Al final del invierno | Страница 40 | Онлайн-библиотека


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Ella lo miró paralizada.

Torlyri no era una mujer poco inteligente, pero había ciertos campos que prefería no explorar. Nadie lo hacía.

No se especulaba sobre la naturaleza de los dioses. Simplemente acataban sus designios. Es lo que había hecho durante toda su vida, con diligencia y lealtad. Los Cinco gobernaban el mundo. Con los Cinco bastaba.

Y aquí estaba Hresh, sugiriendo ideas que la perturbaban en lo más hondo. Un Creador, pensó. Bien, desde luego, tuvo que haber un comienzo para todas las cosas, ahora que se detenía a pensarlo, pero debía haber ocurrido mucho tiempo atrás. ¿Qué relación podía tener con quienes vivían ahora? Era inútil romperse la cabeza en esas cosas. La idea de que pudiese haber un tiempo en que los Cinco no existieran, de que pudiesen haber cobrado existencia por medio de algún otro, la aturdía hasta el mareo. Si los Cinco habían tenido un Creador, entonces éste debía haber tenido alguno a su vez, que a su vez…

Era un círculo vicioso. La cabeza le daba vueltas.

Y luego estaba el asunto de convertir monos en seres humanos… ¿Qué significaba aquello?

— ¡Ah, Hresh, Hresh, Hresh! — exclamó Torlyri —. Vamos a concentrarnos en el entrelazamiento, Hresh — añadió en voz baja pero firme.

— Si tú quieres…

— No es porque lo quiera, sino porque para eso hemos venido aquí.

— Muy bien — concedió —. Hoy nos entralazaremos, Torlyri.

Sonrió con ternura y cogió las manos de Torlyri entre las suyas. Entonces, ella tuvo la sensación de ser la novicia, y de que él llevaría a cabo el rito. Siempre hallaba inquietante el trato con este niño. Torlyri se mentalizó en que sólo era una criatura, que no tenía más que trece años, que apenas le llegaba al pecho, y que estaban allí para el primer entrelazamiento de Hresh, no de ella.

Siguieron avanzando juntos hasta que llegaron a la galería baja de muros de piedra y de arco ojival que conducía a su diminuta cámara de entrelazamiento. Al cruzar el estrecho pasillo cobró conciencia de una alteración en el olor de Hresh, y supo que estaba ocurriendo otro sutil cambio en la situación. Desde el momento en que entraron en aquel recinto, él había tomado la delantera. Se dio cuenta de que al fin comenzaba a ser consciente de que iba a entrelazarse por primera vez. A su alrededor percibía el olor del miedo. Por mucho que fuera Hresh, el cronista; Hresh, el sabio; seguía siendo sólo un niño, y en ese momento parecía darse cuenta. El acontecimiento estaba cobrando realidad para él.

La cámara de entrelazamiento tenía doce lados, cada uno delimitado por una piedra azul. Los bordes se juntaban en lo alto formando una compleja bóveda medio oculta por las sombras. Era una habitación reducida, que tal vez hubiese sido algún almacén para los ojos-de-zafiro. Sin duda; para ellos tenía que ser muy pequeña. Pero para los propósitos de Torlyri, el lugar era suficiente. Había apilado unas pieles para formar un lecho, y en los nichos de las paredes había colocado algunos objetos sagrados. Los candelabros de moras de luz arrojaban un débil resplandor verde amarillento.

— Échate en el suelo y serénate — le pidió Torlyri —. Yo debo llevar a cabo ciertos ritos.

Fue de nicho en nicho, invocando ante cada uno el nombre de uno de los Cinco. Los amuletos y talismanes sagrados que había en los nichos eran objetos antiguos y familiares que se había llevado del capullo. Ya estaban grasientos y desgastados por el roce de las manos. Para un primer entrelazamiento, era esencial obtener el favor de los dioses: el novicio se abriría de par en par a fuerzas externas, y si los dioses no participaban, bien podían hacerlo otros poderes en su lugar. Torlyri no tenía la menor idea de qué poderes podían ser ésos, pero ponía gran atención en no dejarles el menor resquicio.

Así, se fue moviendo por la habitación, haciendo señales, murmurando oraciones. Pidió a Yissou que protegiera a Hresh de todo mal mientras su alma se hallaba abierta. Invocó a Mueri para que librara al joven de la angustia que parecía atenazar su espíritu, a Friit para que sanara las heridas que sus caóticos descubrimientos pudiesen haberle, causado, y a Emakkis para que le diera fortaleza y resistencia. Se detuvo largo rato ante el altar de Dawinno, ya que sabía que el Destructor era una deidad a la cual Hresh se había consagrado especialmente. Y si Dawinno realmente era el Transformador, como sostenía Hresh, sería bueno invocar su gracia particular para la transformación que iba a tener lugar.

Los nichos habían sido excavados en facetas alternadas de la cámara de doce lados, de manera que en total sumaban seis. Torlyri nunca había encontrado un uso para el último, que permanecía vacío. Pero al acabar el recorrido alrededor de la habitación, se detuvo ante él, y para su sorpresa se encontró invocando a un dios desconocido, a ese misterioso Sexto del cual Hresh le había hablado poco antes.

— Seas quien seas — susurró —, si verdaderamente existes, atiende las palabras de Torlyri. Te pido que cuides de este extraño niño que ha demostrado su devoción por ti, y que le fortalezcas, y que le protejas en cuanto realice sobre este mundo que tú has creado. Es lo que Torlyri desea de ti, en nombre de los Cinco que te pertenecen. Amén.

Y, azorada ante sus propios hechos, se quedó contemplando las vacías sombras del sexto nicho.

Entonces se volvió y se puso de rodillas al lado de Hresh, sobre las pieles. Él la observaba con los ojos abiertos y una mirada penetrante.

— ¿Te has calmado? — preguntó.

— Eso creo.

— ¿No estás seguro?

— Me he serenado, sí.

Torlyri no estaba segura en absoluto. En los ojos del muchacho no descubría esa ensoñación que debía haber asomado. Probablemente no había estudiado la técnica, a pesar de que se la había enseñado y le había encargado que la practicara. Pero tal vez la mente de Hresh pudiera entrar en el entrelazamiento aun sin estar en reposo absoluto. Con Hresh nunca se estaba seguro de nada.

Del nicho de Dawinno había tomado un objeto sagrado: una piedra blanca y suave que en el centro tenía un lazo de gruesa fibra verde. Lo introdujo en la mano derecha de Hresh y cerró los dedos del niño en torno al amuleto. Sería un talismán para enfocar la concentración. Y él ya había tomado en la otra mano el amuleto que había pertenecido a Thaggoran.

— Ésta es la mayor alegría de nuestro pueblo. Es la unión de las almas, que constituye nuestro don especial. El entrelazamiento para nosotros es ocasión de reverencia y respecto. De avidez y deleite — dijo, citando las palabras rituales.

Torlyri sintió que la tensión crecía en su interior.

¡Cuántas veces había llevado a cabo la ceremonia, con tantos miembros de la tribu! Había iniciado casi a la mitad en su primer entrelazamiento, pero jamás había pensado en la posibilidad de unir su alma con alguien como Hresh. Entrar en su mente, dejar que la mente del muchacho se mezclara con la suya… Una inesperada inquietud la invadió. En el último momento, ella misma necesitó serenarse y realizar los sencillos ejercicios que por lo general sólo un novicio necesitaría practicar. Hresh pareció darse cuenta de que Torlyri se encontraba inusualmente inquieta: vio que los ojos del joven la observaban con preocupación, como si una vez más el equilibrio se hubiera alterado y él fuese el maestro que iniciaba a la joven Torlyri.

El momento pasó. Recuperó la calma.

Le abrazó y se tendieron juntos, muy cerca el uno del otro.

— Regocíjate conmigo — le musitó mansamente —. Descansa conmigo.

Los órganos sensitivos se tocaron. Él vaciló — ella lo percibió por la súbita rigidez de los músculos — pero luego logró relajarse y comenzaron a entrelazarse.

Al principio se mostró torpe, como todos, pero al cabo de un instante comenzó a seguir los movimientos, y después todo resultó más fácil. Torlyri sintió el primer cosquilleo de la comunión y supo que no habría dificultad. Hresh estaba entrando en ella. Ella estaba penetrando en Hresh. La unión era inconfundible. Sintió la textura inequívoca de su mente, su color, su música.

Él era más extraño aún de lo que había previsto. Había esperado encontrar una gran soledad en el espíritu del joven, y sí, allí estaba. Pero su alma tenía una profundidad, una riqueza, una plenitud que nunca antes había conocido. El poder de su segunda vista era abrumador, incluso en los primeros estadios del entrelazamiento. Podía percibir una gran fortaleza latente. El poder de su mente era Como el de un río torrentoso que se abalanzara sobre un precipicio titánico. ¿Podría perjudicarla unirse con una mente así?

No. No. Ningún daño podía provenir de Hresh.

— Entrelacémonos — murmuro Torlyri, y se abrió a él de par en par.

11 — EL SUEÑO INTERMINABLE

Después, Hresh se incorporó y permaneció un rato contemplando a Torlyri, que dormía. Sonreía en sueños. Había temido lastimarla al arrollarla con todo el poder de su mente. Pero no: dormiría unos instantes, y luego despertaría.

Encontró sin ayuda el camino de vuelta por la sinuosa rampa. Mejor que Torlyri despertara sin él. Tal vez se sintiera incómoda si al emerger del sueño lo hallaba tendido a su lado, como si fueran compañeros de entrelazamiento. Necesitaría un rato para volver en sí y recuperar el equilibrio. Sabía que la inesperada intensidad de su comunión había causado un fuerte impacto sobre ella.

Para Hresh el primer entrelazamiento había sido un placer y una revelación.

Un placer, sin duda: yacer protegido por el cálido abrazo de Torlyri, sentir aquella alma serena fusionada con la suya, entrar en el extraño y delicioso estado de comunión… Ahora comprendía por fin la razón de que el entrelazamiento se considerara en tan alto grado, un placer más poderoso incluso que la cópula.

Y una revelación también: toda su vida había conocido a Torlyri, pero ahora veía que hasta entonces la había contemplado sólo de modo muy general. Una buena mujer, una mujer amable, una presencia mansa y amada por la tribu… la que celebraba los ritos, hablaba con los dioses, y consolaba a todos los que la necesitaban. Para todos; una especie de madre. Sí. Ésa era Torlyri. Pero ahora Hresh sabía que en ella había otras facetas. Una enorme fortaleza y una sorprendente firmeza de espíritu. Debía haberlo supuesto, teniendo en cuenta su fortaleza física, comparable con la de un guerrero, y en cierto sentido, mayor aún. Esa clase de fortaleza por lo general revelaba una fuerza interior, pero se había dejado engañar hasta tal punto por su dulzura, su calidez, su carácter maternal, que jamás la había percibido.

Pero en Torlyri también había rasgos humanos y cotidianos. No sólo ejecutaba ritos y daba consuelo, sino que era también una persona con sentimientos propios, con miedos, dudas, necesidades, dolores privados. Nunca se le había ocurrido pensarlo. Al entrelazarse con ella había detectado la imperiosidad de su deseo por algún guerrero de la tribu — supuso que Lakkamai, ya que ambos andaban juntos últimamente — y la complejidad de su relación con Koshmar, y algo más: un vacío, un hueco solitario en su interior que guardaba relación con el hecho de no haber engendrado un hijo. Era madre de toda la tribu y, sin embargo, nadie la llamaba «madre». Y eso parecía dolerle, tal vez en un nivel tan profundo que no llegaba a tener conciencia de ello. Hresh lo sabía ahora, y ese conocimiento le había cambiado. Comprendía lo intrincado y difícil que resultaba ser adulto. Había tantos aspectos de la vida que rehusaban a ser clasificados en compartimentos, que seguían merodeando y provocando perturbaciones subterráneas cuando se llegaba a la edad adulta… Tal vez ésa fuera la principal enseñanza que le había dejado su primer entrelazamiento.

Un placer y una revelación. ¿Y quizás algo de desencanto? Sí, también eso. No había sido una experiencia tan sobrecogedora como había esperado. Había sido menos de lo que su visión le había hecho suponer, pero sólo porque poseía la Piedra de los Prodigios. Con el entrelazamiento se podía llegar al alma de una sola persona; con el Barak Dayir, Hresh podía fusionarse con el alma del mundo. Ya en sus primeros inexpertos escarceos con la Piedra de los Prodigios se había elevado por encima de las nubes, atravesado los mares con la mirada, escrutado las épocas anteriores a la caída de las estrellas de la muerte. ¿Qué era el entrelazamiento comparado con eso?

Comprendió que estaba siendo injusto. El Barak Dayir le ofrecía un poder casi incomprensible. El entrelazamiento era algo íntimo, individual, personal. Y, sin embargo, no se interferían entre sí. Si había sentido cierta decepción con el entrelazamiento era sólo porque la Piedra de los Prodigios ya le había enseñado cómo surcar los límites de su propia individualidad. De no haber contado con esta experiencia previa, probablemente el entrelazamiento le habría parecido algo sobrecogedor. Al parecer, la Piedra de los Prodigios le había estropeado esa primera experiencia deslumbradora. Con todo, no tenía razón para tomar el entrelazamiento a la ligera. Se trataba de algo extraordinario. De algo sorprendente.

Quería entrelazarse otra vez en cuanto le fuera posible.

Quería entrelazarse con Taniane.

El pensamiento de tener esa íntima fusión con Taniane se apoderó de su mente con tal fuerza y de un modo tan inesperado que le azotó, como si alguien le hubiese descargado un golpe terrible entre los hombros.

Se le secó la garganta. Se le cortó la respiración. El corazón comenzó a latir desbocado, con el retumbar sordo de un tambor, tan fuerte que temía que los demás pudiesen oírlo.

¡Entrelazarse con Taniane! ¡Qué idea tan sorprendente!

Ella constituía un misterio para Hresh. Desde hacía un tiempo sentía una especie de vínculo con ella, como una atracción. Pero temía que eso le distrajese de su trabajo. Y también temía que le condujese a algo malo.

Ella ya era una mujer, muy hermosa y de inusual inteligencia. Y ambición. Soñaba con ocupar algún día el lugar de Koshmar como cabecilla. Nadie lo dudaba. Cualquiera con un mínimo de sentido común podía darse cuenta, por la envidia con que miraba a Koshmar. A veces Hresh la sorprendía observándolo a distancia, con esa curiosa mirada que muestran las mujeres al contemplar a un hombre que les interesa. Y a veces también él la miraba desde lejos, cuando creía que ella no se daba cuenta. A menudo ella jugueteaba y coqueteaba con él. Le seguía, le pedía que la dejase ir a su lado en las exploraciones, le acosaba con preguntas cuya respuesta parecía ser de la mayor importancia para la joven. Hresh no sabía bien cómo interpretar aquel comportamiento. A veces sospechaba que sólo jugaba con él, y que era Haniman quien en realidad le interesaba.

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