Al final del invierno | Страница 28 | Онлайн-библиотека


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Quería que él la tranquilizara. Él era su cronista, su báculo de sabiduría. ¿Qué podía decirle? No sabía más de tormentas y de vientos que cualquier otro. Había crecido en el capullo, donde no soplaban los vientos. Quizá Thaggoran podría haber leído los portentos e informado a Koshmar la verdadera situación. Thaggoran, versado en las tradiciones de las crónicas, podía enfrentarse a casi cualquier situación. Pero Thaggoran había sido anciano y sabio. Hresh era joven y sagaz, lo cual no significaba lo mismo. Tiene que haber alguna forma de saberlo, le había dicho Koshmar.

En efecto. El Barak Dayir se lo diría. Pero durante las semanas que siguieron a la primera ocasión en que se armó de coraje para extraer la piedra del estuche y posar sobre ella su órgano sensitivo, había procedido con inusual cautela, extendiendo su conocimiento sobre ella en sesiones de pocos minutos. Había aprendido a infundirle vida, a librar el poderoso torrente de su música, a permitir que la fuerza se aproximara a los límites de su mente. Pero no se había atrevido a más. Era fácil comprender cómo podía devorarlo la Piedra de los Prodigios, como podía sumergir su mente bajo el torrente de su poder incomprensible. Una vez perdido en esa corriente, bien podía no haber retorno. Así, se había obligado a resistir lo irresistible, Mantenía la mente alerta, ágil, defensiva; daba un rápido salto atrás cada vez que la armonía del Barak Dayir se tornaba demasiado tentadora y atrayente. Cada vez que tomaba la piedra, iba un poco más lejos, pero se cuidaba de no permitir que el objeto poseyera su espíritu como creía que era capaz de hacer. Por lo tanto, sabía que aún estaba lejos de dominar ese instrumento misterioso.

Esta tormenta es un castigo de los dioses por mi cobardía y pereza, pensó. Y si la tormenta hace que Koshmar monte en cólera, los dioses la empujarán a dirigir su ira hacia mí. Es hora de actuar.

— Consultaré la Piedra de los Prodigios, Koshmar. Ella me dirá el significado de esta tormenta — prometió.

— Sí. Eso es lo que esperaba que hicieras.

Se dirigió a toda prisa a la torre hexagonal, que ahora era su templo sagrado, y se introdujo en la cámara donde guardaba el cofre de las crónicas y donde solía pasar casi todas las noches, ya que se sentía fuera de lugar en el dormitorio donde vivían los demás jóvenes sin pareja. Sin vacilar, extrajo la Piedra de los Prodigios del estuche. Por encima de su cabeza estalló un trueno terrorífico.

Posó el órgano sensitivo sobre la piedra y rápidamente aplicó la segunda vista sobre ella. La demora sólo podía significar el fracaso. De inmediato oyó la extraña e intensa música que había experimentado antes en una docena de ocasiones. Pero esta vez sabía que no podía vacilar y se abrió a la música de un modo distinto. Dejó que ésta lo poseyera., Se convirtió en la música misma.

El era una columna de sonido puro que se erigía sin resistencia hacia el techo del mundo.

Se alzó por encima de la tormenta. Ascendió sobre Vengiboneeza como un dios. La ciudad parecía un modelo de sí misma en miniatura. Las elevadas montañas que protegían la ciudad semejaban meros riscos. El gran mar del oeste de la ciudad no era más que un charco agitado por los vientos, medio oculto tras los remolinos de nubarrones negros que se apiñaban en sus tobillos. En el extremo opuesto vio tierras, y más allá un mar aún mayor. Un mar brillante que se extendía tan inmenso alrededor de la curva del mundo que ni siquiera el, a pesar de su actual tamaño, lograba divisar su costa distante.

Vio el sol. Vio el cielo, azul y radiante por encima de la tormenta. Miró hacia el este, donde yacía el gran río y el viejo capullo, y descubrió que allí el aire permanecía claro y que la tibieza de la Nueva Primavera seguía intacta.

No había de qué temer. El Barak Dayir le había dicho cuanto necesitaba saber. Ahora podía descender y darle la buena nueva a Koshmar.

Pero permaneció más de lo necesario. El esplendor de su ascensión no era algo a lo que pudiera renunciar con facilidad. La música que constituía su nuevo yo atronaba por el mundo majestuosamente, cerniéndose sobre los mares y la tierra, sobre montañas y valles, con terrible magnificencia. Miró hacia la luna y tendió hacia ella un tentáculo de música con la misma facilidad con que en la vida normal podía alargar la mano hacia una fruta madura que pendiera de la rama más baja. Sabía que le resultaría fácil rodear de música la luna y moverla por su curso, o acercarla a la Tierra, o estrellarla por completo. No podía pasarla por alto y arrojarse a las profundidades del vacío para nadar entre las estrellas jamás había imaginado un poder semejante. La piedra podía convertirle en un dios.

Entonces comprendió por qué el viejo Thaggoran había temido a la Piedra de los Prodigios y por qué le había advertido del peligro. No era que la piedra pudiese herir a quien la usara. Pero su fuerza era tal que podía destruir todo juicio y quien la empleara, en la ceguera de su divinidad prestada, tal vez terminara por hacerse daño a sí mismo. El peligro estaba en excederse.

Con un esfuerzo mayor a cualquier otro que hubiese hecho en toda su vida, Hresh se replegó sobre sí mismo. Descendió hasta su cuerpo, renunció a su mente divina. Se hundió en su propio ser hasta que reposó, sudoroso y exhausto, sobre el suelo de piedra de la cámara, temblando aturdido.

Después de un rato se recuperó y guardó la piedra en el estuche. La guardó en el lugar que le correspondía y cerró el cofre con más cuidado que de costumbre. La lluvia seguía cayendo con fuerza, tal vez con mayor intensidad que antes, aunque ahora le parecía menos turbulenta. Era un torrente obstinado e insidioso, pero no una fuerza desencadenada. El cielo seguía oscuro, pero en ciertos puntos le pareció ver que la negrura se debilitaba.

Sin reparar en la lluvia, regresó a la morada de Koshmar. Allí estaba Torlyri, y las dos se acurrucaban como bestias atemorizadas. Hresh jamás las había visto en este estado: los ojos abiertos, los dientes castañeteando, el vello erizado. Al verle entrar intentaron recuperar la compostura, pero el terror seguía siendo evidente.

Con voz apagada, Koshmar preguntó:

— ¿Es el fin del mundo?

Hresh se quedó mirándola.

— ¿De qué hablas?

— Pensé que el cielo se partiría en dos. Creí que los rayos incendiarían las montañas.

— Y los truenos… — continuó Torlyri —. Eran como un inmenso tambor. Creí que me quedaría sorda.

— No he oído nada — dijo Hresh —. No he visto nada. Estaba ocupado en el templo, buscando las respuestas que me pediste.

¿No has oído nada? — se extrañó Torlyri —. ¿Nada? — Seguían temblando. Al parecer había sido un auténtico cataclismo. No podían comprender que él no hubiera advertido lo que estaba sucediendo.

— Tal vez la piedra me protegió de los sonidos de la tormenta — dijo.

Pero sabía que eso sólo era parte de la verdad, una parte muy pequeña. La tremenda catástrofe que acababa de ocurrir había sido el resultado de sus propios actos. Él había causado el gran trueno y los rayos terribles, mientras usaba — y tal vez abusaba — de la Piedra de los Prodigios. Desde luego, desde las alturas no había oído los sonidos de la tormenta, puesto que él había formado parte de los sonidos de la tormenta.

Sin embargo, no sería bueno que lo supieran.

— Tengo la respuesta que querías, Koshmar. La Piedra de los Prodigios me ha señalado los límites de la tormenta. Al este y al oeste todo está claro, y las tierras vecinas siguen con clima templado y bueno. No regresa el Largo Invierno, ni ha caído ninguna estrella de la muerte. Es sólo una tormenta, Koshmar, una tormenta terrible, pero no durará mucho tiempo más. No hay de que temer.

Y, en efecto, al cabo de unas horas los vientos amainaron, la lluvia menguó, y por entre la negrura que los cubría asomaron fragmentos de Cielo azul.

8 — UNA SOLA COSA IMPORTANTE A LA VEZ

Después de la tormenta, el tiempo en Vengiboneeza se tornó aún más cálido que antes. Sobre las colinas que enmarcaban la ciudad brotaron flores de muchas especies distintas en una explosión de color, y los árboles crecieron tan deprisa que casi se veían las yemas asomando como dedos. El aire era tibio, denso y colmado de aromas; como si esos tres días de cielos negros y vientos aullantes hubieran sido las secuelas convulsivas y finales del Largo Invierno, como si la Nueva Primavera se hubiese instalado de verdad y para siempre.

Pero Koshmar estaba preocupada, y su angustia se agravaba de día en día.

En un sector en ruinas de la ciudad había hallado un rincón íntimo, al cual llamaba su capilla y que mantenía en secreto. Su reserva era tal que ni siquiera Torlyri sabía de él. Allí iba cuando se sentía inquieta y necesitaba el consejo especial de los dioses o de las antiguas cabecillas. Era el equivalente de su piedra negra en el muro de la cámara central del capullo.

Al principio, la capilla sólo había significado para ella una diversión, una especie de distracción en la cual se refugiaba a intervalos muy espaciados y que olvidaba durante semanas. Pero últimamente Koshmar se sentía impelida a acudir casi todos los días. Salía a hurtadillas durante las primeras horas de la mañana o avanzada la noche. A veces lo hacía en mitad del día, en vez de realizar sus habituales sesiones judiciales que constituían su costumbre de cabecilla.

Para llegar hasta la capilla, Koshmar caminaba un trecho hacia el este, en dirección a las montañas, y luego hacia el norte, pasando una formidable torre negra que algún antiguo terremoto había reducido a escombros. Luego descendía cinco tramos de unas escalinatas enormes que conducían a una plaza circular con el suelo de mármol rosado. Al otro lado de la plaza se alineaban cinco arcos intactos y seis derruidos, cada uno de los cuales debía de haber sido la entrada a una de las once habitaciones de algún importante edificio ceremonial en los días del Gran Mundo. Ahora estaban vacías, pero todas salvo dos o tres seguían luciendo ricas tallas bañadas en oro, extrañas y hermosas, de figuras con cuerpos que parecían casi humanos y rostros de soles, dé animales con aspecto fantasmal y estilizados miembros, de guirnaldas de plantas de largo tallo que no pertenecían a la Tierra. Unas puertas giratorias conducían a estas cámaras.

Accidentalmente, Koshmar había descubierto cómo abrir las puertas, y había escogido la cámara del centro como capilla. En ella había levantado un pequeño altar alrededor del cual dispuso objetos de importancia ritual o valor sentimental. Allí se postraba en secreta soledad; hablaba con los dioses… o más frecuentemente con Thekmur, su predecesora en el cargo.

Esta vez se arrodilló, hizo un ramo de flores secas y lo encendió. El fragante humo ascendió hasta Thekmur. Koshmar lucía la máscara de marfil de una cabecilla anterior, Sismoil, plana y lustrosa, con unas mínimas rendijas para poder ver.

— ¿Cuánto tiempo ha de pasar — preguntó a la cabecilla muerta — antes de que descubramos por qué estamos aquí? Ahora tú habitas con los dioses. ¡Oh, Thekmur! Revélame qué nos deparan los dioses. Y qué me deparan a mí, oh Thekmur.

Casi podía ver el alma de Thekmur flotando en el aire ante ella. Cada vez que se acercaba a la capilla, Thekmur adquiría más solidez. Llegaría el momento, deseaba Koshmar, en que la aparición de Thekmur fuese tan real y tangible como su propio brazo.

Thekmur había sido una mujer menuda y maciza, muy fuerte de cuerpo y mente, de pelaje grisáceo y ojos acerados que observaban con aire sereno e imperturbable. Había amado a muchos hombres y también a muchas mujeres, y había gobernado la tribu con silenciosa eficiencia hasta el día de su muerte, momento en que se marchó por la puerta del capullo sin un solo gesto. A veces Koshmar creía ser sólo un pálido reflejo de Thekmur, una pobre sustituta de la cabecilla difunta, aunque estos momentos de pesimismo no eran frecuentes.

— Los dioses no me hablarán a mí — dijo a Thekmur —. Envío al joven Hresh para que, averigüe cosas y no encuentra nada. Y ahora que ha hallado algo, no ha servido de nada. Y hubo una terrible tormenta, y durante la tormenta el cielo se quebró y los rayos sembraron el pánico. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué estamos aguardando aquí? Respóndeme, oh, Thekmur… Respóndeme sólo esta vez.

El humo ascendió en forma de volutas, y la débil imagen de Thekmur se arremolinó en la oscuridad. Pero Thekmur no habló; o si lo hizo, Koshmar no logró oír sus palabras.

Durante los últimos meses, Koshmar había comenzado a notar que se estaba hundiendo en una gris desesperación, o en algo muy parecido.

Allí, en Vengiboneeza, la vida había perdido el ímpetu inicial. Todo parecía inmóvil. Y la felicidad que había sentido en la primera época, cuando organizó la nueva vida en la ciudad, se había esfumado por completo.

En el capullo era lógico que todo siguiera siempre igual, sin cambios, estático. Nadie se lo cuestionaba. Uno crecía, hacía lo que le ordenaban, observaba los mandamientos divinos, y sabía que cuando llegara el momento uno moriría y otro ocuparía su lugar. Pero a la vez comprendía que de forma inevitable, desde el comienzo hasta el fin, la vida quedaría contenida dentro de las pétreas paredes del capullo, y que su existencia no sería muy distinta de la que habían llevado sus abuelos, o los abuelos de sus abuelos, miles de miles de años atrás. El objetivo de uno era perpetuar sólo la vida del Pueblo, ser un eslabón en la gran cadena de eones que se extendía desde la época del Gran Mundo hasta la ansiada llegada de la Nueva Primavera. Uno no esperaba poder ver por sí mismo la Nueva Primavera. Uno no pensaba que alguna vez llegaría a vivir fuera del capullo.

Pero ahora — a pesar de algunas dudas momentáneas — la Nueva Primavera había llegado. El mundo se abría como una flor y la tribu se había internado en él. Pero el primer paso predestinado de la Partida era la residencia en Vengiboneeza. Y hasta ahora la estancia no había producido más que inquietud, intranquilidad, desaliento. Incluso se había puesto en duda su identidad de seres humanos, gracias a esos mentirosos y despreciables artefactos que los ojos-de-zafiro habían dejado en el portal. Y aun cuando Koshmar estaba segura de que cuanto habían afirmado los tres extraños guardianes eran meras tonterías, sospechaba que para algunos la pregunta seguía sin respuesta, provocando una angustiosa duda en sus almas.

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