Al final del invierno | Страница 25 | Онлайн-библиотека


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¿Orbin? Era corpulento y fuerte, y a pesar de su fuerza parecía gentil. Pero resultaba aburrido y lento de mollera. Se cansaría enseguida de él. Además, sin ninguna duda estaba interesado en la pequeña Bonlai, aunque ella era dos o tres años menor. Bonlai era la clase de chica sana y sin complicaciones que preferiría a alguien como Orbin. Y el paciente y sereno Orbin no tendría problemas, consideró Taniane, en aguardar a que Bonlai creciera.

Eso dejaba sólo a Haniman, el otro joven de su grupo. La idea de aparearse con Haniman le resultaba extraña. Poco tiempo atrás había sido una criatura torpe, lenta, rechoncha, siempre a la zaga del resto. Durante los días del capullo era imposible suponer que alguien quisiera aparearse con Haniman, o siquiera entrelazarse con él, o hacer nada a su lado. Pero en él había algo agradable, o al menos carente de peligros, que la había acercado a su compañía. Ahora había cambiado mucho. Seguía siendo algo lento y torpe. Siempre se le caían las cosas de las manos, pero era fuerte y había perdido las redondeces de la niñez. En él no había nada de fascinante, como en Hresh. Pero suponía que era aceptable. Y tal vez fuera la única opción que le quedaba.

Formaré pareja con Haniman, se dijo, tratando de ver sí la idea le resultaba agradable. Taniane y Haniman. Haniman y Taniane. ¡Vaya, los nombres tenían sonidos similares! Armonizaban. Taniane y Haniman. Haniman y Taniane.

Y sin embargo… Sin embargo…

No podía decidirse. Ser pareja de Haniman sólo porque no tenía opción… Haniman, el lento; Haniman, el rezagado; siempre el último en ser elegido para los juegos. Por mucho que hubiera cambiado, para ella siempre seguiría siendo el mismo Haniman. Un niño aceptable como amigo, pero no como compañero. No. No.

Acaso algún día conocieran a otra tribu, tal como Hresh siempre había predicho. Y en esa tribu quizás encontrara su compañero, puesto que no podía quedarse con Hresh.

O acaso renunciaría a formar pareja. Siempre cabía esta posibilidad. Torlyri no tenía pareja. Koshmar no tenía pareja. No era imprescindible aparearse. Koshmar era una líder magnífica, pensó Taniane, aunque a veces parecía extraviada, dura, de alma superficial.

En la vida de Koshmar no había sitio para un compañero: lo que más se acercaba a ello era la relación que mantenía con Torlyri, y se trataba de entrelazamiento, no de aparcamiento. Pero ella era la cabecilla. La costumbre indicaba que la cabecilla no copulaba. o acaso fuera una costumbre establecida por ley. Y en el caso de Koshmar, acatada por preferencia.

Era triste pensar que jamás tendría un compañero. Pero si ése era el precio por ser cabecilla, tal vez no fuera excesivo.

— ¿La cabecilla nunca tiene un compañero? — preguntó Taniane a Torlyri.

— Tal vez tiempo atrás las cosas fueron distintas — contestó Torlyri —. Podrías preguntárselo a Hresh. Pero sin duda yo nunca he oído hablar de una cabecilla que lo hubiese tenido.

— ¿Es la ley, o sólo una costumbre?

Torlyri sonrió.

— Hay muy poca diferencia. Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Crees que Koshmar tendría que buscar un compañero?

— ¿Koshmar? — Taniane se echó a reír. La idea de que Koshmar tuviese un compañero le parecía absurda —. ¡No, desde luego que no!

— Bueno, eso has preguntado…

— Hablaba en sentido general. Ahora que tantas de nuestras costumbres han cambiado, me preguntaba si eso también sería distinto. Actualmente casi todos buscan pareja, no sólo los progenitores. Tal vez llegue la época en que también lo hagan las cabecillas.

— Es muy probable — respondió Torlyri — Pero no creo que sea el caso de Koshmar.

— ¿Te importaría que Koshmar encontrara un compañero?

— Somos compañeras de entrelazamiento. Si — ella se apareara, eso no cambiaría nada. o si lo hiciera yo. Al margen de esa circunstancia, el vínculo del entrelazamiento siempre permanece con toda su fuerza. Pero no sería propio de Koshmar entregarse a un hombre.

— No, desde luego. — Taniane hizo una pausa —. ¿Y tu, Torlyri?

Torlyri sonrió.

— Confieso que últimamente me he estado haciendo esa misma pregunta.

— La mujer de las ofrendas es otro miembro que por costumbre jamás se ha apareado, ¿me equivoco? Como la cabecilla. Como el cronista. Pero ahora todo cambia muy de prisa. La mujer de las ofrendas podría tener su compañero. E incluso el cronista.

Los ojos de Torlyri brillaban con tierna diversión.

— Incluso el cronista, sí, también él. Eso te agradaría, ¿verdad?

Taniane apartó la mirada.

— Hablaba en términos generales.

— Discúlpame. Creía que debías tener alguna razón en particular.

— No. ¡No! ¿Crees que aceptaría a Hresh, aunque me lo pidiera? Ese niño extraño, que mete las narices en sitios polvorientos todo el día, y que ya no dirige la palabra a nadie?

— Hresh es distinto, sí. Pero también lo eres tú, Taniane.

— ¿Yo? — preguntó, sorprendida —. ¿En qué?

— Lo eres. Eso es todo. En mi opinión escondes mas que lo que todos suponen.

— ¿Eso crees? ¿De verdad? — Consideró la idea. ¿Yo? ¿Distinta? Taniane se sintió henchida de vanidad. Sabía que resultaba pueril y tonto reaccionar con un placer tan evidente, pero nunca antes la habían alabado así, y que Torlyri le dijera eso ¡Torlyri!

Impulsivamente abrazó a la mujer. Se estrecharon con emoción durante un instante. Luego Taniane la soltó y se apartó.

— Oh, Torlyri, espero que encuentres el compañero que deseas, si ésa es la decisión que has tomado.

— ¡Oye, espera un momento! — exclamó Torlyri, riendo — ¿Cuándo he dicho que había tomado esa decisión? Sólo he dicho que empezaba a preguntarme si eso no sería lo mejor para mí. Nada más.

— Deberías encontrar un compañero — manifestó Taniane — Todos deberían hacerlo. También la cabecilla. No Koshmar, sino la próxima. También el cronista. En esta Nueva Primavera nadie tendría que quedar solo. ¿No opinas lo mismo, Torlyri? ¡Todo cambia! ¡Todo debe cambiar!

— Sí — comentó Torlyri —. Todo cambia.

Más tarde, Taniane se preguntó si no habría sido excesivamente abierta, demasiado ingenua. Lo que se le decía a Torlyri bien podía ir a parar a oídos de Koshmar. Y eso no le agradaba a Taniane.

Se encogió de hombros y se llevó las manos al cuerpo. Las deslizó por la cintura suave y firme, y por los pequeños senos turgentes que asomaban en su pelaje lustroso y rojizo. Su cuerpo crecía y dolía. Su mente bullía en una horda de preguntas sin respuesta. El tiempo las respondería todas, pensó. Ahora necesitaba aprender el arte de esperar.

7 — LOS SONIDOS DE LA TORMENTA

Despierto o en sueños, la plaza con las tres docenas de torres azules de Emakkis Boldirinthe jamás se apartaba de los pensamientos de Hresh. A menudo despertaba sudoroso y temblando, con la escena de una Vengiboneeza activa, agitándose y brillando de nuevo en su alma: el mercado atestado, los seres de los Seis Pueblos mezclándose unos con otros.

Pero habían de transcurrir varias semanas antes de que se permitiera regresar. Sabía que no estaba preparado y se contuvo con todas sus fuerzas.

La ansiedad y la curiosidad lo carcomían como gusanos voraces. Pero no fue a las torres. Le resultaba difícil abstenerse, pero no fue. En cambio, se dirigía a cualquier otra parte, iba por nuevos caminos y atajos a través de la ciudad. Encontró una terraza de estanques radiantes, trémulos Y tibios. Halló una formación de obeliscos de piedra, altos y esbeltos, dispuestos en forma de diamante alrededor de un hoyo, rodeado de ónix, de una oscuridad mayúscula, Arrojó un guijarro al hoyo, y la piedra cayó largo rato sin tocar fondo. En la zona de Dawinno Weiawala encontró un edificio sombrío, imponente, de piedra verde negruzca y dimensiones gigantescas, al cual llamó la Ciudadela. Era distinto de todos los demás edificios de la ciudad y se erigía solo sobre una alta ladera cubierta de praderas, dominando Vengiboneeza como un guardián. Era mucho más largo que alto. Los muros carecían de todo ornamento salvo por diez inmensas columnas, que corrían a lo largo de sus dos prolongados flancos para sostener el techo de pendientes abruptas. Carecía de puertas y ventanas, lo cual lo convertía en una estructura ciega e inabordable que sólo miraba al interior. Su función no sólo le era desconocida sino, aparentemente, imposible de averiguar, aunque resultaba evidente que debía haber tenido su importancia. Hresh no logró hallar la forma de entrar allí, sí bien lo intentó repetidas veces. Ese tipo de descubrimientos no le conducían a nada provechoso.

— ¿Por qué no has regresado aún a la caverna? — preguntó Taniane, quien sabía de ella por Haniman.

— Aún no estoy preparado — respondió Hresh —. Primero he de saber controlar el Barak Dayir. — Y le lanzó una mirada que dio la conversación por concluida.

Ése era el problema: el Barak Dayir. Sin él no tenía sentido regresar, ya que estaba convencido de que sólo con el dominio de la Piedra de los Prodigios podría resolver el enigma de la máquina de visiones que había en la gruta por debajo de la torre. Pero la Piedra de los Prodigios lo intranquilizaba — ¡a él, a Hresh, el de las preguntas! — como muy pocas otras cosas. En realidad, jamás la había visto. Al igual que el resto del Pueblo, la conocía por su reputación, sabía que el cronista guardaba cierto instrumento fabuloso hecho de materia estelar que poseía propiedades extraordinarias, pero que podía quitar la vida a todo aquel que lo empleara incorrectamente. Thaggoran había dicho que era la clave para llegar a los más altos niveles de comprensión. Pero se había cuidado bien de no permitir que Hresh la utilizara, a pesar de que no se mostraba tan celoso cuando se trataba de guardar otros tesoros de su arte. El mismo Thaggoran le había comentado con frecuencia sus peligros, diciendo que no se atrevía a utilizarla a menudo. Desde que había tomado el cargo de cronista, Hresh no se había decidido a contemplarla siquiera. Incapaz de encontrar en las crónicas nada que lo guiara en su uso correcto, prefería dejarla de lado. Cuando se trataba del Barak Dayir, su curiosidad natural cedía ante el temor a una muerte prematura. A morir antes de haber aprendido todo lo que deseaba.

Ahora, por fin, Hresh cogió por primera vez el estuche de terciopelo del cofre de las crónicas y lo sostuvo con cuidado en ambas manos. Era pequeño. Cabía en la palma de una mano, y transmitía una débil calidez.

Materia estelar, decían. ¿Qué significaría eso?

Hasta el día de la Partida no había visto una sola estrella en su vida. Sólo entonces conoció esos mágicos puntos de luz brillante que ardían en la oscuridad. Thaggoran le había explicado que eran esferas de fuego. Si estuvieran más cerca de nosotros, despedirían el mismo calor que el sol. ¿Sería la Piedra de los Prodigios un trozo de estrella?

Pero las estrellas que despedían luz no eran las únicas que había en el cielo, Hresh lo sabía. También había estrellas de la muerte: esos objetos terribles y oscuros que se habían abalanzado contra la Tierra para producir el Largo Invierno. Ésas no estaban hechas de fuego; eran esferas de hielo y roca. Eso decían las crónicas. Hresh sopesó el estuche que contenía el Barak Dayir. ¿Había allí un fragmento de una estrella de la muerte? Trató de imaginar la furiosa trayectoria de la estrella a toda velocidad, el atronador impacto contra la Tierra, las nubes de polvo y humo que se elevaban hasta ocultar la luz del sol y provocar ese frío mortal. ¿Esto? ¿Esta cosilla que tenía en la mano sería un fragmento de esa calamidad monstruosa?

Las crónicas también decían que alrededor de las estrellas distantes de los cielos giraban mundos, tal como este mundo donde vivía el Pueblo giraba en torno a su sol. Esos otros mundos tenían habitantes de muchas especies. Tal vez, aventuró Hresh, la piedra había sido construida en un mundo de alguna de esas otras estrellas. La tocó a través del estuche y dejó que ese otro mundo penetrara en su mente: un cielo amarillo, turbulentos ríos de color púrpura, un sol rojo humeando durante el día, seis lunas cristalinas pendiendo en la bóveda nocturna.

Conjeturas. Simples conjeturas. Avanzaba a tientas entre la oscuridad. En las crónicas había información de todo tipo, pero nada que pudiera ayudarle en esta tarea.

Hizo las Cinco Señales. Invocó a Yissou, y luego a Dawinno, quien siempre había mostrado especial predilección por él. Entonces, lentamente, con temor, respiró hondo y extrajo el Barak Dayir del estuche, pensando que bien podría estar cogiendo entre las manos la misma muerte. Le sorprendió su serenidad.

Si moría, pues bien, moriría. Una voz retumbaba y repicaba en su mente, y le decía que debía hacerlo de todos modos, que era una obligación para con su tribu y para consigo mismo arriesgarse a conocer los misterios de ese objeto, a cualquier precio.

El Barak Dayir tenía un aspecto agradable, pero no parecía nada extraordinario. Era un fragmento de piedra pulida, más largo que ancho, de color castaño con motas púrpuras, afilado en un extremo. Parecía muy suave. Daba la impresión que el mínimo roce podría destruirlo. Y, sin embargo, era duro en extremo. De no haber sido tan hermoso, bien podría haberse dicho que se trataba de una punta de flecha. A lo largo de los bordes se delineaba una vertiginosa red de trazos intrincadamente tallados, y que trazaban un dibujo tan fino que le era imposible distinguirlo, a pesar de su penetrante vista.

Lo sostuvo un rato en la mano izquierda, y luego en la derecha. Era cálido, pero no tanto como para resultar desagradable. En él había algo benigno. Por lo menos no parecía estar dispuesto a acabar con él. El temor comenzó a ceder poco a poco, pero siguió contemplándolo con respeto.

¿Qué hacer con él ¿Cómo hacer que obedeciera?

Acercó el oído, pensando que tal vez pudiera oír una voz en el interior, pero no percibió sonido alguno. Lo oprimió con ambas manos sin lograr ningún resultado, y lo apoyó con firmeza contra el pecho. Le habló, le dijo su nombre y le explicó que era el sucesor de Thaggoran como cronista. Nada de esto produjo la menor respuesta. Entonces, por fin, se decidió por lo más evidente, lo que había evitado desde el principio: enroscó el órgano sensitivo alrededor de la piedra y proyectó su segunda vista.

Esta vez oyó una música distante, extraña, una música que no era terrenal y que no procedía de la piedra sino que flotaba a su alrededor. La música penetró en su alma y la colmo por completo, devorándolo, intoxicándolo. Sintió un escozor caliente en la base de la lengua y notó el pelaje más liviano, como si comenzara a flotar alrededor, a dispersarse en torno a él como niebla. Las sensaciones eran tan intensas que tuvo miedo. Hresh se apresuró a soltar la Piedra de los Prodigios y la música cesó. Volvió a posar el órgano sensitivo sobre ella y los sonidos regresaron. Pero sólo pudo resistirlo un instante. De nuevo interrumpió el contacto. Estas historias sobre el poder del Barak Dayir no eran un cuento. El objeto guardaba gran magia y poder.

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