Al final del invierno | Страница 47 | Онлайн-библиотека
— Una ciudad — dijo Lakkamai, solemne —. Al parecer fue una ciudad en los viejos tiempos.
— No estoy tan seguro. Creo que es algo construido por los dioses. Pero ya veremos mañana.
Los demás comenzaban a llegar. Harruel se apartó a un lado mientras los demás se ocupaban de las tareas del campamento.
Eso era algo que también habría preguntado a Hresh. Ese hoyo poco profundo e inmenso en medio del valle.
¿Por qué estaba allí, cómo se había formado? Uno siempre podía confiar en que Hresh daría alguna respuesta. A veces sólo ofrecía conjeturas, pero por lo general respondía con la verdad. Los libros se lo explicaban casi todo, y además tenía poderes de brujo, o tal vez poderes divinos, que le permitían ver más allá de la visión normal y aún más allá de la segunda vista.
A Harruel no le gustaba Hresh. El niño siempre le había parecido problemático, escurridizo, incluso peligroso. Pero no podía negar el poder de la extraña mente de Hresh, y la profundidad de los conocimientos que extraía del cofre de las crónicas. Y al final, Hresh había decidido no ir con él. Por un momento Harruel pensó en obligarlo, pero luego decidió que sería poco prudente, si no imposible. Koshmar podía haber intervenido. O el mismo Hresh podía haber tramado algún truco para evitar tener que obedecerle. Nadie, ni siquiera Koshmar, había logrado jamás que Hresh hiciera algo que no quisiera.
A pesar de todo, Harruel había emprendido la marcha, escogiendo una ruta sin la ayuda de la sabiduría de Hresh. Se dirigían rumbo al oeste y al sur, siguiendo el sol todo el día hasta que se ponía. No tenía sentido ir en otra dirección, ya que por allí habían llegado, y detrás no había más que planicies vacías, mecánicos oxidados y ejércitos peregrinos de hijks. Por este camino se escondía la promesa de lo desconocido. Y era una tierra verde y fértil, que parecía palpitar y estallar con la vitalidad de la Nueva Primavera.
Cada día había impuesto el ritmo de la marcha, y los demás se habían afanado por seguirle. Caminaba deprisa, aunque no tanto como si hubiese ido solo. Después de todo, Minbain y Nettin debían llevar a sus hijos. Harruel pensaba actuar como un rey firme, pero no estúpido. El rey fuerte, según creía, exige más de su pueblo de lo que éste le daría si no lo pidiera, pero nunca debe exigir más de lo que los súbditos son capaces de brindar.
Harruel sabía que le temían. Su tamaño y fortaleza, y la naturaleza sombría de su alma, le aseguraban el respeto. También quería que le amaran, o al menos que le veneraran. Eso no sería tan fácil; sospechaba. que la mayoría de ellos le consideraba una criatura brutal y salvaje. Probablemente aquel sentimiento se debía a la violación de Kreun. Bueno, aquello había sido un momento de locura; no se enorgullecía de su comportamiento, pero no podía rectificar lo que ya estaba hecho. Él sabía que era mejor de lo que creían los demás, puesto que se conocía mejor. Ellos no podían ver sus complejidades internas, sólo su exterior duro y salvaje. Pero llegarían a conocerle, se dijo Harruel. Verían que, a su modo, él era un jefe astuto, fuerte y sobresaliente; un hombre de destino, un rey correcto. No una bestia, ni un monstruo: fuerte, pero a la vez sabio.
Durante una hora, hasta que anocheció, los hombres cazaron y las mujeres recolectaron moras azuladas y pequeñas, y nueces rojas, redondas y de cáscara urticante. Luego todos se sentaron alrededor del fuego para comer. Nittin, quien jamás había sido entrenado como guerrero pero que estaba demostrando una inusual destreza con las manos, había atrapado una criatura cerca del arroyo que cruzaba la zona: una bestia ágil y esbelta, que cazaba peces, con un largo cuerpo púrpura y un espeso collar de cerdas rígidas y amarillas. Las manos, en el extremo de unos brazos pequeños y regordetes, casi parecían humanas, y en sus ojos brillaba un destello de inteligencia. Su carne alcanzó para alimentarlos a todos, y no se desperdició un solo bocado.
Después llegó la hora de aparearse.
Ahora las cosas funcionaban distintas que en los viejos tiempos del capullo, cuando el pueblo copulaba con quien deseaba pero sólo mostraban interés frecuente en aquella actividad las parejas de progenitores. En Vengiboneeza todo había cambiado. La tribu entera había tomado la costumbre de formar pareja y criar hijos. Y de copular sólo con el compañero. El mismo Harruel había acatado ese hábito hasta el día en que se encontró con Kreun al bajar de las montañas.
Pero ahora, durante la travesía, Lakkamai no tenía compañera, puesto que Torlyri, la de las ofrendas, no había dejado el asentamiento. Estar sin pareja cuando todos la tenían no parecía importarle mucho, pero Lakkamai raramente se quejaba de las cosas. Era un hombre callado. Sin embargo, Harruel dudaba mucho que Lakkamai se conformara con pasar el resto de su vida sin aparearse, y no había más mujeres que las compañeras de los otros hombres y la niña Tramassilu, quien no llegaría a la edad de aparearse hasta al cabo de muchos años.
También sucedía que Harruel, ahora que había descubierto una sed voraz de apareamiento, no pensaba limitarse a Minbain por el resto de sus días. Con los años, la mujer iba perdiendo los restos de su antigua belleza, y el esfuerzo de criar a Samnibolon consumía sus energías. Mientras, Galihine, la mujer de Konya, seguía en la flor de la juventud, y las muchachas Weiawala y Thaloin eran ardientes como niñas. Incluso a Nettin le quedaba algo de atractivo. Así, poco después de comenzar la travesía, Harruel anunció la nueva costumbre y aquella misma noche tomó a Thaloin.
Si Minbain tuvo algo que objetar, lo guardó para sus adentros, al igual que Bruikkos, el compañero de apareamiento de Thaloin.
— Nos aparearemos como queramos — declaró Harruel —. Todos nosotros, no sólo el rey. — Había aprendido por la experiencia con Kreun que debía cuidarse de no tomar privilegios sólo para sí: podía llegar hasta allí, pero no más lejos, pues los demás podían levantarse en contra de él o atacarle mientras dormía.
No le agradó cuando noches más tarde Lakkamai y Minbain se fueron juntos a copular. Pero era la regla, y no pudo oponerse. Harruel se tragó su descontento. Con el tiempo se acostumbró a que los demás hombres se aparearan con Minbain, y él mismo lo hizo cuantas veces le apeteció.
Para entonces, nadie daba importancia a eso de copular con libertad. Esa noche, a la hora de aparearse, Harruel tomó a Weiawala. Tenía el pelaje suave y lustroso, y el aliento, dulce y suave. Su único defecto era que le sobraba pasión, y se le echaba encima una y otra vez, hasta que se veía obligado a empujarla a un lado para poder descansar.
A lo lejos, los animales susurraban, chillaban, rugían durante la noche. Entonces vino la lluvia, cálida y torrencial, y extinguió el fuego. Todos se apiñaron, empapados. Harruel oyó que alguien decía al otro lado que al menos en Vengiboneeza habían tenido con qué cubrirse de la lluvia Se preguntó quién habría sido: seguramente un agitador en potencia. Pero Weiawala, que se adhería a él, le distrajo del tema. Harruel olvidó las protestas. Al cabo de un rato la lluvia menguó y se hundió en un profundo sueño.
Por la mañana levantaron el campamento y descendieron por la ladera, tambaleándose y deslizándose sobre una senda que la lluvia había dejado poco transitable. Los que la noche anterior no habían prestado gran atención a la gran depresión en el centro del valle, ahora la estudiaban con gran interés a medida que se acercaban. En particular, Salaman se sintió fascinado por ella y más de una vez se detuvo a contemplarla.
Cuando ya estaban cerca, tan cerca que ya no distinguían la forma redonda sino sólo la curva del borde, Salaman dijo de pronto:
— Ya sé qué es esto.
— ¿Lo sabes? — preguntó Harruel.
— Debe ser el punto donde una estrella de la muerte se estrelló contra la Tierra.
Harruel se echó a reír secamente.
— ¡Oh, sabio! ¡Oh, vidente!
— Búrlate si quieres — dijo Salaman —. Estoy convencido de que tengo razón. Mira esto.
En el camino que se extendía ante ellos había un trecho más bajo. Había contenido las aguas de la lluvia y ahora apenas era más que un estanque de suave fango gris. Salaman levantó una roca tan pesada que apenas podía sostenerla en alto, y la arrojó con toda la fuerza de que fue capaz. Aterrizó sobre el charco salpicando en todas direcciones. Mittin, Galihine y Bruikkos acabaron llenos de barro.
Salaman ignoró sus airadas protestas. Corrió hacia delante y señaló el lugar donde la roca había quedado incrustada. Yacía algo enterrada sobre el suelo húmedo, y a su alrededor, con forma regular, el fango había sido desplazado para formar un cráter circular nítidamente bordeado por un saliente.
— ¿Lo veis? — intervino —. La estrella de la muerte aterriza en mitad del valle. La tierra se levanta a su alrededor. Y éste es el resultado.
Harruel le miró, asombrado.
No tenía forma de saber si Salaman decía la verdad o no. ¿Cómo se podía saber qué había sucedido hacía cientos de miles de años? Lo que le sorprendió y dejó estupefacto fue la agudeza del razonamiento de Salaman. Haber imaginado todo eso, haber visualizado el cráter, adivinado cómo podía haberse originado, comprender que podía crear el mismo efecto lanzando una roca contra el fango… el mismo tipo de comportamiento que hubiese tenido Hresh. Pero nadie más. Salaman nunca había dado señales de tal agudeza. Había sido sólo un guerrero silencioso y joven, obediente en el cumplimiento de su deber.
Harruel se dijo que debería vigilar de cerca a Salaman. Tal vez le sería muy útil, pero también podía crearle problemas.
— Aquí vemos la roca sobre el barro. Pero ¿por qué no se ve la estrella de la muerte sobre este cráter? En el centro no hay más que vegetación… — objetó Konya.
— Han pasado muchos años — aventuró Salaman —. Tal vez la estrella de la muerte haya desaparecido mucho tiempo atrás.
— ¿Y por qué ha quedado el cráter?
— Las estrellas de la muerte bien pueden estar formadas de un material poco resistente. Quizás eran inmensas bolas de hielo. O masas de fuego sólido. ¿Cómo voy a saberlo? Hresh nos lo habría dicho, pero yo no. Sólo sostengo que la cuenca que hay ahí delante se formó de esta manera. Puedes estar de acuerdo conmigo o no, Konya. Como te parezca — respondió Salaman, encogiéndose de hombros.
Se acercaron más. Al llegar cerca del borde, Harruel vio que no era tan regular como había creído desde lo alto. Estaba gastado y redondeado, y en algunos sitios apenas se distinguía. Desde la planicie lo habían visto con claridad por contraste con el valle circundante, pero aquí advertían en qué medida lo había erosionado y gastado el paso del tiempo. Eso hizo que Harruel creyera más en la teoría de Salaman, y en el mismo Salaman.
— Si realmente aquí cayó una estrella de la muerte, no tendríamos que aventurarnos — dijo Konya.
Harruel, de pie sobre el borde, contempló la espesura que se extendía por sus pies, donde ya casi distinguía el movimiento de rollizas criaturas, y le devolvió la mirada.
— ¿Por qué no?
— Es un sitio maldito por los dioses. Es un lugar de muerte.
— A mí me parece lleno de vida — disintió Harruel.
— Las estrellas de la muerte cayeron como señal de la ira de los dioses. ¿Debemos acercarnos a un sitio donde una de ellas estuvo enterrada? El aliento de los dioses permanece en este lugar. Aquí hay fuego. Aquí hay un destino aciago.
Harruel reflexionó un instante.
— Rodeémoslo — propuso Konya.
— No — replicó finalmente Harruel —. Éste es un sitio de vida. Sea cual fuera la ira de los dioses, no se dirigió contra nosotros, sino contra el Gran Mundo. De otro modo, ¿cómo podríamos haber sobrevivido al Largo Invierno? Los dioses han querido arrebatar el mundo a quienes antes fueron sus dueños para ofrecérnoslo a nosotros. Si aquí cayó una estrella de la muerte, es un sitio sagrado.
Le impresionó su propia sagacidad y su inesperado estallido de elocuencia, que le hizo palpitar las sienes por el esfuerzo. Y supo que ya no podía permitir que se impusiera la cautela de Konya. Había que seguir adelante, siempre adelante. Eso hacían los reyes.
— Harruel; sigo creyendo que… — insistió Konya.
— ¡No! — gritó Harruel. Trepó al borde del cráter, pasó por encima y se internó en el hoyo verde. Los animales que pacían le miraron con calma, sin temor. Tal vez no habían visto nunca seres humanos ni enemigos de ningún tipo. Era un lugar protegido —. ¡Seguidme! — gritó Harruel —. ¡Aquí hay carne para todos! — Y se lanzó al centro, junto con el resto, incluso junto a Konya, que no tardó en unirse al grupo.
El pecho de Koshmar se agitaba presa de la furia constantemente. Pero lo ocultaba por el bien de la tribu, de Torlyri y de sí misma.
No transcurría hora sin que reviviera el Día de la Ruptura. De día la obsesionaba, y de noche la perseguía en sueños. Oía cómo Harruel repetía una y otra vez: «El imperio de las mujeres ha terminado. A partir de hoy, yo soy el rey.» ¡Rey! Qué palabra más absurda. ¡Hombre cabecilla! Los hombres cabecilla eran para gente como los beng, no para el Pueblo! «¿Quién vendrá conmigo?», había preguntado Harruel. Su voz áspera resonaba incansable en su mente. «Esta ciudad es una maldición, y debemos abandonarla! ¿Quién se unirá á mí para construir un gran reino lejos de este lugar? ¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién?»
Konya. Salaman. Bruikkos. Nittin. Lakkamai.
«¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién? Continúa siendo cabecilla todo lo que quieras, Koshmar. La ciudad es tuya Me iré de aquí y dejaré de causarte problemas.»
Minbain. Galihine Weiatuala. Tbaloin. Nettin.
Uno tras otro fueron al lado de Harruel, mientras ella permanecía de pie, como una mujer de piedra, dejando que se marcharan, sin saber qué hacer para detenerlos.
Los nombres de los que se habían marchado eran un flagrante insulto para ella. Había pensado en pedir a Hresh que no registrara aquel suceso en las crónicas. Pero luego comprendió que era necesario señalarlo. Todo: la ruptura de la tribu, la derrota de la cabecilla. Pues de eso se trataba: de una derrota, la peor que hubiese sufrido ninguna otra cabecilla de la tribu. Las crónicas no sólo debían ser recopilaciones de triunfos. Koshmar se dijo con severidad que debían registrar la verdad, la verdad íntegra, para ser de utilidad a las generaciones futuras, aún por nacer.