Al final del invierno | Страница 50 | Онлайн-библиотека


Выбрать главу

Noum om Beng nunca había explicitado con tanto detalle su filosofía. Hresh, aceptándola como si se tratara de una lluvia de golpes, permaneció temblando, esforzándose por asimilar lo que acababa de oír.

— ¿Vendrán a destruirnos las estrellas de la muerte? — preguntó por fin.

— Tardarán mucho tiempo. Por ahora estaremos a salvo de ellas durante tantos años que ni siquiera se pueden contar. Pero llegarán, cuando tú y yo hayamos sido olvidados y haya transcurrido mucho tiempo. Así actúan los dioses: envían las estrellas de la muerte al mundo con periodicidad. Siempre ha sido así, desde el principio.

— ¿Debo deducir de tus palabras que las estrellas di la muerte que destruyeron el Gran Mundo no fueron las primeras que han caído sobre la Tierra?

— En efecto. Entre cada caída de las estrellas de la muerte transcurren millones de años. Esto es lo que sé, niño. Este conocimiento me ha sido transmitido desde los antiguos. Las estrellas de la muerte cayeron sobre el Gran Mundo y habían caído sobre la civilización que existía antes del Gran Mundo. Y sobre la que hubo antes de ésa…

Hresh se quedó mirándole, sin abrir la boca.

— Nada sabemos sobre esos mundos anteriores. El pasado siempre se pierde y se olvida, por mucho que la gente se esfuerce en salvarlo. Sólo sobrevive como sombras y sueños y como imágenes difusas. Pero los del Gran Mundo supieron leer esas imágenes, y también los humanos que vivieron antes que ellos — continuó Noum om Reng.

— Los humanos… antes que ellos.

— Desde luego. Los humanos ya eran viejos cuando surgió el Gran Mundo. Pero las estrellas de la muerte son más viejas aún. Cuando las estrellas cayeron la penúltima vez, no había humanos. O si existían, no eran más que simples criaturas como hoy somos nosotros, con toda una vida por delante, y sobrevivieron a esa época tal como nosotros hemos podido subsistir al Gran Invierno.

Hresh ni siquiera pudo parpadear mientras Noum om Beng pronunciaba estas palabras finales, que cayeron sobre él como los últimos golpes de un hacha que derriban el más poderoso de los árboles.

— Una vez, mucho tiempo atrás, los humanos vivieron su época de grandeza y gobernaron el mundo — prosiguió Noum om Beng — y creo que recordaban que las estrellas de la muerte habían caído cuando ellos eran muy jóvenes como especie, o bien que redescubrieron el recuerdo de su caída, no sabría decirlo con seguridad. Y la época de grandeza de los seres humanos, aunque larga, transcurrió por completo entre una y otra lluvia. La culminación de los humanos surgió y se desarrolló durante ese período. Y luego apareció el Gran Mundo, y floreció, y entonces cayó la horda de estrellas de la muerte más reciente. Ahora el mundo es nuestro y construiremos algo grande sobre él, tal como en su día hicieron los humanos y luego los pueblos del Gran Mundo. Dentro de millones de años, las estrellas de la muerte volverán a caer. No hay alternativa. Así funciona el mundo, así ha sido desde el comienzo de los tiempos.

Hresh permaneció sentado, mudo, luchando contra el horror de lo que acababa de oír, temblando bajo el peso de un pasado inimaginable, que se levantaba sobre él como una sucesión de torres apiladas una sobre otra, hasta llegar a las estrellas.

Al cabo de un largo rato, preguntó:

— Si eso es así, Padre, entonces no importa lo que hagamos. Podemos crecer y florecer, y construir algo más grande que el Gran Mundo, y luego la rueda volverá a girar, y todo lo que hayamos construido será destruido igual que el Gran Mundo. No es cierto que la destrucción sobreviene como castigo para destruir una civilización perversa. Seamos buenos o malos, acatemos o no la voluntad de los dioses, las estrellas de la muerte volverán a caer. Llegarán, sin duda, cuando sea el momento indicado y caerán sobre el justo y sobre el malvado, sobre el holgazán y sobre el diligente, sobre el cruel y el manso por igual. Bien podríamos quedarnos sin hacer nada, puesto que de todas formas seremos destruidos. Éste es el mundo que los dioses han creado para nosotros. Parece algo severo en extremo. Pero los dioses están más allá de nuestra comprensión. ¿Es esto lo que quieres decir, Padre?

— Es la verdad que está a mi alcance.

— No — se rebeló Hresh —. Es una creencia demasiado cruel. Implica que en el universo hay un error, que las cosas son incorrectas en su esencia.

Noum om Beng permaneció sentado en silencio, asintiendo. Algo parecido a una sonrisa surcó su rostro arrugado.

— ¿Morimos, verdad? — preguntó el anciano.

— Al final de nuestros días, sí:

— ¿Se debe ello a un castigo?

— Sucede porque hemos llegado al final. A veces los perversos viven mucho, y los buenos mueren jóvenes. De forma que la muerte no es un castigo, a no ser que todos. merezcamos el mismo castigo.

— Precisamente, niño. No tiene sentido, ¿cómo pretender comprenderlo? Los dioses han deparado la muerte a cada uno de los seres mortales. También decretaron la muerte para el Gran Mundo. También les espera la muerte a los hjjks, que gobiernan hoy, y a los bengs, que vendrán tras ellos. Si llamas a esto un error del universo, te equivocas. Es la misma organización del universo. El universo es perfecto; somos nosotros quienes tenemos taras. Los dioses saben lo que hacen. Nosotros nunca lo averiguaremos. Pero eso no significa que nuestros esfuerzos no deban aspirar a una meta.

Hresh agitó la cabeza.

— Si nada tiene sentido, si la muerte nos ha de llegar a todos nosotros, y a cada civilización le esperan sus estrellas de la muerte, entonces bien podríamos vivir como bestias. Pero no lo hacemos. Seguimos esforzándonos. Proyectamos, soñamos, construimos. — Arrebatado por su propio fervor, gritó —: Quiero averiguar por qué. Dedicaré mi vida a descubrir por qué.

Advirtió que estaba hablando en voz demasiado alta. Se dio cuenta también de que llevaba mucho rato sin llamar «Padre» a Noum om Beng, como insistía el anciano. Y, sin embargo, no le había pegado. Sin duda, era un día muy especial.

Noum om Beng se puso en pie, desplegando al máximo su fantástica altura y llenando el lugar a su modo, como un aguazancos de papel que hubiese cambiado de forma. Miró a Hresh desde las alturas, y al muchacho le resultó imposible desentrañar los pensamientos que surcaban su rostro, aunque intuyó debían ser muy profundos.

Por fin, Noum om Beng dijo:

— Sí. Consagra tu vida a descubrir por qué. Y luego ven„y dime la respuesta. Si aún sigo con vida, me gustaría mucho saberla. — Noum om Beng se echó a reír —. Cuando yo tenía tu edad, me afligía por la misma pregunta; yo también he buscado la respuesta. Ya ves que he fracasado. Quizá para ti sea distinto: Quizá, niño. Quizá.

13 — ENTRELAZAMIENTOS

Lo que en otros tiempos había sido el cráter de una estrella de la muerte — ahora ya estaban seguros de ello — se había convertido en la capital del reino de Harruel. Los territorios coincidían. El borde del cráter era el límite de ambos. Harruel había llamado Yissou a su reino, y a la capital, Ciudad de Yissou.

En opinión de Salaman, eran nombres absurdos.

— No se debería poner a un reino el nombre de un dios — dijo a Weiawala, en la morada que compartían —. Mejor habría sido que le hubiera puesto su propio nombre, y lo mismo a la ciudad, al menos eso sería honesto.

— Pero al darle el nombre de Yissou al reino, éste queda bajo la protección especial del dios — alegó Weiawala sin mucha convicción.

— Como si Yissou no fuera el Protector de todos los que lo aman, con o sin estas pequeñas muestras por nuestra parte. — Salaman sonrió —. Bueno, Harruel se ha vuelto muy devoto últimamente. Si le hablas, él te meterá a Yissou aquí y a Yissou por allá, y que Emakkis sea nuestro guía y consuelo, y que Friit nos guarde, a cada dos palabras. Toda esta piedad se envilece en la lengua de un bruto criminal como Harruel, si me permites decirlo.

— ¡Salaman!

— Te lo digo a ti. Sólo a ti. — E hizo unos gestos de burla como si se postrara ante la imagen de Harruel —. ¡Buenos días, majestad! ¡La fragancia de Yissou sea contigo, majestad! ¡Qué día tan agradable amanece en la Ciudad de Yissou, majestad!

— ¡Salaman!

Se echó a reír y la atrapó por detrás, cogiéndole los senos y besándole el suave pelaje de la nuca.

¡Ciudad de Yissou! ¡Por favor! ¡Vaya un nombre estúpido, propio de un rey estúpido!

Aún no era un reino, ni siquiera una ciudad. En el verde centro del cráter, ese lugar de espesos bosques donde tiempo atrás había caído una estrella de la muerte — así lo había sostenido Salaman — ahora se levantaban siete rústicas chozas de madera, irregulares, atadas con enredaderas. Eso era la Ciudad de Yissou. Cada una de las cinco parejas tenía una desvencijada choza, y Lakkamai, el único soltero, contaba con una cabaña propia. La séptima construcción, no mejor que las demás, era el palacio real y casa de gobierno. Allí Harruel daba audiencia una hora o dos al día, aunque poco trabajo tenía como rey. En una comunidad de once adultos y un puñado de niños, escaseaban las disputas que requirieran su intervención, y hasta el momento no habían recibido ninguna visita de los embajadores de reinos distantes que exigieran una bienvenida formal. Pero allí se sentaba, jugando a ser el rey, en el centro de su colección de chozas que presumían de ciudad.

No era mucho rey ni mucho reino, no. Ni mucha ciudad. Y, sin embargo, pensó Salaman, lo habían hecho solos y en poco tiempo. La Ciudad de Yissou aún no había cumplido los dos años. Habían despejado gran parte de la espesura, construido casas, cazado animales que hoy vivían en un cercado, donde podían ser atrapados y sacrificados cuando fuera necesario. Había una empalizada de altos troncos a medio erigir, que rodeaba todo el borde del cráter. Harruel decía que era para protegerse del ataque de animales y bestias salvajes, y quizá para él no significara más que eso. Sin duda, sería útil si alguna vez se acercaban enemigos. Pero Salaman también la veía como unta afirmación de soberanía, como la proclamación de la extensión del poder real de Harruel.

Y Salaman soñaba con el día en que bajo su propio mandato aquella empalizada de madera se reemplazaría por otra de piedra. Ese día, sin embargo, estaba lejano. La tribu era demasiado pequeña para tales proyectos. Cinco hombres no bastaban para levantar grandes muros de piedra. Y Harruel seguía siendo el rey. Para Harruel, una empalizada de madera ya era lo bastante impresionante.

— Ven — indicó Salaman, haciendo señas a Weiawala —. El aire aquí está enrarecido. Vayamos a la colina.

Más allá del valle había un sitio elevado, al sur de la muralla del cráter, donde Salaman solía ir a reflexionar. Desde allí se dominaba toda la ciudad, al otro lado del bosque que habían atravesado en su viaje desde Vengiboneeza. Al dar la vuelta, vislumbraba la oscura línea del lejano mar occidental contra el horizonte. Por lo general iba solo, pero de vez en cuando se llevaba a Weiawala con él. A veces copulaban allí, o incluso se entrelazaban. En ese lugar elevado soplaba una brisa fresca y se sentía mejor que en ningún otro sitio.

Juntos sin hablar, se alejaron de la pequeña ciudad y del corral a lo largo de un camino sinuoso que conducía al borde sur del cráter.

— ¿En qué piensas? — preguntó Weiawala al cabo de un rato.

— En el futuro.

— ¿Cómo puedes pensar en el futuro, si aún no ha su cedido?

Él sonrió con amabilidad y no respondió.

— Salaman… — dijo ella un rato más tarde, mientras ascendían —. Dime una cosa…

— ¿Qué, amor?

— ¿Alguna vez te has arrepentido de abandonar Vengiboneeza?

— ¿Arrepentirme? No. Ni por un momento.

— ¿Aunque tengamos que tolerar a Harruel?

— Harruel no representa ningún problema. Es el rey que necesitamos.

Deteniéndose en el camino, Salaman se volvió y miro las escasas cabañas lastimosas que constituían la ciudad, y la empalizada a medio levantar. Sus manos descansaban suavemente sobre los hombros de Weiawala, y acariciaban su vello lustroso. Ella dio un paso atrás y se apretó contra él.

Al cabo de un rato dijo:

— Pero Harruel es tan vanidoso, tan bruto… Tú te burlas de él, Salaman. Sé que lo haces. Crees que es basto y pretencioso.

Él asintió. Ella estaba en lo cierto. Harruel era violento, bruto y algo duro de mollera, sí. Pero para el momento había sido el hombre perfecto, la figura necesaria para ese punto de la historia. Su alma era fuerte, y tenía astucia, determinación y ambición. Y también vanidad. Sin él la Ciudad de Yissou nunca hubiese cobrado existencia bajo ningún nombre, y seguirían todos viviendo arropados en los palacios derruidos de Vengiboneeza: un Pueblo sin propósito, que esperaba a que las grandes cosas que les deparaba el destino les cayeran del cielo.

Al menos Harruel había tenido el valor de cortar esa existencia sin meta, ilusoria. Se había liberado de la opresión de Koshmar y había dado vida a algo nuevo, ¡oven y necesario.

— Harruel no constituye ningún problema — repitió —. ¡Que sea rey! ¡Que ponga a las cosas el nombre que se le ocurra! ¡Se ha ganado el privilegio!

Dio un tirón a la mano de Weiawala y ambos retornaron al camino.

Harruel no sería rey para siempre. Salaman lo sabía.

Tarde o temprano los dioses lo llamarían para el descanso eterno, quizá más temprano que tarde. Su brusquedad, violencia y terquedad causarían su perdición a la larga. Y entonces, pensó Salaman, le llegaría el turno de ser el rey. Salaman rey, y los hijos de Salaman, por toda la eternidad. ¡Salaman tenía algo que decir en ello!

Llegaron. al borde y treparon por encima del contorno erosionado. La empalizada aún no había llegado a esta parte del muro del cráter. Mirando atrás, apenas se distinguía la Ciudad de Yissou en el centro de la cuenca natural. Las escasas construcciones se perdían en el verdor, que todo lo invadía.

Pero la ciudad, de eso Salaman estaba seguro, no estaba destinada a seguir siendo para siempre un mero grupo de desvencijadas chozas de madera. Llegaría el día en que allí abajo se erigiría una gran ciudad tan grande como Vengiboneeza, tal vez. Pero no sería una ciudad heredada, como la que habían construido los ojos-de-zafiro mucho tiempo atrás, y que en su decadencia había sido tomada por una banda de oportunistas merodeadores. No, se dijo. Sería el orgulloso fruto del esfuerzo, el trabajo y la inteligencia de su propio pueblo, que se erigiría como amo de toda la región y de las provincias vecinas; sucedería algún día, con el beneplácito de los dioses, del mundo entero. La Ciudad de Yissou sería la capital de un imperio. Y los hijos de los hijos de Salaman serían los amos de ese reinado.

50