey. En esta ciudad respetamos este título. Y volveré a bautizar la ciudad, le pondré Harruel en honor de quien fue rey antes que yo, si bien espero que Yissou siga siendo su protector…
— ¿Fue la única víctima? — preguntó Hresh.
— Así es. Se lanzó contra los hjjks allí donde eran más numerosos y los mató como si fueran moscardones, pero fueron demasiados para él. No hubo forma de socorrerlo a tiempo. Fue una muerte valiente.
— Él quería morir — intervino Minbain.
Hresh se volvió a su madre.
— ¿Tú crees?
— Los dioses no le daban paz. Siempre estaba atormentado.
— En sus últimos momentos estaba radiante — dijo Salaman —. El rostro de Harruel irradiaba luz. Sea cual fuera su tormento, desapareció en la hora de la muerte.
— Que Mueri consuele su alma — murmuró Hresh.
Salaman señaló la ciudad.
— ¿Os quedaréis un tiempo con nosotros?
— Creo que no — respondió Hresh —. Esta noche celebraremos un banquete, y luego seguiremos nuestro camino. Éste es vuestro sitio. No debemos ocuparlo mucho tiempo. Taniane nos conducirá al sur, y allí encontraremos un hogar para el Pueblo, hasta que sepamos qué nos deparan los dioses a continuación.
— Así que Taniane es la cabecilla — exclamó Salaman, sorprendido —. Bueno, es lo que deseaba. ¿Cómo murió Koshmar?
— De tristeza, creo. Y de cansancio. También murió cuando supo que había concluido su tarea. Koshmar vivió con nobleza y murió del mismo modo. Nos condujo hasta Vengiboneeza desde el capullo, y desde allí nos lanzó a una nueva Partida hacia el próximo destino, como los dioses se lo impusieron. Los sirvió bien. A ellos, y también a nosotros.
— ¿Y Torlyri? ¿También ha muerto?
— ¡Los dioses no lo permitan! — exclamó Hresh —. Se ha quedado en la ciudad por propia voluntad, para vivir entre los bengs. Ahora forma parte de su tribu, ¿sabes? La última vez que la vi llevaba un casco, ¿puedes creerlo? El amor la ha transformado. — Se echó a reír —. Con el tiempo creo que los ojos se le volverán rojos como a los demás.
— ¿Y tú, Hresh? ¿Qué harás? Si accedieras a mis deseos, te quedarías con nosotros. ¿Lo harás? Es un sitio agradable… — intervino Minbain.
— ¿Y abandonar a mi tribu, Madre?
— No. ¡Todos! ¡Quedaos todos! ¡Que el Pueblo vuelva a unirse!
Hresh sacudió la cabeza.
— No, Madre. Las tribus no deben volver a unirse. Ahora vosotros formáis el Pueblo de Harruel, y tenéis un destino propio, aunque no sé cuál es. Yo seguiré a Taniane y juntos iremos hacia el sur. Tenemos mucho que hacer allí. El mundo entero espera que lo descubramos y conquistemos. Y hay muchas cosas que deseo aprender…
— ¡Ay! ¡Hresh, el de las preguntas!
— Siempre, Madre. Siempre.
— Entonces, ¿no volveré a verte?
— Cuando te fuiste pensamos que nos habíamos separado para siempre, y mira: aquí estamos juntos. Creo que volveré a verte alguna vez, a ti y a mi hermano Samnibolon. Pero… ¿quién sabe cuándo? Sólo los dioses.
Hresh se alejó de ellos. Quería estar un rato solo antes de que comenzara el festín.
Ha sido un día extraño, pensó. Pero en realidad, todos los días han sido extraños, desde ese primer día de extrañeza en que asomó la cabeza para ver qué había fuera del capullo, cuando los comehielos comenzaron a ascender por debajo de la caverna, y el Sueñasueños despertó para emitir su profecía. Y ahora, Harruel ha muerto, Koshmar ha muerto, y Torlyri se ha vuelto beng. Taniane es cabecilla y Salaman, rey. Y yo soy Hresh, el de las preguntas, al mismo tiempo que Hresh, el de las respuestas, el anciano de nuestra tribu. Y continuaré mi Partida hasta los confines de la Tierra, y Dawinno será mi Protector.
El viento fresco de aquellas tierras elevadas soplaba a su alrededor, animándolo. Tenía la mente en paz, clara y abierta. Y mientras permanecía allí solo, experimentó una visión del Gran Mundo, esta vez sin necesitar ninguna de la máquinas que había traído de Vengiboneeza. Sencillamente, apareció ante él, como si hubiera sido transportado por arte de magia. Una vez más, era una visión del Gran Mundo en su último día. El aire oscuro, negros vientos que se agitaban y la escarcha apoderándose de todo. Esta vez no era un mero observador, sino un ciudadano de este mundo perdido. Un ojos-de-zafiro. Experimentó el peso de su enorme mandíbula, la magnitud de sus muslos gigantescos, como su cola. Y supo que era el último día del Gran Mundo. Él, un ojos-de-zafiro que al mismo tiempo era Hresh, el de las preguntas. Ningún ojos-de-zafiro sobreviviría en la época que se aproximaba. Los dioses les habían deparado la muerte:
Y Hresh como Hresh comprendió que ése era el día de Dawinno el Destructor, mientras Hresh él ojos-de-zafiro aguardaba la muerte sin rebelarse. El frío que le invadía el cuerpo lo atravesaría hasta arrancarle la vida. Dawinno, sí. El dios que provocaba la muerte y los cambios, y también el renacimiento y la renovación. Por fin comprendió lo que Noum om Beng había intentado decirle. Habría sido un pecado contra Dawinno intentar desviar el curso de las estrellas de la muerte que se dirigían contra el mundo. Los ojos-de-zafiro lo habían sabido. Acataban los designios de los dioses. No habían intentado salvarse, porque sabían que todos los ciclos debían cumplirse, que su pueblo debía abandonar la Tierra para dejar lugar a los que vendrían.
Sí. Sí, desde luego, pensó Hresh. Tendría que haber comprendido esto sin necesidad de recibir tantos bofetones de Noum om Beng. Soy muy listo, pensó, pero a veces también soy muy estúpido. Thaggoran me habría explicado todas estas cuestiones si hubiera estado conmigo. Pero Dawinno también llamó a Thaggoran. Y tuve que aprenderlas por mi cuenta.
Sonrió. Dentro de su alma cobraba vida otra visión: una ciudad brillante sobre una alejada colina, refulgiendo con todos los colores del universo, brillando con luz tan radiante que al verla el alma se sobrecogía. No una ciudad del Gran Mundo, sino una ciudad nueva, del mundo que les esperaba, del mundo que él engendraría. De la tierra provino una música profunda y envolvente que le poseyó. Tuvo la sensación de que Taniane estaba a su lado.
— Mira — le dijo —. Mira esa gran ciudad.
— Es de los ojos-de-zafiro, ¿verdad?
— No. Es una ciudad humana La que construiremos nosotros para demostrar que también somos humanos.
Taniane asintió.
— Sí. Ahora los humanos somos nosotros.
— Lo seremos — aseguró Hresh.
Pensó en esa esfera dorada de azogue y en las máquinas que controlaba. Sí, milagros que no nos pertenecen. Pero los usaremos para crear nuestro propio prodigio. Para nosotros será una interminable Partida. Ahora empieza la tarea, la lucha por el poder, por el saber antiguo y por el saber nuevo, el largo ascenso. Él iría en vanguardia, y diría a los demás: «Seguidme por aquí», y los demás le obedecerían.
Hresh miró hacia el sur. En una de las colinas más cercanas distinguió un movimiento sobre la ladera. Vio algo inmenso que luchaba por emerger de la tierra. Casi parecía como si un comehielos estuviera irrumpiendo desde las profundidades. ¿Era posible? ¿Un comehielos? En efecto, era un comehielos. Tal vez el último en darse cuenta de que la Nueva Primavera ya había llegado al mundo. La monstruosa criatura quebraba la superficie, arrancaba árboles de cuajo, abría la tierra y levantaba piedras y peñascos. Hresh contempló su rostro ciego, su cuerpo negro cubierto de cerdas. Ahora había salido a la luz, y yacía jadeante, moribundo sobre la tierra a la luz del sol. Hresh la observó. Y mientras miraba, la enorme masa de la criatura subterránea se partió y de su cuerpo emergieron diminutas criaturas — o al menos lo parecían desde la distancia — por docenas, por centenares. Eran pequeños seres brillantes, que se retorcían y culebreaban frenéticos. Del gran ser muerto del viejo mundo surgía un ejército de pequeñas serpientes. Jóvenes, sí. No espantosas como su colosal progenitor, sino delicadas y extrañamente hermosas. Criaturas refulgentes y vivaces, de color azul, verde tornasolado, negro terciopelo que se movían formando sendas de luz fulgurante. Corrían bajo el calor del sol para tomar la vida que se les ofrecía al final del invierno. Renovación y renacimiento, sí. Por todas partes, renovación y renacimiento.
De modo que incluso los comehielos sobrevivirían en el nuevo mundo, con nuevas formas. La profecía anunciaba que morirían cuando concluyera el Largo Invierno, pero se había equivocado. No morirían. Sólo se transformarían. De la desoladora decadencia del invierno surgía nueva belleza y vitalidad. Hresh les ofrendó una bendición. La bendición de Dawinno.
— ¡Cómo deseó poder contárselo a Thaggoran!
Se echó a reír y cogió el talismán del anciano.
— ¡Oh, Thaggoran, Thaggoran, si comenzara a contarte todo lo que he aprendido desde aquella noche de los zorros-rata, tardaría tantos años en decírtelo todo como los que llevo de vida! — exclamó en voz alta —. ¿Ves? Los comehielos… se convierten en estos seres. Y el Gran Mundo… lo he visto, Thaggoran, y sé por qué escogió morir pacíficamente. Y los bengs… déjame hablarte de los bengs, Thaggoran, y de Vengiboneeza, y… — Oprimió el amuleto con fuerza —. No lo he hecho tan mal, ¿verdad, Thaggoran? He aprendido algunas cosas, ¿eh? Y un día, te lo prometo, voy a contártelo todo. Algún día, sí. Pero no pronto, ¿eh Thaggoran? Nos sentaremos a conversar como en los viejos tiempos. ¡Pero no pronto!
Hresh se volvió y comenzó a caminar hacia la Ciudad de Yissou. Pronto empezaría el festín. Taniane se sentaría a su derecha, y Minbain a su izquierda, y si la tribu de Harruel tenía vino, bebería cuanto pudiera, y un poco más aún, ya que era una noche de celebración como nunca antes se había visto. Sin duda. Caminó más deprisa, y luego comenzó a trotar, y luego a correr.
Detrás, decenas de miles de miles de comehielos recién nacidos, refulgentes de vida, se dispersaban para celebrar su llegada a la Nueva Primavera del mundo.
Título original:
Traducción: Paola Tizzano
©1988 Robert Silverberg
©1990 Ediciones B, SA.
ISBN: 978-84-406-1415-5
Bailén, 84-08009 Barcelona, España
Edición digital de Carlos Palazón Valencia, marzo de 2002 R6 04/02