Al final del invierno | Страница 4 | Онлайн-библиотека
— Igual que la mía — repuso Staip con cierto calor —. Pero he oído un terrible grito. Dos veces. Acaso tres. Algo debe de estar sucediendo ahí fuera. ¿Qué os parece? ¿Harruel? ¿Konya?
— Yo no he oído nada — insistió Harruel. Estaba en la Rueda de Dawinno, girando el pesado e inmenso carrete una y otra vez. Konya sostenía las brocas del de Emakkis. Staip había estado cumpliendo con su turno en la escalera de Yissou. Eran los tres guerreros principales de la tribu; hombres fuertes y graves, y ése era el modo en que cada día quemaban las energías sobrantes, en la larga y dulce soledad del capullo.
Staip les contempló con desolación. Descubrió en sus ojos una sombra de burla, y eso le enloqueció. Había estado trabajando en sus ejercicios con tanto ardor como los demás. Si no habían oído los gritos despavoridos que él percibió, no era culpa suya. No tenían derecho a menospreciarle. Sintió que la ira se agazapaba en su interior. El pecho le latía. Qué orgullosos se sentían de su diligente entrenamiento. Le llamaban holgazán, le acusaban de no prestar atención…
Se preguntó si todo era producto de su imaginación o si en verdad hacía unas semanas que los dos venían lanzándole pullas. Habían dicho cosas que él prefirió dejar pasar, pero ahora que lo pensaba comprendía que constantemente le acusaban de ser lento, tonto o perezoso.
En esos días la vida se había complicado. Todos parecían compartir un estado de ánimo diferente: más alertas, más susceptibles, todos se encolerizaban con facilidad. últimamente a Staip le costaba conciliar el sueno y, al parecer, lo mismo les sucedía a los demás. Había más provocaciones. El genio se encendía con facilidad.
Pero aun así… Esos insultos… No tenían derecho…
Su ira se desbordó. Dio un paso hacia ellos, dispuesto a retarlos. Se acercó a Konya, estaba por desafiarlo a una lucha de pies, pero se contuvo. Se dio la vuelta. Konya y él eran contrincantes parejos. No habría satisfacción en luchar con él. Pero sí con Harruel. Con el gigantón y arrogante Harruel, el mejor — de todos… ¡Sí, sí, eso haría! Lo derribaría y todos se darían cuenta de que con Staip no se juega.
— Vamos, vamos — espetó observando a Harruel y balanceándose en la posición conocida como Doble Asalto — ¡Pelea conmigo, Harruel!
Harruel no se inmutó.
— ¿Qué pasa contigo, Staip? — preguntó con calma.
— De sobra sabes qué sucede. Ven. Ahora. Enfréntate conmigo.
— Debemos terminar los ejercicios. A mí me falta la escalera y luego el Huso, y luego una hora de saltos y flexiones…
— ¿Me tienes miedo?
— Debes haberte vuelto loco…
— Me has insultado. Pelea conmigo. Tus ejercicios pueden esperar.
— Los ejercicios son nuestra labor sagrada, Staip. Somos guerreros.
— ¿Guerreros? ¿Para qué guerra te preparas, Harruel? Si te consideras un guerrero, pelea conmigo. ¡Pelea, o por Dawinno que te derribaré, aceptes o no mi reto!
Harruel suspiró.
— Primero los ejércitos, luego podremos pelear.
— Por Dawinno… — repitió Staip con voz turbia.
A sus espaldas se produjo un ruido. Lakkamai entró en la cámara de los guerreros; era un hombre de pelaje oscuro y tupido, de modos austeros y distantes, de conversación — lacónica. En silencio, Lakkamai pasó entre ellos y ocupo su asiento en los Cinco Dioses, el aparato mas penoso de todos los que empleaban para entrenarse. Entonces, como si por primera vez percibiera la tensión que reinaba en la cámara, levantó la mirada.
— ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? — preguntó.
— Dijo que había oído un ruido extraño — respondió Harruel — Como un gemido de dolor, que se repitió dos o tres veces…
— ¿Y por eso vais a pelear?
— Me acusó de ser holgazán — se excusó Staip —. Y no fue el único insulto.
— Muy bien, Staip — se decidió Harruel —. Ven aquí. Si necesitas una paliza, te la daré. Una buena paliza. Ven, y terminemos con esto.
— Imbéciles — soltó Lakkamai en un suspiro, y hundió las manos en los resortes de los Cinco Dioses.
Staip avanzó hacia Harruel otra vez. Luego se detuvo, contrito, preguntándose por qué estaría comportándose así. El frío desdén de Lakkamai había hecho desaparecer toda furia de su inflamado espíritu, como si alguien hubiese perforado un fuelle. Harruel también parecía intrigado. Ambos se miraron, indecisos. Al cabo de un rato, Harruel se volvió, como si nada hubiera ocurrido, para reanudar los ejercicios. Staip se detuvo, preguntándose si debía insistir en su reto después de todo, pero el impulso se había desvanecido. Regresó lentamente a sus tareas. Desde la esquina opuesta del salón le llegaba el jadeo de Konya, que una vez más se afanaba en el Huso.
Durante un largo rato, los cuatro hombres siguieron practicando, sin que ninguno profiriera palabra. Staip sentía en la frente un latido de hosca ira. No sabía bien si en el enfrentamiento con Harruel había salido victorioso o vencido, pero en todo caso no sentía ninguna sensación de triunfo. Para serenarse el ánimo trabajó con triple ferocidad en los aparatos de gimnasia. Había pasado toda la vida entre esas máquinas, entrenando el cuerpo, torneando los músculos, ya que el deber de un guerrero es fortalecerse, a pesar de lo pacífica que era la vida en el capullo. Se decía que llegaría una época en que el Pueblo tendría que abandonar el capullo para internarse en el mundo exterior, y que cuando llegara el momento, los guerreros tendrían que hacer gala de su fortaleza.
Después de un largo rato, Lakkamai dijo, sin que nadie le preguntara nada:
— Ese sonido que oyó Staip fue el Sueñasueños. Se está despertando. Eso se rumorea.
— ¿Qué? — exclamó Konya.
— ¿Lo veis? — saltó Staip —. ¿Lo veis?
Harruel saltó de la Escalera, de Yissoll y se abalanzó atónito, exigiendo saber más. Pero Lakkamai se limitó a encogerse de hombros y a, proseguir con su labor.
Durante toda la jornada, Koshmar permaneció de pie junto a la cuna del Sueñasueños, estudiando el movimiento de sus ojos por debajo de los pálidos y rosados párpados. Se preguntó cuanto tiempo llevaría durmiendo de ese modo… ¿Cien años? ¿Mil años Según la tradición de la tribu, había cerrado los ojos el primer día del Largo Invierno del mundo, y no los volvería a abrir hasta que llegara el final del invierno. según la profecía, el invierno duraría setecientos mil años.
¡Setecientos mil años! Entonces, ¿el Sueñasueños llevaba todo ese tiempo durmiendo?
Eso se decía. Tal vez fuera así.
Y durante todo ese tiempo, mientras dormía, su mente soñadora había vagado por los cielos. Buscando las flameantes estrellas de la muerte, que viajaban rumbo a la Tierra trazando, ríos de luz, y observándolas durante sus prolongadas trayectorias. Se decía también que no dejaría de dormir hasta que la última de esas estrellas terroríficas hubiese caído del cielo, hasta que el mundo volviera a ser cálido y seguro para que los humanos pudieran salir de sus capullos. Ahora había abierto los ojos; aunque solo por un momento, y había intentado hablan ¿Qué otra cosa habría querido hacer, sino anunciar el final del invierno? Ese sonido estrangulado y ahogado sin duda proclamaba el advenimiento de una nueva era. Torlyri lo había escuchado, y también Thaggoran, Hresh y la misma Koshmar. Pero ¿podían confiar en un sonido tan grotesco? ¿Indicaba realmente el final del invierno? Así lo anunciaban las profecías. Estaba la evidencia de los comehielos… y también la extraña inquietud que afligía a la tribu. Y ahora esto ¡Ay! rogó Koshmar. ¡Que así sea! ¡Yissou, que suceda en mi época! ¡Que sea yo quien conduzca al Pueblo hacia la luz del sol!
Koshmar miró a su alrededor con cautela. Estaba prohibido perturbar a Ryyig, el Sueñasueños. Pero muchas cosas prohibidas parecían ahora permisibles. Estaba sola en la cámara. Con suavidad, posó la mano sobre el hombro desnudo del Sueñasueños. ¡Qué extraña resultaba su piel! Como un viejo cuero, terriblemente suave, delicado, vulnerable. Su cuerpo no se parecía al de ninguno de ellos: no tenía pelaje, era una criatura sonrosada, desnuda por completo, con brazos largos y delgados, piernas frágiles y menudas que no podrían haberle llevado a ninguna parte. Y carecía de órgano sensitivo.
— ¿Ryyig? ¿Ryyig? — susurró Koshmar — ¡Abre los ojos una vez más! Dime: ¿qué quieres darnos a entender?
Pareció retorcerse en la cuna, como si le molestara que alguien invadiera su sueño. Arrugó la frente desnuda, y de sus finos labios escapó un ligero silbido. Permanecía con los ojos cerrados.
— ¿Ryyig? Dime: ¿ha concluido la época de las estrellas de la muerte? ¿Volverá a brillar el sol? ¿Podemos salir sin peligro?
Koshmar creyó distinguir que los párpados del Sueñasueños palpitaban. Con osadía, le agitó el hombro. Luego su atrevimiento fue mayor, pues casi llegó a despertarlo por la inercia. Hundió los dedos en la débil carne. Koshmar sintió los frágiles huesos. ¿Se habría atrevido a tanto Thekmur? ¿Y Nialli? Tal vez no. Pero eso no importaba. Koshmar le sacudió una vez más. Ryyig lanzó un gruñido, y volvió el rostro hacia otro lado.
— Intentaste decirlo antes — murmuró Koshmar con invierno ha terminado! ¡Dilo!
De pronto, los tenues y pálidos párpados se alzaron. Se encontró mirando unos ojos extraños y enigmáticos, de un profundo color violeta, velados por sueños y misterios que nunca podría llegar a comprender. El impacto de esos ojos, tan cercanos, fue abrumador. Koshmar tuvo que retroceder unos pasos, pero se recuperó rápidamente.
— ¡Venid! — exclamó — ¡Venid todos! ¡Está despertando otra vez! ¡Venid! ¡Deprisa!
La figura frágil y delgada que yacía en la cuna parecía estar esforzándose de nuevo por sentarse. Koshmar deslizó el brazo por detrás de la espalda del hombre y le ayudó a incorporarse. La cabeza se le bamboleó, como si fuera demasiado pesada para el cuello. Una vez más, dejó escapar ese sonido entrecortado. Koshmar se inclinó para acercar el oído a su boca. El Pueblo llegaba por ambos lados del recinto, y se apiñaba alrededor de ella. Vio a Minbain, y a la pequeña Cheysz, y al joven guerrero Salaman. Harruel irrumpió, grandilocuente, apartando a los demás a un lado, y contemplando con ojos inflamados al Sueñasueños.
Y Ryyig habló:
— El… invierno…
La voz sonaba débil, pero las palabras eran inconfundibles.
— El… invierno…
— …ha concluido — le urgió Koshmar — ¡Sí, sí! ¡Dilo!!Dilo! ¿Qué esperas? ¡El invierno ha concluido!
Y por tercera vez:
— El… invierno…
Los delgados labios se esforzaron convulsivamente. Los músculos se retorcieron sobre las mandíbulas enjutas. El cuerpo de Ryyig se bamboleó contra su brazo; los hombros sufrían extrañas convulsiones. Los ojos perdieron el brillo y la mirada.
— ¿Ha muerto? — preguntó Harruel —. Creo que sí. ¡El Sueñasueños ha muerto!
— Sólo se ha vuelto a dormir — afirmó Torlyri.
Koshmar sacudió la cabeza. Harruel tenía razón. Ryyig ya no estaba con vida. Acercó su rostro al de él. Le tocó las mejillas, el brazo, la mano. Muerto, sí. Frío, inerte, muerto. Sin duda, eso significaba el fin de una era, el comienzo de otra. Koshmar depositó el cuerpo inerte sobre la cuna y se volvió triunfal a su pueblo. El pecho le palpitaba con exaltación. El momento había llegado. ¡Sí, y había acontecido durante el gobierno de Kohsmar, como tanto había orado para que sucediera!
— ¡Ya lo habéis oído! — proclamó — ¿A qué esperáis? nos ha dicho. ¡El invierno ha terminado! Todos nos marcharemos del capullo. Partiremos de esta montaña. Que los hediondos comehielos se queden con ella, si eso es lo que desean. Vamos, comencemos a recoger nuestras pertenencias. ¡Debemos prepararnos para la travesía! ¡Éste es el día de nuestra partida!
Torlyri intervino con suavidad:
— Todo lo que le hemos oído ha sido: «el invierno». Sólo eso, Koshmar.
Koshmar la miró, atónita. Ahora estaba segura de que era un momento de grandes cambios, pues por segunda vez en el día la amable Torlyri se había pronunciado en oposición a la voluntad de su compañera de entrelazamiento. Contuvo la ira, pues amaba tiernamente a Torlyri…
— Habéis oído mal. Su voz sonaba muy débil, pero no me cabe la menor duda sobre sus palabras. ¿Qué dices Thaggoran? ¿No es el momento de partir?
¿Y tú?
¿Y tú?
Paseó la mirada con gravedad por el recinto. Nadie osaba enfrentarse a sus pupilas.
— Entonces, todos estáis de acuerdo — concluyó. El invierno ha terminado. No caerán más estrellas. Vamos, es el momento. La época de sombras ha terminado y por la gracia de Yissou y de Dawinno, los humanos reclamaremos nuestro mundo.
Sacudió su órgano sensitivo, grueso y poderoso, de lado a lado en señal de autoridad. Con sus movimientos furiosos desafiaba a todo aquel que quisiera oponerse a sus palabras. Y nadie lo hizo. Koshmar vio que Hresh la miraba fijamente, con los ojos relucientes por la excitación. Estaba decidido. Había llegado la hora. Tendría que consultar a Thaggoran acerca de los procedimientos necesarios, que suponía llevarían tiempo y esfuerzo. Pero todos los preparativos para el éxodo, la serie de rituales y ceremonias y lo que hiciera falta, se iniciarían lo antes posible. Y el pueblo del capullo de Koshmar emergería para tomar posesión del mundo.
Del nicho donde se guardaban las piedraluces, Thaggoran cogió las cinco más antiguas, conocidas como Vingir, Nilmir, Dralmir, Hrongnir y Thungvir, y las situó en el esquema pentagramado del altar. Eran las más sagradas, las más eficaces. Tocó cada piedra, de una en una, creando entre ellas el vínculo que producía la adivinación. Las superficies negras y brillantes como un espejo refulgían con fuerza bajo los racimos de moras de luz que alumbraban el habitáculo. La luz de las moras era muy difusa, pero así y todo el fulgor resultaba intenso. Como si las mismas piedraluces irradiaran un fuego frío y poderoso al contactar con la débil iluminación exterior.
Thaggoran había comenzado a resignarse a la idea de que ninguna nueva piedraluz se sumaría a la colección, a pesar del sueño tres veces repetido que le vaticinaba que daría con ella. Pero en la maraña de profundas cavernas sólo había encontrado comehielos, no piedraluces, Y no consideraba que aquél fuera el momento de proseguir la búsqueda.