Al final del invierno | Страница 44 | Онлайн-библиотека


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— No — intervino Harruel de pronto —. No hay necesidad de realizar tal examen. No lo permitiré. En cuanto a lo que dice Kreun, no hubo violación.

— ¡Mentiroso! — aulló Kreun.

— No hubo violación — prosiguió Harruel — pero no voy a negar que me apareé con ella. Yo estaba en las montañas, protegiendo a la tribu de los enemigos, estos enemigos que hoy han venido a irrumpir en nuestra ciudad. Permanecí toda la noche allí, sentado bajo la lluvia, vigilando para la tribu. Y por la mañana descendí, y me encontré con Kreun, y ella me resultó agradable, y su aroma fue agradable a mis sentidos, y me acerqué a ella y la tomé, y copulé con ella; ésta es la verdad, Koshmar.

— ¿Y lo hiciste con su consentimiento? — preguntó Koshmar.

— ¡No! — gritó Kreun —. ¡No di ningún consentimiento! Yo estaba buscando a Sachkor, y pregunté a Harruel si él lo había visto, y en lugar de responderme me cogió… estaba como loco… me llamaba Thalippa, pensaba que yo era mi madre… me aferró, y me lanzó al suelo…

— Estoy hablando con Harruel — la interrumpió Koshmar —. ¿Hubo consentimiento, Harruel? ¿Le pediste que copulara contigo como un hombre solicita a una mujer o como una mujer le solicita a un hombre?

Harruelse obstinó en su silencio.

— Si callas, te condenas — advirtió Koshmar —. Aun sin el examen del Barak Dayir, te condenas, y pierdes toda dignidad, por haber hecho cosas que hasta hoy eran desconocidas en la tribu, por haber tomado a Kreun sin su consentimiento y por haber matado a Sachkor…

— Su consentimiento no era necesario — soltó de pronto Harruel.

— ¿No era necesario? ¿Qué?

— La poseí porque lo necesitaba, después de haber pasado toda una dura noche de soledad protegiendo a la tribu. Y porque la deseaba, puesto que me pareció hermosa. Y porque estaba en mi derecho, Koshmar.

— ¿Tu derecho? ¿A violarla?

— Mi derecho, sí, Koshmar. Soy el rey, y puedo hacer lo que me plazca.

Dios nos guarde, pensó Hresh horrorizado.

Los ojos de Koshmar se abrieron como platos. Casi se le salían de las órbitas, tal era su estupor.

Pero pareció hacer un esfuerzo por controlar sus sentimientos. Se dirigió a Hresh en un tono tenso y rígido.

— ¿Qué significa esta palabra, «rey», que tanto se menciona últimamente? ¿Me lo dirás, cronista?

Hresh se humedeció los labios.

— Es un título que tenían en la época del Gran Mundo — respondió con aspereza —. La palabra significa «hombre — cabecilla», tal como Kreun acaba de decir.

— En nuestra tribu no hay hombres cabecillas — sostuvo Koshmar.

Una gran oleada de fortaleza y extrañeza provino de Harruel. Hresh la sintió con la segunda vista y por poco lo hizo tambalear. Era como estar de pie en medio de una tempestad que arrancaba los árboles de raíz.

— El imperio de las mujeres ha terminado — dijo Harruel —. A partir de hoy, yo soy el rey.

En calma, Koshmar señaló a Konya, Staip y Orbin.

— Rodeadlo — ordenó —. Prendedlo. Se ha vuelto loco, y debemos protegerlo de sí mismo.

— Atrás — amenazó Harruel —. ¡Que nadie me toque!

— Tú podrás ser rey — adujo Koshmar —, pero en esta ciudad yo soy la cabecilla, y quien manda es la cabecilla. ¡Rodeadlo!

Harruel se volvió para mirar a Konya con frialdad. Su compañero no se movió. Luego miró a Staip y a Orbin. Ambos permanecieron en su sitio.

Y entonces miró a Koshmar de nuevo.

— Continúa siendo cabecilla todo lo que quieras, Koshmar — manifestó con voz oscura y tranquila —. La ciudad es tuya. O, mejor dicho, ahora pertenece a los Hombres de Casco. Me iré de aquí y dejaré de causarte problemas.

Miró a su alrededor. Para entonces toda In tribu se había congregado, incluso las mujeres y niños que se habían refugiado en el templo al oír la noticia de la invasión. Los ojos turbios de Harruel se posaron sobre cada uno. Hresh sintió que esa mirada negra y amenazadora descansaba sobre él y bajó la vista, incapaz de sostenerla.

— ¿Quién vendrá conmigo? Esta ciudad es una maldición, y debemos abandonarla. ¿Quién se unirá a mí para construir un gran reino lejos de este lugar? ¿Tú, Konya? ¿Tú, Staip? ¿Tú? ¿Tú? ¿Tú? — preguntó Harruel.

Pero nadie se movió. El silencio era insoportable.

— ¿Por qué tenemos que permanecer confinados dentro de esta ciudad muerta? ¡Su poder acabó mucho tiempo atrás! Ya lo veis: los excrementos hediondos de las bestias enemigas se apilan sobre estas avenidas. Y habrá más. La ciudad quedará sepultada bajo las heces.

¡Los que estén hartos del imperio de las mujeres, que vengan junto a mí! ¡Los que deseen gloria, riquezas, tierras, que vengan junto a mí! ¿Quién vendrá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién?

— Yo iré contigo — anunció Konya con su voz raída y áspera —. Te lo prometí hace tiempo.

Hresh oyó que Koshmar contenía el aliento.

Konya miró hacia el círculo tribal en dirección a Galihine, su pareja. Su vientre protuberante contenía un niño. Al cabo de un instante la mujer avanzó hacia el otro lado y ocupó su lugar al lado de Konya.

— ¿Quién más? — preguntó Harruel.

— Esto es una locura — proclamó Koshmar —. Moriréis fuera de la ciudad. Sin una cabecilla sufriréis la ira de los dioses, y seréis devorados.

— ¿Quién más viene conmigo? — preguntó Harruel.

— Yo — afirmó Nittin —. Y Nettin viene conmigo.

Nettin se mostró aturdida, como si la hubieran golpeado con una vara. Pero siguió con obediencia a su compañero, llevando en brazos a su hija Tramassilu.

Harruel asintió.

— Yo iré — manifestó de pronto Salaman. Weiawala lo siguió, y al cabo de un rato hizo lo mismo el joven guerrero Bruikkos, y la niña Thaloin, quien días antes se había prometido a él como compañera. Hresh sintió que un frío le invadía el alma. Nunca había supuesto que alguien pudiese seguir a Harruel. Esto era una catástrofe. La tribu se estaba dividiendo.

— Yo también iré contigo — prorrumpió Lakkamai.

Se oyó el grito apagado e instantáneo de Torlyri. Se mordió el labio y dio un paso al lado, bajando la mirada, pero Hresh alcanzó a ver la mirada de dolor que había en su rostro. Koshmar parecía conmocionada, y Hresh descubrió en ella una mirada de miedo, pues temía que Torlyri siguiera a Lakkamai en su partida de la ciudad. Pero Torlyri permaneció junto a ella.

Ahora Harruel se dirigió a su mujer.

— ¿Minbain?

— Sí — afirmó con serenidad —. Iré donde tú vayas.

— ¿Y tú, Hresh? — invitó Harruel — Viene tu madre, y tu pequeño hermano Samnibolon. ¿Vas a quedarte tú? — Avanzó hasta Hresh y le miró desde lo alto —. En nuestra nueva vida necesitaremos tus aptitudes. Serás nuestro cronista, tal como lo has sido aquí; tendrás cuanto desees, niño. ¿Vienes?

Hresh no podía responder. En silencio miró a su madre, a Koshmar, a Torlyri, a Taniane.

— ¿Y bien? — repitió Harruel, con tono más amenazador —. ¿Vendrás?

Hresh sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor.

— ¿Y bien? — insistió Harruel una vez más.

Hresh bajó la mirada.

— No — respondió, tan débilmente que casi no se oyó.

— ¿Qué? ¿Qué has dicho? ¡Habla más fuerte!

— No — replicó Hresh, con más claridad —. Quiero quedarme aquí Harruel. — Sintió que la sangre recorría su cuerpo con furia, y que lo llenaba con nuevas fuerzas y energías —. Todos tendremos que marcharnos de Vengiboneeza algún día, tarde o temprano — declaró Hresh —. Pero no ahora, ni de esta forma. Yo me quedaré. Hay mucho trabajo que hacer en este lugar…

— ¡Niño miserable! — gritó Harruel —. ¡Pequeño estorbo piojoso!

Su largo brazo salió disparado. Hresh dio un salto hacia atrás, pero no con suficiente rapidez. Las puntas de los dedos de Harruel le golpearon la mejilla, y tan grande fue el poder de ese ligero roce que le envió por los aires en un tumbo. Quedó temblando en el suelo. Torlyri se acercó a él, le levantó y le abrazó con ternura.

— ¿Quién más? — preguntó Harruel —. ¿Quién más va a venir? ¿Quién más? ¿Quién más? ¿Quién más?

12 — LO EXTRAÑO DE SU AUSENCIA

Desde entonces, se conoció aquel día como el Día de la Ruptura.

Once adultos habían partido, con dos niños. Durante mucho tiempo, lo extraño de su ausencia resonó por toda la ciudad como el tronar de un gong.

Sólo semanas después, Hresh se vio con ánimos de registrar el suceso en las crónicas. Sabía que se estaba olvidando de sus deberes, pero siguió eludiendo la labor hasta que una mañana no pudo recordar si los adultos que habían partido eran diez o siete. Entonces comprendió que debía registrar lo sucedido antes de perder definitivamente el recuerdo de los hechos. Era un deber para con los que leyeran las crónicas en los tiempos futuros. Así, abrió el libro y oprimió las puntas de los dedos sobre el frío pergamino de la primera página en blanco y relató cuanto recordaba: que Harruel, el guerrero, se había rebelado contra la autoridad de la cabecilla Koshmar y había partido de la ciudad, llevando consigo a los hombres Konya, Salaman, Nittin, Bruikkos y Lakkamai, y a las mujeres Galihine, Nettin, Weiawala, Thaloin y Minbain.

Lo más difícil fue escribir el nombre de su madre. Al intentarlo se equivocó y puso Mulbome. Luego, tras borrarlo, escribió Mirbale, y sólo después pudo registrar el nombre correcto. Permaneció largo tiempo contemplando las letras marrones y angulosas, después de finalizar, y posó los dedos de nuevo para leer y releer las crónicas.

Nunca volveré a ver a mi madre, se dijo. Pero por mucho que las repitiera en su mente, el significado de esas palabras escapaban a su comprensión.

A veces Hresh se preguntaba si no debió partir con ella. Cuando Harruel le preguntó si él los acompañaría, Hresh miró a su madre, y en ese momento vio el ruego silencioso que brillaba en sus ojos. Rehusar, alejarse de ella había sido doloroso. La elección había sido dolorosa, pero aun cuando significara no ver nunca más a su madre, ¿cómo podría abandonar a la tribu, y todo lo que había por hacer en Vengiboneeza, y todo lo que podía llegar a aprender de los Hombres de Casco, y a Taniane — ¡sí, a Taniane! — para seguir a ese bruto de Harruel y a su puñado de seguidores rumbo a la espesura salvaje? Ése no era el destino que le esperaba.

La única pérdida que Hresh lamentó profundamente fue la de su madre. Sintió pena por Torlyri, que había perdido a su pareja; pero Lakkamai había significado poco para él, al igual que Salaman, O Bruikkos, o cualquiera de los que habían partido con Harruel. Eran sólo miembros de la tribu, rostros familiares. Nunca se había sentido tan cerca de ellos como de Torlyri Taniane, Orbin o incluso Haniman. Ninguno de éstos había partido. En este caso, Hresh habría sufrido un gran dolor. Pero Minbain había formado parte de él, y él parte de Minbain, y ahora todo eso se había perdido. Hresh había visto los oscuros nubarrones que se habían formado desde que Harruel había tomado a Minbain como compañera. Él cambiaba todo lo que tocaba, y con el tiempo acababa absorbiéndolo.

¡Qué extraña le resultaba la ausencia de Harruel! Había ocupado un importante lugar dentro de la tribu — era una presencia sombría, hosca, y últimamente amenazadora — y ahora, de pronto, ese sitio estaba vacío.

Era como si la gran montaña verde que se elevaba por encima de la ciudad hubiese desaparecido de pronto.

Uno podía detestar la montaña, considerarla de mal agüero y sobrecogedora, pero al final se acostumbraba a verla allí, y si desaparecía sentiría el perturbador vacío que se alzaba en su lugar.

Era perturbador comprobar cómo en sólo una hora la tribu se había visto tan patéticamente reducida en número. Pero más inquietante aún era saber que una horda de extranjeros se instalaba a vivir en las cercanías.

Unas horas después de la partida de Harruel, toda la tribu beng entró en la ciudad, a lomos de sus grandes monturas rojas, a las que llamaban bermellones. Los Hombres de Casco eran más numerosos de lo que había supuesto el Pueblo: más de cien, entre los cuales unos treinta daban la impresión de ser guerreros. Tenían ochenta o noventa bermellones, algunos para montar y otros para cargar bultos. Y en la caravana venían también otros animales de corral, más pequeños y de color verde azulado, con curiosas patas de voluminosas articulaciones. La procesión de bengs tardó todo un día en cruzar el portal.

Koshmar les ofreció el distrito Dawinno Galihine para que se instalaran. Era una parte atractiva de la ciudad, bien conservada, con fuentes, plazas y edificios con techos de tejas, a considerable distancia del asentamiento del Pueblo. Hresh se entristeció por tener que concederles aquel distrito, puesto que todavía no lo había explorado a fondo. Pero Koshmar escogió Dawinno Galihine para los bengs porque se trataba de un sector aislado, que se comunicaba con el resto de la ciudad sólo a través de una angosta avenida estrechamente festoneada por ambos lados con edificios frágiles y a punto de desplomarse. Creía que si surgían hostilidades entre ambas tribus, el Pueblo podría sitiar a los bengs derribando los edificios y obstruyendo el camino con escombros.

Fue Haniman quien comunicó la noticia a Hresh. El joven meneó la cabeza.

— Está muy equivocada si cree que será capaz de resolver así un conflicto. Los bengs tienen el triple de guerreros que nosotros. Y también esas bestias monstruosas y domesticadas. No hay forma de sitiarlos dentro de Dawinno Galihine.

— Pero si derribamos los viejos edificios, ¿cómo podrán salir?

— Se valdrán de los bermellones para limpiar los escombros. ¿Crees que les resultará difícil? Y luego vendrán derechos hasta nuestro asentamiento, y pisotearán todo lo que se interponga en su camino.

Haniman realizó un rosario de señales sagradas en el aire.

— Yissou nos proteja. ¿Crees que se atreverían a tanto?

Hresh se encogió de hombros.

— Ellos son muchos, y nosotros pocos. Acabamos de perder a nuestros mejores guerreros. Si yo fuese Koshmar, me mostraría muy amistosa en mi trato con los bengs y procuraría no molestarlos.

Pero, en realidad, los bengs no parecían interesados en empezar una guerra. Como habían prometido, invitaron al Pueblo a un banquete la primera noche, y lo obsequiaron generosamente con carne, frutas y vino. La carne la obtenían de unos animales que Hresh nunca había visto antes: unas criaturas rollizas, de patas cortas, con narices negras y chatas, y unos espesos pellejos lanosos de color verde con franjas rojas. Los frutos que los bengs habían traído también eran extraños: de un amarillo brillante, con tres lóbulos turgentes que parecían pechos, y un sabor dulce e intenso.

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