Al final del invierno | Страница 41 | Онлайн-библиотека
Eso sería angustiante: que le rechazara por. Haneman. Era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
Pero hoy todo era distinto. Ya se había entrelazado. Ante él se extendía abierto todo el mundo de las complejidades adultas. Tal vez fuera el anciano de la tribu, pero también era un joven. Y quería a Taniane.
Fue a buscarla.
Era media tarde, y el día se había vuelto soleado y límpido. La cúpula del cielo parecía mecerse como sostenida por cuerdas. Los contornos de cuanto veía le resultaban peculiarmente nítidos, como si los límites de los objetos hubieran sido cortados a cuchillo. Los colores se mostraban vibrantes y palpitantes. El entrelazamiento parecía haber abierto su alma a un remolino de nuevas sensaciones poderosas.
Orbin emergió de un callejón cercano, silbando, paseando.
Hresh le detuvo.
— ¿Has visto Taniane?
— Está allá — respondió Orbin, señalando el edificio donde. Los Buscadores atesoraban sus hallazgos más recientes. Siguió andando. Tras avanzar unos pasos se detuvo y volvió a mirar a Hresh —. ¿Pasa algo malo?
— ¿Malo? ¿Malo? — Hresh se sintió confuso —. ¿A qué te refieres con eso de algo malo?
— Tienes una mirada extraña…
— Imaginaciones tuyas, Orbin.
Comenzó a silbar de nuevo. Se alejó con una sonrisa qué le pareció desagradablemente suspicaz y cómplice.
¿Acaso soy transparente?, se preguntó preocupado Hresh. ¿Será que con sólo mirarme Orbin puede leer mis pensamientos?
Se encaminó presuroso al depósito de Los Buscadores, donde encontró a Konya, Praheurt y Taniane, pero no a Haniman, para su gran alivio. Todos estaban inclinados sobre una extraña máquina con piernas y brazos metálicos, revisándola con cautela.
— ¡Hresh! — le llamó Praheurt —. Ven a ver lo que Konya y Haniman han traído de…
— En otra ocasión — respondió Hresh —. Taniane, ¿tienes un momento?
La joven levantó la mirada.
— Desde luego. ¿Qué hay, Hresh?
— ¿Podemos hablar en privado? ¿No puedes decirlo aquí?
— Por favor. Vamos fuera.
— Si insistes… — dijo, algo intrigada. Hizo señas a Praheurt y Konya dando a entender que no tardaría en volver. Hresh salió antes que ella.
La tibia brisa resultaba embriagadora. Se sintió maravillado por la belleza de su pelaje tupido y por el refulgente esplendor de sus ojos extraños y hechiceros. Se detuvieron un instante mientras él buscaba algún camino por donde ir. Con cautela miró alrededor para cerciorarse de que Haniman no estaba por allí cerca.
— Tendrías que haber esperado un momento para ver lo que hemos encontrado hoy — dijo —. No estamos seguros, pero…
— Olvídate ahora de eso — replicó con firmeza —. Taniane, hoy he hecho mi primer entrelazamiento.
Ella pareció sorprendida y tal vez preocupada por el repentino anuncio. Le miró con desconfianza, en guardia. Entonces, su expresión cambió. Una sonrisa que no resultó sincera de todo apareció en su rostro y dijo, acaso con excesivo entusiasmo:
— ¡Oh, Hresh, cuánto me alegro por ti! Ha sido un buen entrelazamiento,¿verdad?
El asintió. De algún modo sintió que las cosas no marchaban como él deseaba. Se refugió en el silencio.
— ¿Qué querías decirme, Hresh?
Respiró hondo.
— Entrelacémonos, Taniane — farfulló.
— ¿Tú y yo?
— Sí. Ahora.
Durante un instante de horror, Hresh pensó que ella se echaría a reír. Pero no. No. Tenía los ojos abiertos, la boca apretada, la garganta le subía y bajaba de un modo extraño.
Tiene miedo, pensó.
— ¿Ahora? — repitió —. ¿Entrelazarnos?
Ya no podía echarse atrás.
— Ven. Adentrémonos en la ciudad. Te mostraré un buen lugar.
Le tendió la mano. Pero ella retrocedió.
— No, por favor… Hresh, no… Me asustas…
— No es mi intención. ¡Entrelacémonos, Taniane!
Ella pareció aturdida, tal vez ofendida, o sólo enojada. Hresh no supo decirlo con certeza.
— Nunca te había visto así. ¿Has perdido la cabeza? Sí. Eso debe ser. Te has vuelto loco.
— Sólo he dicho que…
Ella le miró iracunda.
— Si no estás loco, entonces debes creer que yo sí lo estoy. No puedes aparecer así y pedir al primero que se presente que se entrelace contigo, Hresh. ¿No te das cuenta? Y esa mirada salvaje… Tendrías que verte. — Taniane se estremeció y movió las manos en un gesto de rechazo, o de algo peor —. Vete. Por favor. Por favor. Déjame sola, Hresh. — En su voz había un sollozo. Se apartó de él.
Hresh se quedó de pie, inmóvil, miserable, apesadumbrado. Se apoderó de él la oscura sensación de haber estropeado las cosas. Comprendió que había actuado con demasiada precipitación… Qué torpe… qué pueril se había mostrado. Y ahora lo había perdido todo, en un día que debiera haber sido de gran regocijo.
¡Qué imbécil he sido!, pensó.
Allí estaba Taniane, a diez pasos de él, paralizada como Hresh, contemplándolo como si se hubiera transformado en bestia salvaje, en un ser desagradable con fauces llenas de dientes y ojos en llamas. Deseó que se diera la vuelta y echara a correr, y que lo dejara solo con su vergüenza, pero no. Allí estaba, de pie, observándolo con aquella extraña mirada.
Y entonces, mientras él ansiaba que se lo tragara la tierra, se oyó un ronco grito a lo lejos, procedente de la entrada de la ciudad, que le liberó de todos sus tormentos.
— ¡Los Hombres de Casco! ¡Los Hombres de Casco! ¡Aquí vienen los Hombres de Casco!
Koshmar se hallaba dormitando en sus aposentos cuando se oyó el grito. Había sido un día oscuro para ella. El más oscuro en una sucesión de días sombríos. Ni siquiera el final de las lluvias y la llegada del tiempo seco y claro habían aliviado su espíritu entristecido y húmedo. Su mente estaba dominada por Torlyri y Lakkamai. Por Lakkarriai y Torlyri.
Nada cambiaría. Se lo había asegurado mil veces. Torlyri seguiría siendo su compañera de entrelazamiento. La verdadera comunión residía en el entrelazamiento. Si ahora Torlyri sentía la necesidad de aparearse, o incluso de formar pareja — aunque, ¿quién había oído hablar de una mujer de las ofrendas que necesitara pareja? — pues bien, eso en nada cambiaría las cosas. Torlyri seguiría necesitando una compañera de entrelazamiento. Y esa compañera sería Koshmar.
¿Lo sería?
Entre las parejas de progenitores había existido la costumbre de ser compañeros de entrelazamiento además de aparearse. El resto de los miembros de la tribu se apareaban o no con quien quisieran, y aparte de eso, también tenían un compañero de entrelazamiento. Pero eso había sido en los días del capullo. Y ahora estaban en la Nueva Primavera.
Koshmar había deseado con todas sus fuerzas ser quien condujera a la tribu al exterior del capullo para internarse en la Nueva Primavera. Pues bien, lo había conseguido. ¿Y qué le había representado eso excepto confusión, dudas, angustia? Allí estaba, tendida en el lecho a media tarde, lúgubre, perdida en la desesperación, mientras los brillantes rayos de sol danzaban sobre las torres de Vengiboneeza. Hora tras hora, no hacía más que rumiar su dolor. Rumiar. El futuro se le presentaba misterioso y desolador. Nunca antes se había sentido tan indefensa.
— ¡Los Hombres de Casco! ¡Los Hombres de Casco! ¡Se acercan los Hombres de Casco! — gritaba una voz ronca que llegaba desde la ventana.
Incluso antes de que el significado de las palabras hubiese tenido tiempo de penetrar en su cerebro, Koshnar ya se había puesto en pie, con el corazón latiendo a toda prisa; la piel erizada, el cuerpo y la mente alertas.
Una especie de alegría salvaje se despertó en su interior. ¿Una tribu invasora? Muy bien. Que vengan. Ella se ocuparía de ellos. El ataque era bienvenido. Mejor tomar las armas contra el enemigo que permanecer allí, envuelta en absurdas y miserables cavilaciones.
De su colección de máscaras escogió la de Nialli, la más feroz. Nialli, según se decía, había sido una cabecilla dorada con el alma de diez guerreros. Su máscara era de un brillante color verde negruzco, más ancha que larga. De cada lado brotaban seis agudas púas del color de la sangre. Oprimía los pómulos de Koshmar con un peso sobrecogedor. A la altura de los ojos había dos ranuras estrechas para permitir la visión.
Se echó sobre los hombros un manto amarillo, y blandió la espada de cabecilla. Corrió por las calles que conducían a la torre del templo.
La gente se abalanzaba como enloquecida.
— ¡Deteneos! — rugió Koshmar —. ¡Todos quietos! ¡Escuchadme!
Atrapó por la muñeca a la joven Weiawala al vuelo. La joven parecía dominada por el terror, y Koshmar tuvo que sacudirla con violencia para tranquilizarla. Al fin pudo obtener de ella algunos fragmentos de la historia. Un ejército de horrendos extranjeros montados sobre unos animales monstruosos y terroríficos había atravesado el portal meridional de la ciudad, cerca de donde los ojos-de-zafiro artificiales montaban guardia. Habían hecho prisionero a Sachkor, que venía con ellos. Y se dirigían hacia el emplazamiento.
— ¿Dónde están los guerreros? — preguntó Koshmar.
Alguien dijo que Konya ya se había encaminado hacia la puerta del sur, al igual que Staip y Orbin. Hresh iba con ellos, y posiblemente Praheurt. Se decía que Lakkamai iba en camino. Nadie había visto a Harruel. Koshmar divisó a Minbain y le gritó:
— ¿Dónde está tu compañero?
Pero Minbain no lo sabía. Boldirinthe dijo que había visto a Harruel por la mañana, deambulando por los montes con el mismo aire sombrío, y tenebroso que acostumbraba a tener últimamente.
Koshmar escupió. ¡Enemigos ante la ciudad, y el mejor guerrero andaba merodeando por las montañas! El que había creado la ceremonia dé pasarse día y noche haciendo guardia contra él ataque de los Hombres de Casco, ¿y dónde estaba cuando éstos llegaban?
Pero no importaba. Haría frente ala situación sin Harruel.
Blandió la espada.
— Las mujeres y los niños al templo. ¡Cerrad la puerta del santuario una vez dentro! ¡El resto, conmigo! ¡Salaman! ¡Thhrouk! ¡Moarn! — Miró alrededor, preguntándose por qué no había acudido Torlyri. Le resultaba difícil ver a través de la máscara de Nialli. La vista lateral casi quedaba obstruida por las abruptas proyecciones angulares. Pero era una máscara terrorífica —. Torlyri. ¿Alguien ha visto a Torlyri? — Ella podría luchar tan bien como cualquier hombre.
Koshmar recordaba que su compañera había partido para iniciar a Hresh en el arte del entrelazamiento. Sí, pero, al parecer, Hresh estaba en el portal haciendo frente al invasor. Entonces, ¿dónde estaba Torlyri? ¿Y qué hacía Hresh en vanguardia, poniendo en juego su vida irreemplazable. Bien, no había tiempo que perder. Koshmar se volvió hacia Threyne, quien con ojos aterrorizados sostenía a su hijo en brazos. Furiosa, le hizo señas de que se fuera al templo.
— Ve. Escóndete. Si encuentras a Torlyri, dile que me encontrará en el portal del sur. ¡Y que se traiga la espada!
Corrió por la ancha avenida hasta la plaza que se abría en la entrada.
Cuando estuvo a mitad de camino vio a sus guerreros en fila, obstruyendo la avenida de lado a lado. Orbin, Konya, Staip, Lakkamai, Praheurt. El viejo Anijang también estaba con ellos, al igual que Hresh. Miraban al sur, inmóviles como estatuas, tan separados el uno del otro que como fuerza defensiva habrían sido inútiles. Koshmar no comprendía por qué se habían colocado en una formación tan ineficaz.
Luego se fue acercando, y también ella se detuvo apara observar asombrada hacia el portal.
Una fantástica procesión avanzaba lentamente por la avenida en dirección a ellos.
Eran sin duda los Hombres de Casco: treinta, cuarenta, cincuenta de ellos. Tal vez más. Y montaban sobre los animales más extraordinarios que Koshmar había visto nunca, o siquiera imaginado. Eran unas monstruosas bestias corpulentas. Colosales como colinas andantes, el doble de altos que un hombre, o más, y de é largo hacían tres veces su altura. A cada paso que daban, la tierra se sacudía como durante un terremoto. La piel de aquellos animales inmensos, gruesa, arrugada y densamente cubierta de pelos, era de un brillante color escarlata que hería a la vista. Sus cabezas, de alto cráneo, eran largas y estrechas. Las orejas parecían fuentes y las fosas nasales, como cavernas, tenían un ribete negro. Los ojos, feroces y dorados, eran de un tamaño sorprendente. Sus cuatro patas gigantescas, curiosamente dobladas en las rodillas terminaban en unas terroríficas garras curvas que se elevaban hacia atrás casi hasta la altura de sus protuberantes tobillos. En el lomo asomaba un par de gibas altas separadas por una especie de montura natural, lo bastante grande para que en ella viajaran con toda comodidad dos Hombres de Casco.
Pero si las bestias sobre las cuales habían entrado en Vengiboneeza eran espantosas, los Hombres de Casco eran una pura pesadilla.
Todos tenían sus misteriosos ojos de color carmesí como los de aquel espía capturado por Harruel y Konya, y un pelaje tupido y dorado. Cada uno llevaba un enorme casco terrorífico, y no había dos que fueran iguales. Éste era una torre de tres lados, formada por platillos de metal de los cuales asomaban unas púas oscuras; con un dibujo de llamas doradas incrustado en la parte frontal. Aquel otro era un casco abovedado de metal negro con dos ojos metálicos brillantes como espejos situados en las esquinas superiores. Y otro era una desoladora media máscara de canto bajo, sobre la cual había tres placas cuadradas con forma de escudo. Un guerrero llevaba algo que parecía una montaña esmaltada salpicada con polvillo plateado. Otro, un sorprendente cono rojo y amarillo con dos formidables cuernos. Aquél, un casco de oro con un agudo pico y un par de colas verdes que serpenteaban hacia arriba incansablemente. Esos cascos no tenían nada de humano. Parecían provenir de algún mundo oscuro y terrible. Era difícil determinar dónde terminaba el hombre y dónde comenzaba el casco, lo cual les daba un aire más horrendo aún.
Sachkor avanzaba en medio del grupo, montado sobre uno de los animales escarlatas de más tamaño. También le habían dado un casco, más pequeño que los suyos pero igualmente extraño. Tenía unas placas metálicas curvas dispuestas como los pétalos de una flor invertida, y arriba de todo, una gran púa dorada. Su cuerpo delgado parecía perdido sobre el lomo de la gigantesca bestia, pero montaba con serenidad, como adormecido. Su rostro aparecía inexpresivo.