Al final del invierno | Страница 45 | Онлайн-библиотека
Después de ese primer convite hubo muchos otros, y parecían dispuestos a mostrar cierta buena disposición, aunque en este intercambio amistoso no había mucha calidez. A menudo visitaban el asentamiento del Pueblo unos cuatro o cinco bengs encasquetados, y paseaban, miraban, señalaban, tratando de entablar conversación. Pero los comentarios que hacían en ese idioma de ladridos no parecían tener sentido para nadie. Ni siquiera para Hresh.
A veces Hresh devolvía la visita acompañado de algunos otros. Los bengs se habían instalado en Dawinno Galihine como si les hubiera parecido el lugar perfecto para sus necesidades, y habían comenzado a despejar escombros y a restaurar edificios deteriorados con una s energía y rapidez sorprendentes. Siempre se les veía trabajando febrilmente en su sector, cavando, martilleando, reparando. Los recién llegados, según Hresh, eran mucho más laboriosos y enérgicos que sus propios compañeros, si bien reconocía que él sentía cierto prejuicio en favor de todo lo exótico y desconocido. Un edificio en particular parecía ser el centro de sus esfuerzos: era una torre estrecha de piedra negra que brillaba como si estuviese húmeda, y cuyo muro externo estaba ornamentado con hileras de galerías abiertas en anillo. Hresh se sintió alarmado al ver que los bengs hormigueaban por esta torre ahuesada, puesto que nunca había tenido ocasión de explorarla. Cada vez que Hresh se acercaba, los bengs le miraban recelosos, y un día un capitán de rostro anguloso e imponente casco de bronce le habló con gestos bruscos y cortantes que no le parecieron precisamente una invitación a entrar.
Como siempre, Hresh estaba ávido por conocer cuanto este pueblo pudiera enseñarle. Quería saber su historia, y todo lo que el mundo les había ofrecido a lo largo de su travesía hasta Vengiboneeza. Se preguntaba si habrían averiguado más datos sobre el Gran Mundo, más que él mismo. Estaba ansioso de que hablaran de su dios, Nakhaba, y por saber en qué difería de las divinidades de su propia tribu. Y en su mente bullían cincuenta preguntas más. Quería saberlo todo. ¡Todo!
Pero ¿por dónde comenzar? ¿Cómo?
Ya que no lograba comprender el lenguaje de los bengs, Hresh probó con la mímica. Llevó aparte a un Hombre de Casco, de rostro cuadrado y cuerpo robusto, que parecía mirarlo con ojos abiertos y aire tranquilo. Con paciencia trató de preguntarle con gestos dónde habían vivido anteriormente. El beng respondió con una risa perruna e hizo girar sus ojos escarlatas. Pero al cabo de un rato pareció comprender la compleja pantomima de Hresh y produjo signos propios. Empezó a mover los brazos expresivamente y sus ojos brillantes iban de un lado a otro. Hresh tuvo la impresión de que sus señales significaban que procedían del sur y del oeste, cerca del borde de un gran océano. Pero no estaba seguro.
La barrera del lenguaje representaba un serio problema. Mediante el uso encubierto de su segunda vista, Hresh pudo sentir el ritmo y el peso del habla beng, y casi le pareció estar comprendiendo los significados. Pero creer que comprendía los significados no era lo mismo que entender de verdad. Y cada vez que quería traducir una frase beng a su propio idioma, vacilaba y trastabillaba.
Koshmar ordenó a Hresh que se consagrara al aprendizaje del idioma beng.
— Penetra en los secretos de su lenguaje — le ordenó — y hazlo rápido. Si no, continuaremos indefensos ante ellos.
Y Hresh se entregó a la labor con celo y confianza. Si alguien como Sachkor pudo aprender su lengua, se dijo, entonces él no tendría dificultad.
Pero resultó más complejo de lo que había pensado. Se dirigió a Noum om Beng, pues entre la tribu beng este viejecillo macilento parecía ocupar el mismo rango que él. El anciano había escogido como residencia un laberinto que en la época del Gran Mundo bien pudo haber sido un palacio, al otro lado de la torre en espiral. Allí, sentado sobre un banco de piedra negra, cubierto por un recargado tejido de muchos colores, atendía a sus interlocutores durante todo el día, en la cámara más profunda e inaccesible del edificio. Era una habitación de muros blancos, sin muebles ni adornos.
Se mostró muy dispuesto a enseñarle, y pasaban juntos muchas horas seguidas. Noum om Beng hablaba, y Hresh escuchaba con atención, tratando de captar significados en el aire con más entusiasmo que éxito.
A Hresh le resultaba fácil aprender los nombres de las cosas: Noum om Beng sólo tenía que señalar y nombrar. Pero cuando se trataba de conceptos abstractos, la cuestión se volvía mucho más difícil para Hresh. Comenzó a pensar que los supuestos conocimientos de Sachkor sobre el idioma beng estaban compuestos por una parte de vocablos sencillos, tres partes de adivinanzas y seis partes de jactancias.
El lenguaje beng y el de Hresh guardaban alguna relación, de eso no le cabía ninguna duda. Las frases se construían de modo similar, y determinadas palabras bengs parecían distorsiones lejanas de términos equivalentes en su propia lengua. Tal vez ambas derivaban de una única lengua que todos habían hablado antes de la llegada de las estrellas de la muerte. Pero, al parecer, durante los interminables milenios de aislamiento en que las tribus se refugiaron del Largo Invierno en los capullos, cada una fue alternando de forma imperceptible el modo de hablarla hasta que, al cabo de los siglos, los idiomas llegaron a tener gramáticas y vocabularios distintos por completo.
Aquel lento progreso hacía desesperar a Hresh. Había abandonado casi todas las demás investigaciones para dedicar la mayor parte de su tiempo al estudio de la lengua beng. Pero después de muchas semanas, era poco lo que sabía decir. Hablar con Noum om Beng era como tratar de ver algo a través de una gruesa faja negra puesta alrededor de los ojos, como intentar oír el sonido del viento desde un hoyo en lo más profundo de la tierra.
Sabía cincuenta o sesenta palabras distintas, pero eso no era hablar. No tenía forma de enlazar esas palabras entre sí para transmitir información útil, o para obtenerla. Y el resto del idioma seguía siendo humo y niebla para él. La voz seca y susurrante de Noum om Beng no cesaba de hablar, y Hresh podía entender que estaba diciendo cosas importantísimas, pero no discernía más de una palabra entre mil. El anciano se mostraba cortés y paciente, pero no parecía darse cuenta de lo poco que comprendía Hresh.
— Tal vez deberías intentar entrelazarte con él — sugirió un día Haniman.
Hresh se quedó atónito.
— ¡Pero ni tan sólo sé si se entrelanzan!
— Tienen órganos sensitivos…
— Bueno, sí. Pero supón que sólo los usan para la segunda vista. Supón que entre ellos el entrelazamiento es una costumbre prohibida.
El tema del entrelazamiento era conflictivo para Hresh. Seguía ardiendo en su alma el recuerdo de su único y desastroso intento de entrelazarse con Taniane. Desde aquel día no había podido intercambiar más que unas pocas palabras con ella. No había tenido ocasión de mirarla a los ojos, ni pensar en entrelazarse con ninguna otra persona. Hresh tampoco se sentía capaz de hacer el ofrecimiento a Noum om Beng. ¡Era algo tan íntimo, tan privado! Tal vez tres o cuatro años atrás, también él hubiese sugerido una estrategia tan alocada, pero ahora que había crecido se sentía menos inclinado a las imprudencias.
— Deberías intentarlo — insistió Haniman —. ¿Quién sabe? Tal vez así encontrarás el sistema para introducirte en su lenguaje.
La perspectiva de yacer en brazos del marchito Noum om Beng, de sentir su aliento cargado y seco contra la mejilla, de tocar el órgano sensitivo del anciano con el suyo no llenaba de alegría al joven. Si debía pasar por ese brete para obtener la clave que lo condujera al idioma de los bengs, lo haría, aunque…
Pero Hresh no se decidía a formular su extraña demanda de forma directa. Le parecía demasiado desconcertante, demasiado vulgar. En cambio, titubeando con su pequeña provisión de palabras bengs, trató de explicar que deseaba hallar un medio más directo y rápidos, de aprender el idioma. Y miró el órgano sensitivo de Noum om Beng y luego el suyo propio. Pero el anciano no pareció captar el mensaje implícito.
Tal vez había alguna otra forma. ¿La segunda vista? De vez en cuando Hresh intentaba atisbar un poco la mente de algún Hombre de Casco, sin internarse demasiado. Pero nunca había osado hacerlo con Noum om Beng. Hresh recordaba con demasiada claridad aquel explorador beng que tiempo atrás se había quitado la vida cuando el muchacho intentó aplicar sobre él la segunda vista. En opinión de Hresh, Noum om Beng era demasiado astuto para dejarse sondear sin advertirlo, y no tenía modo de saber cómo reaccionaría el anciano ante semejante intrusión mental.
Esto eliminaba el Barak Dayir. Su talismán, su clave mágica para conseguirlo todo. May posiblemente era su única esperanza de lograr algún conocimiento real del idioma beng.
La siguiente vez que Hresh fue a visitar a Noum oro Beng, llevó con él el Barak Dayir, bien cubierto en el viejo estuche de terciopelo.
Se sentó a los pies de Noum om Beng durante una hora o más, escuchando el incomprensible monólogo del anciano. Las pocas palabras que comprendió flotaron de forma enloquecedora a su alrededor, como brillantes burbujas en una oscura nube de gas, y como de costumbre, no comprendió nada de lo que el Noum oro Beng decía. Al fin, el marchito Hombre de Casco calló y miró hacia abajo, como esperando que Hresh lo retribuyera con un discurso igualmente largo.
Sin embargo, Hresh extrajo la Piedra de los Prodigios y la dejó caer del estuche sobre la palma de su mano. La roca emitió una ligera tibieza y la típica luz dorada. Murmuró los nombres de los Cinco e hizo con la otra mano las señales, y extendió la piedra pulida para que Noum om Beng pudiera contemplarla.
La reacción del anciano fue dramática e inmediata, como si en un solo instante hubiera rejuvenecido treinta o cuarenta años. Sus ojos rojos brillaron con un repentino fulgor vigoroso y carmesí. Con un ruido parecido a una tos, se puso en pie y se arrojó de rodillas ante la mano extendida de Hresh con tal ímpetu que las alas púrpuras de su casco casi golpearon a Hresh en el rostro.
Noum om Beng se mostró asombrado, traspasado por el respeto. De sus labios partió una corriente de balbuceos, de los cuales Hresh sólo alcanzó a comprender uno, que Noum om Beng repitió muchas veces.
— ¡Nakhaba! ¡Nakhaba!
¡Gran Dios! ¡Gran Dios!
En esas extrañas semanas que siguieron a la partida de Harruel, Taniane se encontró muchas veces deseando haber ido con él.
Si Hresh se hubiera marchado, ella de buena gana lo habría seguido. Cuando Harruel, con tanta furia, había ordenado a Hresh que eligiera entre la tribu y su madre, Taniane ni siquiera se atrevió a respirar, consciente de que se estaba decidiendo su destino. Pero Hresh había rehusado ir, y Taniane, dejando escapar el aliento en su siseo, había apartado de su mente la declaración que un momento atrás habría hecho de renunciar a su Pueblo y a su vida en Vengiboneeza.
De forma que allí estaba. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin?
Si se hubiera ido, ante ella se extendería una existencia nueva y difícil. Ya conocía las penurias de la vida en el exterior de la ciudad. Podía imaginar las nuevas adversidades que le depararía el reinado de Harruel.
Era grosero, bruto, cruel, peligroso. Tenía el alma fría y el carácter fogoso. Tal vez no siempre había sido así, pero desde la Partida, ella había visto cómo iba cambiando hasta convertirse en su propia ley. Murmuraba, rumiaba, objetaba las decisiones de Koshmar, se marchaba a las colinas en viajes solitarios por donde le venía en gana, organizaba su propio ejército sin pedir siquiera permiso a Koshmar, y finalmente llegó a desafiar a la cabecilla… y a violar a Kreun, simplemente arrojándola al suelo y sirviéndose de ella contra la voluntad de la muchacha.
Bueno, así era Harruel. Probablemente ahora estaría copulando con todas las mujeres que se habían marchado, no sólo con su compañera Minbain, sino también con Thaloin, Weiawala, Galihine y Nettin. Ahora era el rey. Podía hacer lo que quisiera. También estaría copulando conmigo, pensó Taniane, si yo me hubiese ido con él. Pero había cosas peores que aparearse con un rey.
Se preguntó por qué razón lo había rechazado Kreun. Probablemente sólo pensara en Sachkor, por eso. Violar a alguien no estaba bien, pero por lo general no era necesario llegar a tales extremos. Bastaba con pedirlo de forma cortés. Taniane habría copulado con Harruel en el asentamiento, si se lo hubiese pedido. Pero el guerrero nunca se había mostrado interesado. Siempre estaba ensimismado, rumiando, con el ceño fruncido. Pensó que tal vez Harruel la consideraba demasiado joven, aunque no era mucho menor que Kreun. Le molestaba que hubiese sido ella quien le agradara. Kreun es muy hermosa, admitió Taniane, pero dicen que yo también lo soy.
La idea de aparearse con Harruel la excitaba. ¡Sentir toda esa fuerza, toda esa oscura energía entre las piernas! ¡Oírle gemir de placer! ¡Sentir en sus brazos la intensa presión de sus grandes manos!
Sí, pero Harruel estaba lejos, en tierras salvajes, y ella seguía en Vengiboneeza, esperando crecer, aguardando a que llegara su hora, que tal vez tardaría demasiado. Koshmar estaba llena de vigor. Ya no había límite de edad. Taniane había soñado con ser la cabecilla algún día, pero ahora veía que la realización de su sueño se postergaba cada vez más en el futuro distante.
— Y si estuvieras con Harruel ¿acaso serías cabecilla? — preguntó Haniman, mirándola con escepticismo. Haniman era su mejor amigo por esos días, y su compañero de apareamiento. Él quería entrelazarse con ella, pero Taniane jamás había accedido —. Harruel es el cabecilla por su condición de rey. Y además, ya tiene compañera. No habría lugar para ti.
— Minbain está vieja. La vida en tierras inhóspitas es muy dura. Tal vez muera dentro de un año o dos.
— ¿Y Harruel te elegiría a ti? Tal vez sí. Pero podría tomar a Weiawala y quitársela a Salaman, o a Thaloin. Harruel es el rey. Hace lo que le viene en gana.
— Creo que me elegiría a mí.
Haniman sonrió.
— Y serías la compañera del rey. ¿Piensas que esto te daría algún poder? ¿Le ha dado alguno a Minbain?
— Yo no soy como Minbain.
— De eso no hay duda. Crees que compartirías el poder con Harruel, ¿verdad?
— Podría hacerlo — respondió Taniane.