Al final del invierno | Страница 36 | Онлайн-библиотека
— Dame la mano — le indicó.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Vamos a entrar. Dame la mano, Taniane.
Le miró con curiosidad y posó la mano sobre la del muchacho. La Piedra de los Prodigios había acentuado sus sentidos hasta tal punto que la palma de Taniane le quemaba como fuego sobre la piel, y apenas pudo tolerar le intensidad del contacto. Pero halló el modo de resistirlo y con un leve tirón la condujo hacia el remolino de luz más cercano, que cedió ante su proximidad. Hresh atravesó la pared sin dificultad, arrastrando a Taniane detrás de él.
En el interior bahía un espacio inmenso y vacío, iluminado por una luz tenue y espectral que procedía de todas partes sin foco aparente. Bien podían hallarse en una caverna tan ancha como medio mundo, tan alta como media montaña.
— ¡Oh!, por los ojos de Yissou — murmuró Taniane —. ¿Dónde estamos?
— En un templo, creo.
— ¿De quién?
— De ellos — señaló Hresh.
Por el aire, livianos como motas de polvo, los seres humanos iban y venían. Parecían emerger de las paredes, y viajaban por los confines superiores de la inmensa habitación en grupos de dos o tres, enfrascados en su conversación, para desaparecer por el otro lado. No daban señales de percibir la presencia de Taniane y de Hresh.
— ¡Sueñasueños! — murmuró ella —. ¿Son reales?
— Probablemente sean visiones de otros tiempos, de cuando la ciudad estaba viva.
Seguía aferrando el Barak Dayir en la mano. Lo deslizó en el estuche y dejó caer el envoltorio en el morral. Al instante, las figuras fantasmales desaparecieron y se encontraron ante cuatro simples paredes de piedra que brillaban opacas bajo la débil luz espectral que ellas mismas despedían.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Taniane —. ¿Adónde se han ido?
— Lo que nos permitía verlos era la Piedra de los Prodigios. En realidad no estaban aquí, sólo eran imágenes. Resplandecían a través de los milenios…
— No lo comprendo.
— Tampoco yo — suspiró Hresh.
Dio un par de pasos cautelosos, se acercó al muro, al sitio por donde habían entrado, y pasó la mano por la piedra. Era extremadamente sólida, débilmente tibia, como el mismo Barak Dayir. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. En la gran sala no había nada. Nada en absoluto: ni imágenes derruidas, ni tronos derribados,, ni rastro de sus ocupantes.
— Me siento extraña aquí — murmuró Taniane —. Marchémonos.
— De acuerdo.
Se apartó de ella y extrajo de nuevo la Piedra de los Prodigios, sin molestarse esta vez en ocultarla. La joven la miró e hizo la señal de Yissou. En cuanto la tocó, las paredes comenzaron a arder de luz nuevamente, y se restauró la inquietante procesión de seres humanos aéreos. Vio que Taniane los contemplaba extasiada, conteniendo la respiración.
— Sueñasueños… — repitió —. Son como él. Como Ryyig. ¿Quiénes son?
Hresh no respondió.
— Creo que lo sé — aventuró Taniane.
— ¿De verdad?
— Es una idea absurda, Hresh.
— Entonces, no me la digas.
— Pues dime lo que crees tú.
— No estoy seguro — respondió Hresh —. No estoy seguro de nada.
— Estás pensando lo mismo que yo. Tengo miedo, Hresh.
Vio cómo se le erizaba el pelaje, cómo asomaban los senos estremecidos. Deseó tener el valor de atraerla y abrazarla.
— Ven — le dijo —. Ya hemos permanecido aquí lo suficiente.
La tomó de la mano y la condujo a través de la salida que había en la pared. Cuando estuvieron fuera miraron atrás, se miraron luego el uno al otro, sin pronunciar palabra. Nunca había visto a Taniane tan conmocionada. Y en su propia imaginación seguía flotando sobre él aquella extraña procesión de sueñasueños misteriosos, mágicos, hechiceros, diciéndole una vez más lo que no deseaba oír.
Volvieron en silencio por el camino resbaladizo y desigual. Ido se dijeron nada durante todo el trayecto hasta el asentamiento.
Mientras se acercaban, oyeron gritos airados, exclamaciones en voz alta, chillidos burlones de los monos de la jungla. Habían ocupado el lugar, se balanceaban por docenas y colgaban de los tejados.
— ¿Qué sucede? — preguntó Hresh, al ver a Boldirinthe corriendo con la espada en mano.
— ¿Acaso no lo ves?
Weiawala, que venía tras ella, se detuvo a explicárselo. Los monos habían llegado para lanzarles unos nidos frágiles de cierta clase de insectos. Cuando chocaban contra el suelo, las colmenas se partían y liberaban enjambres de unos bichos molestos, brillantes y de largas patas, rojos, con un aguijón que penetraba muy hondo en la piel. Al picar, dejaban un escozor ardiente como una brasa al rojo vivo, y no había forma de arrancar los aguijones, si no se hacía con un cuchillo. Monos e insectos habían invadido el asentamiento. Los primeros chillaban y reían en lo alto, y de vez en cuando arrojaban otro nido. Toda la tribu se afanaba por alejarlos y cercar a las criaturas urticantes.
El asentamiento no volvió a estar en calma hasta al cabo de varias horas. Para entonces, a nadie parecía importarle dónde había estado o qué había hecho Hresh. Más tarde vio a Taniane sentada sola, con la mirada perdida en la distancia. Cuando Haniman se acercó para decirle algo, ella le detuvo con un gesto de enfado y se marchó de la habitación.
En lo alto de la ladera del Monte Primavera había una cresta dentada donde Harruel solía situarse para hacer guardia sobre Vengiboneeza. Pendía como una terraza sobre la ladera montañosa. Al mirar desde allí, veía un tramo por el cual deberían pasar los invasores al descender de la cima. Y desde esa atalaya también dominaba la ciudad entera, que se extendía a sus pies como un mapa de ella misma.
Allí solía pasar horas enteras, aun bajo la lluvia, encaramado en la horquilla de un enorme árbol de tronco lustroso y hojas rojizas triangulares. Últimamente había vuelto a andar solo por las montañas. Sus reclutas, sus soldados, se habían convertido en un fastidio, pues advertía la impaciencia que los consumía, su falta de convicción en el supuesto ataque enemigo.
Ahora solían acosarle pensamientos oscuros. Se sentía atrapado en una especie de sueño en el cual nadie podía moverse. Los meses y los años iban transcurriendo, y él permanecía confinado en esta vieja ciudad en ruinas tal como antaño lo había estado en el capullo. En cierta forma, en el capullo no le había importado que cada día fuera exactamente como el anterior. Pero allí, donde el mundo entero se extendía a su alcance, Harruel se sentía consumido por la impaciencia. Había llegado a la convicción de que estaba destinado a grandes empresas. Pero ¿cuándo comenzaría a lograrlas? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
Durante el largo período de lluvias, estos pensamientos habían ido socavándolo hasta que se convirtieron en una urgencia intolerable. Pasaba días enteros en la horquilla del árbol, mojado, furioso. Miraba con el ceño fruncido el asentamiento que se extendía a sus pies y rumiaba su desprecio por la gente de la tribu, mediocre y apocada. Miraba con el ceño fruncido la montaña que se erigía sobre él, y desafiaba a esos invasores que se obstinaban en no aparecer. Se convirtió en un hombre duro y violento. El cuerpo le dolía y la mente le palpitaba. De vez en cuando descendía y cogía frutas de los árboles cercanos. Más de una vez atrapó algún animal pequeño con las manos desnudas, y después de matarlo lo devoraba crudo.
Una noche permaneció acuclillado en su árbol hora tras hora, a pesar de que la lluvia torrencial no daba señales de amainar. ¿Para qué volver a casa? Minbain estaba ocupada con el pequeño. No mostraba el menor interés en copular. Y al menos la lluvia mitigaba su ira.
Por la mañana, la luz del sol le azotó como un golpe en la boca. Harruel parpadeó entumecido, abrió los ojos y se sentó, preguntándose dónde estaba. Luego recordó que había pasado la noche sobre el árbol.
Por un alarmante momento le pareció distinguir cascos de rayos dorados a la izquierda, a lo largo del borde dentado del risco. ¿Por fin se había iniciado la invasión? No. No. Sólo era la luz de la mañana, baja sobre el horizonte, reverberando sobre las mínimas gotas de rocío que había sobre cada hoja.
Se arrojó al suelo y se encaminó renqueando hacia la ciudad en busca de algo para comer.
Cuando estaba a mitad de la ladera, vislumbró una figura. Al principio pensó que se trataría de Sachkor o de Salaman, que venían a buscarlo ahora que la lluvia había cesado. Pero no: era una mujer. Una doncella. Alta y delgada, con el pelaje de un negro inusualmente profundo. Después de un instante, Harruel la reconoció: era Kreun, la amada de Sachkor, hija de la vieja Thalippa. Le hacía señas, le llamaba.
— ¡Busco a Sachkor! ¿Está contigo?
Harruel la contempló sin responder. Muchos años atrás, había copulado con Thalippa en una ocasión. Por entonces Thalippa era una mujer muy fogosa. Después de tanto tiempo, el recuerdo asomó desde las profundidades de su mente. Le había arañado con las uñas, esa Thalippa. Recordó su olor fuerte, dulce y embriagante.
¡Qué sorprendente, recordarlo después de tantos años! Desde entonces había transcurrido casi la mitad de su vida.
— Nadie sabe dónde está — continuó Kreun —. Ayer por la mañana estuvo aquí y luego desapareció. Fui al edificio de los jóvenes, pero no estaba allí. Salaman sugirió que podía estar contigo, aquí en las montañas.
Harruel se encogió de hombros. En otro momento eso le hubiese llamado la atención. Pero ahora un hechizo extraño se había apoderado de él.
— Ha pasado tanto tiempo, Thalippa…
— ¿Qué?
— Ven aquí. Acércate. Déjame mirarte, Thalippa.
— Soy Kreun. Thalippa es mi madre.
— ¿Kreun? — dijo como si fuera la primera vez que oía ese nombre —. Ah, sí. Kreun.
Sintió que un calor ardiente se encendía entre sus piernas. Un dolor terrible le adormeció. Días y días en ese árbol y ahora una noche entera, sentado bajo la lluvia. Y todo por esa gente imbécil, por ese pueblo estúpido e incauto. Protegiendo a los demás de un enemigo en el cual se negaban a creer. Y mientras su vida transcurría ociosamente, el mundo entero le aguardaba.
— ¿Te pasa algo, Harruel? Pareces extraño…
— Thalippa…
— ¡No, soy Kreun! — Y esta vez comenzó a retroceder, atemorizada.
Sachkor tenía motivos para estar hablando continuamente de ella. Kreun era muy hermosa. Las largas piernas esbeltas, el pelaje suave y tupido, los ojos verdes y brillantes, que ahora refulgían de miedo. Qué extraño que nunca se hubiera fijado en la belleza de Kreun. Pero, desde luego, era joven, y nadie prestaba atención a las niñas hasta que llegaban a la edad del entrelazamiento. Era un primor. Minbain era cálida y buena, y afectuosa. Pero su belleza había desaparecido hacía mucho tiempo. Kreun comenzaba a florecer.
— Espera — gritó Harruel.
Kreun se detuvo, recelosa, con el ceño fruncido. Él se acercó hacia ella, tambaleándose por el sendero. Y al ver que se acercaba, la joven contuvo un grito y trató de escapar, pero él la atrapó con el órgano sensitivo y la aferró del cuello. Sintió que la joven se estremecía y eso aumentó su frenesí. La atrajo hacia él con facilidad, la cogió por los hombros y la arrojó al suelo, húmedo, boca abajo.
— No… por favor… — gritó.
Trató de escabullirse, pero poco podía hacer contra él. Harruel se abalanzó sobre ella y la cogió de los brazos por detrás. Ya no podía soportar el calor que le ardía entre las piernas. En lo más profundo de su mente, una voz serena insistía en que su comportamiento no era correcto, en que una mujer no podía ser poseída contra su voluntad, en que los dioses exigirían un castigo por semejante conducta. Pero a Harruel le fue imposible luchar contra la furia contra la ira, contra la urgencia que le había sobrecogido. Oprimió los muslos contra las caderas suaves y tupidas y se lanzó dentro de la niña. Kreun dejó escapar un grito de dolor y de horror.
— Estoy en mi derecho — repetía Harruel, una y otra vez, mientras se movía contra ella —. Soy el rey. Estoy en mi derecho.
10 — EL RÍO Y EL PRECIPICIO
— De modo que el asunto es con Lakkamai.
Ya hacía tres días que había terminado la época de lluvias. Koshmar y Torlyri estaban juntas en la casa que compartían. Era de noche, acababan de cenar. La tribu se había reunido para presenciar la ceremonia que acostumbraban a ofrecer al Dador a mitad de invierno: todos, menos Sachkor, quien había desaparecido misteriosamente. Cada día partía un grupo en su búsqueda.
Torlyri había estado tendida y se irguió bruscamente. Koshmar nunca antes había visto en el rostro de su compañera una expresión semejante: temor, y una especie de culpa avergonzada, mezclada con una nota de desafío.
— ¿Lo sabes? — preguntó.
Koshmar rió con sequedad.
— ¿Y quién no? ¿Crees que soy tonta, Torlyri? Hace semanas que andáis embobados. Tú hablando de él cada dos segundos, cuando antes podía pasar más de un año sin que lo mencionaras.
Torlyri bajó la vista, avergonzada.
— ¿Estás molesta conmigo, Koshmar?
— ¿Crees que me he enfadado? ¿Porque tú estés feliz? — Pero en realidad Koshmar estaba más apenada que lo que hubiese imaginado. Hacía ya mucho tiempo que preveía este desenlace, se había dicho que cuando llegara el momento debía ser fuerte. Pero ahora que se enfrentaba a la situación, era como un inmenso peso en su corazón. Después de un instante, dijo:
— ¿Has estado copulando con él?
— Sí — contestó con voz apenas audible.
— Solías hacerlo tiempo atrás, cuando éramos niñas. Creo que con Samnibolon. Samnibolon, el de Minbain, ¿verdad?
Torlyri asintió.
— Y con uno o dos más, sí. Pero yo era muy joven. De eso hace ya mucho tiempo.
— ¿Y te produce placer?
— Ahora sí — respondió Torlyri con suavidad —. Las otras veces, antes, no encontraba nada en ello. Pero ahora sí.
— ¿Un gran placer?
— A veces — admitió Torlyri con culpa, secamente.
— Me alegro mucho por ti — declaró Koshmar, con voz alta y tensa —. Nunca le he encontrado sentido a la cópula, ya sabes. Pero dicen que tiene sus compensaciones.
— Tal vez haya que hacerlo con la persona adecuada.
Koshmar rió amargamente.
— Para mí no existe la persona adecuada, y tú lo sabes. Si fueras un hombre, Torlyri, creo que lo haría contigo sin pensarlo dos veces. Pero tú y yo tenemos el entrelazamiento, y eso es suficiente para mí. Una cabecilla no necesita aparearse.