Al final del invierno | Страница 42 | Онлайн-библиотека


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Sin duda, pensó Koshmar, ésta es una tribu de monstruos montados sobre monstruos. Y han cruzado el umbral. Todo ha terminado para nosotros. Pero moriremos con valentía antes de cederles la ciudad de Vengiboneeza.

Miró a Konya; a Staip y a Orbin.

— Y bien — exclamó —. ¿Vais a quedaros aquí de pie?

¿Dejaréis que avancen? ¡Atacad! ¡Matad a cuantos podáis antes de que acaben con nosotros!

— ¿Atacar? ¿Cómo podemos hacerlo? — objetó Konya, hablando en voz muy baja pero de un modo que sabía surcar grandes distancias —. Mira el tamaño de los animales en que vienen montados: No hay forma de llegar hasta allí arriba. Esas bestias nos aplastarán como si fuésemos insectos.

— ¿Qué tonterías estás diciendo? Descargad los golpes sobre las piernas y los vientres de las bestias y derribadlas. Y luego, acabad con sus amos. — Koshmar blandió la espada —, ¡Adelante! ¡Adelante!

— No — exclamó Hresh de pronto —. No, no son enemigos.

Ella le miró, atónita. Luego se echó a reír con acritud.

— Muy bien, Hresh. Son sólo huéspedes. Sachkor los ha traído de visita, a ellos y a sus mascotas; se quedarán a cenar con nosotros y volverán a irse por la mañana. ¿Eso es lo que crees?

— No están aquí para presentar batalla — continuó Hresh —. Proyecta tu segunda vista, Koshmar. Han venido en son de paz.

— Paz — masculló Koshmar con desprecio, y escupió al suelo.

Pero en el rostro de Hresh descubrió una expresión que le era desconocida, un aire de tal insistencia y fuerza que se sintió conmovida. De pronto, Koshmar sintió que no sería prudente oponerse a él en esta cuestión, pues a veces el joven veía cosas que nadie más podía percibir. Haciendo un gran esfuerzo se calmó, obligó a replegar en el fondo de su alma las ansias de guerra, y proyectó la segunda vista hacia la horda que avanzaba.

Y vio que Hresh tenía razón.

No pudo detectar enemistad, ni odio, ni amenaza.

Pero, aun así, Koshmar no se resignaba a ceder ante el joven. Con enfado sacudió la cabeza.

— Un truco — dijo —. Confía en mí en esto, Hresh. Tú eres el cronista, pero eres joven y no sabes nada del mundo. De alguna forma, esta gente nos muestra que no representan una amenaza. Pero mira los cascos que llevan. Mira los monstruos que montan. Han venido para matarnos, Hresh, y para arrebatarnos Vengiboneeza.

— No.

— ¡Te digo que sí! Opino que debemos acabar con ellos antes de que sea demasiado tarde. — Koshmar dio un furioso puntapié —. ¡Harruel! ¿Dónde está Harruel? ¡Él me comprendería! ¡Ya se había adelantado para derribarlos de sus bestias! — Miró alrededor, de Orbin a Konya, de Konya a Staip, de Staip a Lakkamai, y añadió —: ¿Bien? ¿Quién vendrá conmigo? ¿Quién luchará a mi lado? ¿O debo ir a morir sola?

— ¿Lo ves Koshmar? — le interrumpió Hresh, señalando más allá de su hombro.

Se volvió. El pisoteo atronador de las garras negras había cesado. La horda se había detenido a unos cien pasos de distancia en la avenida. Uno tras otro los inmensos animales rojos comenzaron a arrodillarse, a inclinarse de un modo extraño sobre aquellas rodillas de tan exótica articulación, y los jinetes con cascos fueron descendiendo a tierra. Media docena de invasores, y Sachkor entre ellos, se acercaban por el centro de la ancha calle, al parecer con intenciones de parlamentar.

— ¿Koshmar? — gritó Sachkor.

La cabecilla aferró la espada.

— ¿Qué te han hecho? ¿Cómo te capturaron? ¿Te han torturado, Sachkor?

— Estás equivocada — respondió Sachkor con serenidad —. No me han hecho daño. No me capturaron. Me alejé de la ciudad para buscarlos, ya que calculé que debían de estar cerca. Cuando por fin di con ellos, me recibieron de buen grado. — Su voz sonaba firme. Parecía más sabio, mayor, más profundo que el joven que había desaparecido días atrás —. Son el pueblo Beng — explicó — y llevan más tiempo fuera de su capullo que nosotros. Proceden de un lugar lejano, al otro lado del gran río donde nosotros vivíamos. Son diferentes de nosotros, pero no quieren hacernos daño.

— Dice la verdad, Koshmar — asintió Hresh.

Pero Koshmar seguía sin comprender. Se sentía como a la deriva, en mitad de un torrente tumultuoso, arrastrada por una fuerza superior. Podía comprender la guerra, mas no esta situación.

— Te están mintiendo — musitó Koshmar, obstinada —. Se trata de una trampa.

— No. No es ninguna trampa, Koshmar. No mienten.

Sachkor señaló a dos Hombres de Casco, que avanzaban detrás de él. Uno era anciano, de ojos perspicaces, y tenía un aire seco y marchito que evocó en Koshmar el recuerdo de Thaggoran el cronista. Tenía el pelaje de un amarillo claro, casi blanco; llevaba un casco cónico con forma de huso, construido con bandas de distintos metales ricamente repujadas, que se unían en un extremo redondeado. A ambos lados, como alas, se abrían unas inmensas orejas de metal negro.

— Éste es Hamok Trei — presentó Sachkor —. Es su cabecilla.

— ¿Él? ¿Un hombre cabecilla?

— Sí — replicó Sachkor —. Y éste es el sabio, lo que para nosotros sería el cronista. Se llama Noum om Beng.

Señaló a un hombre de barba encrespada, casi tan viejo como Hamok Trei y aún más marchito, más ajado.

Era sorprendentemente alto, tal vez más que Harruel, pero tan delgado y frágil que daba la impresión de no ser más que un junco. Noum om Beng permanecía de pie, aunque se inclinaba de un modo peculiar. Su casco era un objeto casi increíble, de metal negro, cubierto con mechones de áspero pelo negro, desde cuyas esquinas asomaba un par de largas y curvadas proyecciones púrpuras, articuladas y raídas, que parecían algo así como las alas de un murciélago.

Noum om Beng avanzó uno o dos pasos en dirección a Koshmar e hizo una serie de señales en el aire ante ella que bien podrían haber sido las de los Cinco, pero que no lo fueron. Los gestos eran distintos y para Koshmar carecían de significado. Sin duda se trataba de signos sagrados, pero debían ir dirigidos a otros dioses, pensó.

Pero… ¿cómo podía haber otras divinidades? Aquella idea era incongruente. Recordó la vez en que habían querido interrogar al Hombre de Casco. Hresh le había dicho que tal vez el extranjero hablaba otro idioma… que usaba palabras distintas pero con significados idénticos. Koshmar había aceptado la posibilidad a regañadientes, por sorprendente que le pareciera. Pero ¿otros dioses? ¿Otros dioses? No había más dioses que los Cinco. Esta gente no podía venerar a dioses inexistentes, a menos que se tratase de locos. Y Koshmar no creyó que fuese el caso.

— ¿Cómo sabes sus nombres y cargos en la tribu?

— ¿Puedes hablar con ellos? — preguntó a Sachkor.

— Un poco — respondió —. Al principio me era imposible comunicarme con ellos. Pero me esforcé al máximo y al poco tiempo pude aprender su lengua. — Sonrió. Parecía esforzarse, con dificultad, por ocultar lo satisfecho que se sentía de sí mismo.

— Entonces pide a su cabecilla que me diga algo.

— El cabecilla casi nunca habla. Noum om Beng lo hace por él.

— Bien, pídeselo él.

Sachkor se volvió hacia el marchito anciano y dijo algo que a los oídos, de Koshmar pareció el ladrido de una bestia. Noum om Beng frunció el ceño y se tironeó de la blanca barba: Sachkor volvió a ladrar, y esta vez el anciano asintió y ladró algo en respuesta. Con mucho entusiasmo Sachkor habló por tercera vez. Pero, al parecer, no dijo las palabras correctas, pues Noum om Beng apartó la mirada con discreción mientras los otros miembros del grupo de los Hombres de Casco irrumpían en ásperas risas. Sachkor pareció sentirse incómodo. Noum om Beng se inclinó a un lado y susurró algo al cabecilla Hamok Trei.

Koshmar se dirigió a Hresh.

— ¿Qué está sucediendo?

— Es una lengua auténtica — dijo Hresh —. Sachkor la comprende, aunque no del todo. Yo casi puedo llegar a comprenderla también. Las palabras se parecen a las nuestras, pero todo está entrecortado y cambiado de orden. Con mi segunda vista puedo percibir el significado subyacente, o al menos la sombra de los significados.

Koshmar asintió. Ahora tenía más confianza en la percepción de Hresh, y comenzaba a parecerle cada vez menos probable que los Hombres de Casco hubiesen llegado hasta allí para declarar la guerra. Incluso los cascos le resultaban menos terroríficos, ahora que se estaba acostumbrando a verlos. Eran tan impresionantes y los habían diseñado para causar un terror tan absoluto, que llegaban a ser cómicos, aunque sin duda su ridiculez causaba impacto. Pero seguía sintiendo ciertas sospechas. Se hallaba indefensa allí, incapaz de comunicarse o aun de comprender. Y no le quedaba más remedio que confiar en el niño que era su anciano para cualquier consejo y orientación. Y en Sachkor, aquel joven inexperto. Era una situación incómoda. Se sentía muy inquieta.

Noum era Beng, dirigiendo su atención a Koshmar, comenzó a hablar en un tono que a ella le pareció una mezcla de aullido y ladrido. No podía acostumbrarse a la forma de expresarse de los bengs, y varias veces tuyo que contenerse para no echarse a reír. Pero aunque no comprendía una palabra, se vio obligada a reconocer que se trataba de un discurso solemne, florido, cargado, sustancial.

Escuchó con cuidado, asintiendo con la cabeza de vez en cuando. Puesto que al parecer no habría batalla, al menos de momento, le correspondía recibir a estos extraños tal como correspondía a una estadista.

— ¿Entiendes algo? — preguntó a Sachkor en voz baja al cabo de un rato.

— Un poco. Dice que están aquí en son de paz, para comerciar y entablar amistad. Te dice que Nakhaba ha guiado a su pueblo hasta Vengiboneeza, que había una profecía según la cual vendrían aquí y hallarían amigos.

— ¿Nakbaba?

— Su dios principal — explicó Sachkor.

— Ah — dijo Koshmar. Noum om Beng siguió con su discurso.

Koshmar oyó pasos y murmullos a sus espaldas. Llegaban más miembros de la tribu. Miró a su alrededor y vio a los hombres que faltaban, incluso a algunas de las mujeres: Taniane, Sinistine, Boldirinthe, Miribain.

Torlyri también había llegado. Era reconfortante verla allí. Parecía inusualmente tensa y cansada, pero no obstante su simple presencia le causó gran alivio. Se cercó a Koshmar y la tocó ligeramente en un brazo.

— Me han dicho que el enemigo ha entrado en la ciudad. ¿Habrá guerra?

— No creo. No parecen ser enemigos. — Koshmar señaló a Noum om Beng —. Es el anciano de su tribu. Está dando un discurso. Creo que no terminan nunca.

— ¿Y Sachkor? ¿Está bien?

— Fue él quien les encontró. Se fue por su cuenta, los rastreó y les ha conducido de camino a Vengiboneeza. — Koshmar se llevó un dedo a los labios —. Se supone que debo estar escuchando.

— Oh, disculpa — murmuró Torlyri.

Noum om Beng prosiguió con su discurso unos minutos más, y luego terminó casi en mitad de un aullido para regresar al lado de Hamok Trei. Koshmar miró inquisitivamente a Sachkor.

— ¿Qué ha dicho?

— En realidad, no he comprendido gran cosa — respondió Sachkor con una sonrisa de disculpa —. Pero la última parte ha sido bastante clara. Nos imita hoy por la noche a un banquete. Su pueblo pondrá la carne y el vino. Al otro lado de la ciudad tienen un corral de ganado. Nosotros debemos ofrecerles un lugar donde acampar y algo de leña para el fuego. Ellos harán el resto.

— ¿Y crees que debo confiar en ellos?

— Sí.

— ¿Y tú, Hresh?

— Ya están dentro de la ciudad, y, son tan numerosos como nosotros. Creo que esas bestias rojas e hirsutas podrían ser terribles en una batalla. Ya que se han declarado amigos y, que en efecto lo parecen, debemos aceptar su ofrecimiento de amistad tal como nos lo presentan, a menos que tengamos razones para pensar de otro modo.

Koshmar sonrió.

— ¡Astuto Hresh! — Y dirigiéndose a Sachkor, añadió —: ¿Qué sabes sobre el Hombre de Casco que estuvo aquí el año pasado? ¿No se han preguntado qué sucedió con él?

— Saben que ha muerto.

— ¿Y que murió en nuestras manos?

— No lo sé con seguridad. Al parecer creen que falleció de alguna causa natural — respondió Sachkor, algo inquieto.

— Esperemos que así sea — suspiró Koshmar.

— En todo caso — aclaró Hresh — nosotros no lo matamos. Se mató mientras tratábamos de formularle algunas preguntas. En cuanto logremos hablar mejor su lengua, podremos explicárselo. Y hasta entonces, nuestra mejor táctica es…

En los ojos de Hresh asomó una expresión extraña. Se interrumpió.

— ¿Qué sucede? — preguntó Koshmar —. ¿Por qué te detienes así? ¡Sigue, Hresh, sigue!

— Mirad allí — dijo en voz baja —. Eso sí que son auténticos problemas.

Señaló en dirección al este, hacia las laderas qué se alzaban sobre ellos.

Harruel, con aire inmenso y malsano, descendía por el camino que bajaba de las montañas.

¡Así que la invasión que tanto había temido por fin estaba teniendo lugar, y nadie se había molestado en buscarle! ¡Y a Koshmar no se le ocurría nada mejor qué abrirles la ciudad y poner el asentamiento en sus manos!

El hedor había llegado hasta las narices de Harruel mientras rumiaba sus horas de centinela apostado sobre la horquilla del árbol. Su alma se encendía en furias tenebrosas y la ira le cegaba. Observó el denso follaje de la montaña, pero no descubrió nada Pero allí estaba el hedor, ese asqueroso olor a corrupción y decadencia Se dio la vuelta y vio a los monstruos rojos y peludos invadiendo la ciudad a. través de la puerta del sur, y sobre sus lomos, a los Hombres de Casco, sentados de dos en dos.

¿Quién hubiera pensado que el ataque se produjese por el sur? ¿Quién iba a sospechar que los tres guardianes mecánicos que los ojos-de-zafiro habían dejado en los pilares simplemente se harían a un lado para dejar entrar a las criaturas?

Este hedor procede de sus excrementos, pensó Harruel. Es el despreciable olor de sus despojos, que el viento trae hasta mí.

Se abalanzó sobre la ladera de la montaña, espada en mano, ávido de guerra.

El camino descendía en espiral, y en cada curva distinguía mejor lo que sucedía a sus pies. Había todo un ejército de extraños: podía ver cómo refulgían los cascos bajo el sol poniente. Y a juzgar por lo que veía, casi toda la tribu había salido a recibirlos. Allí estaba Koshmar, y Torlyri, allí estaba Hresh. Y la mayoría de los de más, reunidos en pequeños grupos. Koshmar se había puesto una de sus máscaras de guerra, pero no había batalla. Estaban hablando.

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