Al final del invierno | Страница 31 | Онлайн-библиотека


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Consideró la posibilidad de valerse de la segunda vista para llamar la atención de Haniman. Usar este sentido sobre un miembro de la tribu violando así el santuario de su mente estaba prohibido. Pero ¿debía pudrirse allí, en la oscuridad, por no violar las costumbres?

Así que envió hacia arriba los tentáculos de su percepción. Alguien estaba allí, sí. Sentía vida, sentía calor. Haniman. ¡Dormido! ¡Que Dawinno se lo llevara! ¡Se había dormido!

Le dio un azote mental. Por encima de su cabeza se produjo un estremecimiento. Haniman murmuraba y mascullaba. Hresh tuvo la sensación de que Haniman se retorcía en sueños, que tal vez se frotaba el rostro con la mano como tratando de apartar alguna imagen violenta, Volvió a sacudirle, esta vez más fuerte. ¡Haniman! ¡Imbécil, despierta! Y más fuerte. Ahora Haniman estaba despierto. Sí, sentado, con los ojos abiertos. Hresh vio la habitación de arriba a través de los ojos de Haniman. Permanecer en la mente de otro era una experiencia extraña. Hresh era consciente de que debería apartarse. Pero se quedó un rato más, por pura curiosidad. Sentía la mente de Haniman a su alrededor como una segunda piel. Tocaba las pequeñas ambiciones, apetitos e iras de Haniman. Descubría en parte qué debía haber significado crecer siendo el gordo y el lento entre una tribu de gente ágil y delgada. Hresh sintió una inesperada oleada de compasión. Esto era casi como entrelazarse, y en cierto sentido resultaba más intenso, más íntimo. Su enfado con Haniman no desapareció, pero ahora era como estar enojado consigo mismo. Era una irritación teñida de diversión y condescendencia.

Entonces, la mente de Haniman se sacudió, irritada, empujando a Hresh a un lado. El pequeño se apartó rápidamente, temblando ante el impacto de haber perdido el contacto.

— ¿Hresh? ¿Eres tú?

La voz de Haniman flotó hacia abajo, débil, vaga, rodeada de ecos.

— ¡Sí! ¡Súbeme!, ¿quieres?

— ¿Por qué no me has llamado?

— Hace diez minutos que te estoy gritando. ¿Estabas durmiendo?

— ¿Durmiendo? — llegó la voz desde arriba. Pero Hresh no supo reconocer si era Haniman que repetía sus palabras o el eco de su propia voz que rebotaba por la cúpula de la caverna.

Un instante más tarde la losa emitió su murmullo plañidero y familiar. Hresh se apresuró a trepar y la piedra inicio la ascensión. No se movió. El dolor de la fatiga le agarrotaba los miembros.

Emergió al nivel superior. Haniman estaba de pie, al lado de la piedra, con los brazos cruzados, mirándolo con desaprobación.

— No me importa que seas el cronista — le amenazó —. Si vuelves a tocarme así otra vez, te arrojo de cabeza al mar.

— Tenía que llamarte la atención de alguna manera. Te gritaba y no me respondías.

— Tal vez no me llamabas lo bastante fuerte.

— Pues sí bastó para hacer que se desprendieran piedras del techo de la caverna.

Haniman se encogió de hombros.

— Yo no oí nada.

— Estabas durmiendo.

— ¿De verdad? ¿Cómo es posible, si no has estado allí más de dos minutos?

Hresh le miró atónito.

— ¿Hablas en serio?

— ¡Dos minutos, no más! Bajaste, me eché a descansar, y acaso haya cerrado los ojos un momento. Y a continuación sentí que estabas conmigo, hurgándome la mente de ese modo impúdico y… — Haniman se detuvo de golpe. Caminó hacia Hresh y le observó de cerca —. ¡Yissou! ¿Qué te ha pasado ahí abajo?

— ¿A qué te refieres?

— Pareces cien años más viejo. Tus ojos tienen algo extraño. Todo el rostro… es distinto. Como si te hubieran vaciado por dentro.

— He tenido una visión — dijo Hresh. Se tocó el rostro, preguntándose si habría sufrido alguna transformación como la que sostenía Haniman, si no estaría tan viejo como Thaggoran. Pero su rostro le pareció el de siempre. Cualquiera que fuera la transformación de la que hablaba Haniman, debía haberse producido en su interior.

— ¿Qué has visto?

Hresh vaciló.

— Cosas — respondió —. Cosas extrañas. Cosas perturbadoras.

— ¿Qué tipo de cosas?

— No importa. Salgamos de este sitio.

Durante el viaje de vuelta al asentamiento le asaltó un profundo cansancio. A menudo tuvo que detenerse a descansar, y en una ocasión sintió una oleada de náuseas que lo obligó a inclinarse detrás de una columna rota para vomitar en una arcada interminable. Durante el resto del trayecto se sintió débil y viejo, y viajó a la zaga de Haniman. Luego tuvo vergüenza al ver que éste debía regresar a por él. Su joven vitalidad sólo regresó junto con sus fuerzas cuando llegaron al asentamiento. Entonces comenzó a moverse más deprisa, a hacer menos pausas, aunque Haniman debía volverse una y otra vez para hacer señas impacientes.

Hresh sabía que estaría mucho tiempo sopesando los conocimientos que había obtenido en la caverna de la plaza de las treinta y seis torres. La risa burlona del ojos-de-zafiro artificial ante la puerta del sur se henchía en su alma casi hasta colmar el mundo.

Monito. Monito. Monito.

Le resultaba imposible aliviar su espíritu de esa amarga burla. Y, sin embargo, también había encontrado la clave para llegar hasta la Vengiboneeza perdida. Un gran triunfo y una estruendosa derrota en un mismo paquete. Sorprendente. Resolvió seguir su propia intuición hasta que lograra una comprensión más profunda sobre la cuestión. Pero ahora los tesoros de Vengiboneeza yacían abiertos ante él. Al menos eso debía comunicárselo a Koshmar… En la puerta de la morada de la cabecilla se topó con Torlyri. — ¿Dónde está Koshmar? a mujer de las ofrendas señaló la casa. Dentro.

— ¡Tengo algo que comunicarle! ¡Cosas maravillosas!

Está ocupada en este momento — advirtió Torlyri. Tendrás que esperar un rato.

— ¿Aguardar? ¿Aguardar? — Era como un balde de agua fría en pleno rostro — ¿De qué hablas? ¡He visto el Gran Mundo, Torlyri! ¡Lo he visto con vida, tal como fue en su tiempo! ¡Y ahora sé dónde está oculto todo lo que hemos venido a buscar, en Vengiboneeza! — El súbito entusiasmo le hizo perder la fatiga y la confusión ¡Escucha! ¡Ve ante ella y dile que postergue lo que esté haciendo! ¡Que me deje pasar! ¿Lo harás? ¿Has comprendido? ¿Qué la tiene tan ocupada, de todas formas?

— Hay un extranjero con ella — respondió Torlyri.

Hresh la miró, sin comprender al principio.

— ¿Un extranjero?

— Un explorador de una tribu extraña, según parece.

Como de costumbre, Hresh se llevó la mano al amuleto de Thaggoran, que llevaba al cuello. ¡Un extranjero! Abrió la boca.

— ¿Quién? ¿Quién?

— En realidad, era un espía. Harruel y Konya lo atraparon merodeando por el Monte Primavera hace un rato. — Torlyri sonrió y posó las manos sobre él —. ¡Oh, Hresh, sé que ardes en deseos de contarle tus descubrimientos! Pero ¿podrás esperar un poco más? Esto también es importante. Es un hombre verdadero, de otra tribu, Hresh. Es algo enorme. Ella no puede ocuparse de más de una cosa importante a la vez. Nadie puede. ¿Lo comprendes, Hresh?

Koshmar estaba de pie, erguida frente al pellejo oscuro del zorro-rata que pendía como un trofeo de la pared de su habitación. Tenía los anchos hombros echados hacia atrás, su rostro irradiaba determinación. Harruel estaba a su izquierda. Konya a la derecha, ambos armados y dispuestos a protegerla, pero ella sabía que en esa situación las espadas de nada servían. Se estaba librando un desafío que sólo la inteligencia podía zanjar. Era algo que había previsto desde la época de la Partida; pero ahora que finalmente se producía, no estaba nada segura de cuál sería el mejor modo de actuar.

Ahora necesitaba al viejo Thaggoran más que nunca. ¡Otra tribu! Era de esperar, pero con todo resultaba increíble. Durante toda su historia, el Pueblo había creído que era el único del mundo, y en esencia así había sido. Y ahora… ahora…

Miró al espía a través de la habitación.

Ofrecía un aspecto formidable. En él había algo extraño y sobrecogedor. Tenía el rostro enjuto; los pómulos altos desembocaban en un largo y. estrecho mentón; los ojos, muy separados, mostraban un color que Koshmar jamás había visto: un rojo de un sorprendente fulgor, como el sol del ocaso. El pelaje era dorado, largo y lustroso, muy distinto al de cualquier miembro de la tribu. Aunque esbelto y gracioso, tenía un notable aire de fortaleza y resistencia, como un alambre delgado imposible de romper. Tenía las piernas casi tan largas como Harruel, si bien parecía mucho menos corpulento. Y en la cabeza llevaba un curioso casco que le hacía parecer incluso más alto que él.

El casco en cuestión era un objeto de pesadilla. Un alto cono de un material negro parecido al cuero, con una visera que descendía casi hasta la frente del extranjero por delante y un disco de borde encrestado que le rodeaba la nuca hacia atrás. Por detrás de la parte superior del casco se levantaba un círculo de metal dorado del cual asomaban como espadas cinco largos rayos de metal. Y por delante, sobre la frente del extraño, la siniestra imagen de un enorme insecto dorado, con cuatro alas desplegadas y unos gigantescos ojos tallados en piedra roja, refulgiendo con brillo feroz.

A primera vista, el hombre parecía un monstruo erecto, con cabeza terrorífica y espantosa. Sólo al mirarlo detenidamente se advertía que el casco era algo artificial, un adminículo sujeto al cuello por un grueso cordel marrón.

Konya y Harruel habían dado con él mientras cazaban al pie de las colinas. Estaba acampado en una cueva no muy por encima de la última hilera de mansiones en ruinas, y al parecer ya llevaba allí varios días, tal vez casi una semana, a juzgar por los huesos de los animales que había sacrificado y asado, dispersos por el lugar. Cuando lo hallaron estaba sentado serenamente, con el casco puesto, contemplando la ciudad. Apenas les vio, se puso en pie de un salto y se internó en el bosque de la ladera a paso raudo. Le siguieron, mas no fue una persecución fácil.

— Corre como esos animales que tienen un cuerno rojo sobre la nariz — observó Harruel.

— Como un bailacuernos, sí — puntualizó Konya.

Varias veces le perdieron entre la vegetación salvaje, pero el destello de los rayos dorados sobre el casco siempre le descubría a lo lejos. Al fin le atraparon en un cañón sin salida. Aunque llevaba una lanza de maravillosa factura y parecía capaz de usarla, no ofreció resistencia. Se rindió al instante sin luchar y sin decir palabra alguna. En realidad, todavía no había abierto la boca. Sostenía la mirada de Koshmar con serenidad, sin temor, y persistía en su silencio ante todos los intentos que ella hacía por interrogarle.

— Mi nombre es Koshmar — comenzó —. Soy la cabecilla de esta tribu. Dime tu nombre y quién es tu cabecilla.

Como esto sólo produjo como respuesta una mirada imperturbable, le ordenó que hablara en nombre de los dioses. Invocó en vano a Dawinno, a Friit, a Emakkís y a Mueri. Le pareció que el nombre de Yissou suscitaba cierta respuesta en él, un mínimo movimiento de los labios, pero siguió sin decir palabra.

— ¡Habla, maldito seas! — aulló Harruel, avanzando hacia él con aire iracundo — ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? — Blandió la espada ante el rostro del extranjero —. ¡Habla o te desollaré vivo!

— No — le interrumpió Koshmar ásperamente —. No pienso tratar con él de ese modo. — Empujó a Harruel hacia atrás y dijo al extraño con voz tenue —: No vamos a hacerte daño. Te lo prometo. De nuevo te pido que nos confíes tu nombre y el de tu pueblo, y entonces te daremos comida y bebida, y te acogeremos entre nosotros.

Pero el extranjero se mostró tan indiferente a la diplomacia de Koshmar como ante la amenaza de Harruel. Siguió mirando a Koshmar como si estuviera diciendo tonterías.

Ella se golpeó el pecho tres veces.

— Koshmar — dijo con voz clara y audible. Señaló a los dos guerreros y continuó —: Harruel, Konya. Koshmar, Harruel, Konya. — Acto seguido señaló al extraño del casco y le lanzó una mirada inquisidora — Te hemos confiado nuestros nombres. Ahora dinos el tuyo.

El Hombre de Casco se obstinó en su silencio.

— No vamos a estar así todo el día — dijo Harruel disgustado —. ¡Dámelo, Koshmar, y te prometo que en cinco minutos conseguiré que hable!

— No.

— Necesitamos saber por qué está aquí, Koshmar. Supón que es el espía de un ejército que aguarda afuera de la ciudad y planea acabar con nosotros para tomar Vengiboneeza.

— Gracias — replicó Koshmar con acidez —. Es una idea que no se me había ocurrido.

— Bueno, ¿y si lo fuera? Casi seguro que nos traerá problemas. Tenemos que averiguarlo. Y si no nos dice nada, tendremos que matarle.

— ¿Eso crees, Harruel?

— Ahora que ha estado aquí, que lo ha visto todo y sabe lo escasas que son nuestras fuerzas, no podemos permitirle que regrese con su pueblo para darles toda la información.

Koshmar asintió. Esto le había parecido evidente desde el principio, aunque sólo un bruto como Harruel lo hubiera mencionado delante del extraño. Bien, tal vez tuvieran que matarle. La idea no la atraía, pero le matarla sin vacilar si estaba en juego la seguridad de la tribu.

Miles de pensamientos opuestos hostigaban su mente. ¡Extraños! ¡Otra tribu! ¡Una cabecilla rival!

Eso significaba enemigos, conflictos, guerra, muerte.

¿O no? ¿Acaso serían amistosos? A pesar de lo que pensaba Harruel, el conflicto no era algo inevitable. Aunque se asentaran en la ciudad, Vengiboneeza era lo bastante grande para una segunda tribu, sin duda, y podían establecer relaciones amistosas con el Pueblo. Pero se preguntó cómo resultaría eso de ser amigos de una especie distinta… Los dos términos parecían contradictorios: «amigos» y «ajenos a nuestra especie». Diferentes creencias, dioses extraños, costumbres desconocidas…

¿Cómo podía haber otros dioses? Yissou, Dawinno, Emakkís, Friit, Mueri: ésos eran los dioses. Si esta gente tenía dioses distintos, ¿qué sentido tenía el mundo? ¿Y se formarían parejas entre miembros de ambas tribus? ¿Dónde vivirían los hijos? ¿En la tribu de la madre, o en la del padre? ¿O una tribu crecería a expensas de la otra?

Koshmar cerró los ojos un instante, y respiró hondo. Se encontró deseando que sólo fuera un sueño.

Este hombre procedía de un lugar donde debía haber muchos otros como él. Un ejército de extranjeros asentados al otro lado de las montañas. Era muy probable que en aquel momento hubiera por todo el mundo otras tribus que realizaban su Partida a medida que el aire se iba caldeando. Durante toda su vida sólo había conocido un mundo de sesenta personas. Casi le resultaba imposible aceptar que en el exterior pudieran existir seis mil seres desconocidos, todos clamando por un sitio bajo el sol. Pero la realidad bien podría ser ésa.

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