Al final del invierno | Страница 22 | Онлайн-библиотека
Cada día traía un nuevo motivo de incomodidad. Abundaban los insectos ponzoñosos de diversas clases, diminutos, insidiosos, molestos. Había unas pequeñas lagartijas venenosas que canturreaban sonidos suaves y sibilantes. Había aves con alas membranosas y alargadas, y picos celestes y delicados, que oteaban desde los árboles más altos y bombardeaban a todo el que pasaba por debajo con un escupitajo pegajoso y brillante que dejaba ronchas dolorosas allí donde caía.
Con todo, la ciudad no era un sitio desagradable para vivir. Algunos opinaban que la vida allí era casi tan buena como en el capullo. Otros declaraban que vivir en Vengiboneeza, a pesar de sus pequeñas molestias y la extrañeza propia de la existencia bajo el terror del cielo abierto, era preferible a los viejos días en la acogedora madriguera que los tenía encerrados en el seno de la montaña.
Un día, durante la quinta semana de su estancia en Vengiboneeza, Koshmar llamó a Hresh y le dijo:
— Mañana, al amanecer, tú y Konya empezaréis a explorar la ciudad.
— ¿Konya? ¿Por qué Konya?
— ¿Esperabas salir solo? No podemos arriesgarnos a perderte, Hresh…
Eso le enloqueció. Había supuesto que cuando Koshmar finalmente le enviara a recorrer Vengiboneeza, podría moverse por su propia cuenta, tener sus propios pensamientos y meter las narices donde le viniera en gana, sin tener que vérselas con ningún gigantón impaciente a quien hubieran encargado que velara por él. Discutió, pero fue en vano. Koshmar alegó que el pueblo de los ojos-de-zafiro podía haber colmado la ciudad de trampas mortales, o que tal vez las zonas alejadas estuvieran ocupadas por los monos chillones, o por alguna nueva especie de insecto dañino, o reptil venenoso. Él era demasiado valioso para la tribu. Koshmar no quería correr riesgos. Uno de los guerreros iría con éL Eso, le dijo, o bien se quedaría en el asentamiento y dejaría que hombres más fuertes y de mayor edad realizaran la exploración.
Hresh tenía suficiente sensatez para saber cuándo podía oponerse a una orden de Koshmar y cuándo era más, sabio acceder a sus deseos. No comentó más el tema.
Por la mañana, el día era claro y templado, con una niebla baja que desaparecía rápidamente.
— ¿Por dónde piensas ir? — preguntó Konya, mientras aguardaba de pie en la plaza, frente a la gran torre.
Hresh no tenía ningún plan. Pero escudriñó a izquierda y derecha con toda la seriedad de que fue capaz, como en profunda reflexión, y luego señaló con el índice hacia delante, en dirección a una amplia e impresionante avenida que parecía conducir a uno de los Principales sectores de la ciudad.
— Por allí — indicó.
Al comienzo, Konya avanzó por delante de él, plantando los pies con fuerza sobre el suelo para ver si era tierra firme, espiando detrás de puertas y por callejones en busca de enemigos ocultos, golpeando los flancos de los edificios con el puño de la espada para cerciorarse de que no fueran a derrumbarse cuando Hresh y él pasaran por delante. Pero al cabo de un rato, cuando estuvieron seguros de que no había bestias al acecho, de que las calles no se abrirían bajo sus pies y de que los edificios no se desmoronarían, Hresh comenzó a llevar la delantera, dirigiéndose por donde la curiosidad le indicaba, a lo cual Konya no planteó objeción.
Para Hresh fue como entrar en un mundo encantado. La excitación lo embriagaba y sus ojos bailaban con tanto frenesí de una cosa a otra que la cabeza comenzó a darle vueltas. Quería embeberse de todo de una vez, de un solo trago codicioso.
En todas partes descubrió edificios cuya grandeza y tamaño lo dejaron sin aliento. El Gran Mundo casi parecía seguir con vida. Imaginaba que en cualquier momento aparecerían ojos-de-zafiro o amos-del-mar asomando de aquel edificio de parapetos pronunciados; o de este otro, que se erigía sobre una delicada filigrana de arcos con todo el aspecto de ser música petrificada; o de ese que había allí, el de las torres amarillas y las anchas alas.
— ¡Por aquí! — gritaba a Konya —. ¡No, por éste! ¡No, este otro parece mejor todavía! ¿Qué piensas, Konya?
— Por el que tú quieras — respondía con paciencia el guerrero — Para mí, cualquiera está bien.
Hresh sonreía.
— Encontraremos toda clase de objetos maravillosos. Así lo aseguran las crónicas. Todo ha sido preservado, todas las máquinas prodigiosas que utilizaban en el Gran Mundo. Las hallaremos en el sitio exacto donde los ojos-de-zafiro las dejaron cuando cayeron las estrellas de la muerte.
Pero Hresh no tardó en comprobar que las cosas no iban a ser tan fáciles.
Muchos edificios que por fuera parecían sorprendentemente intactos, por dentro no eran más que ruinas. Algunos se habían convertido en cascarones vacíos, y no tenían más que cúmulos de polvo de eras remotas. Otros se habían derrumbado por dentro, y un piso yacía sobre otro de forma caótica; penetrar las montañas de escombros habría requerido un ejército de poderosas excavadoras. Otros, que al parecer eran fachadas y recintos intactos, se desmigajaban al más mínimo roce y se deshacían en nubes de vapor oscuro en cuanto Hresh se aproximaba.
— Ya deberíamos regresar — sugirió Konya al fin, cuando las sombras carmesíes de la tarde comenzaron a agolparse.
— ¡Pero sí no hemos encontrado nada…
— Habrá otros días… — le dijo Konya.
Le molestaba en extremo regresar de su expedición con las manos vacías. Hresh apenas pudo mirar a Koshmar a la cara cuando le transmitió el informe.
— ¿Nada? — dijo Koshmar.
— Nada — repitió Hresh, en un balbuceo avergonzado —. Nada aún.
— Habrá otros días — concluyó la cabecilla.
Salía todos los días, salvo cuando llovía. Por lo general lo acompañaba Konya, y a veces Staip. Harruel nunca, pues era demasiado corpulento, demasiado sobrecogedor, y Hresh manifestó a Koshmar sin ambages que nunca conseguiría nada si tenía a Harruel respirándole en la nuca. Hresh habría preferido prescindir también de Staip y de Konya, pero Koshmar se negó en redondo, y a regañadientes el pequeño debió admitir que era más prudente no ir solo por la ciudad. Casi ningún miembro de la tribu sabía leer, y mucho menos interpretar las crónicas. Si algo le sucediera, el Pueblo quedaría indefenso, privado de todo conocimiento sobre el pasado y de toda esperanza de comprender lo que les deparaba el futuro.
Al cabo de un tiempo, cuando, comenzaron a ceder los temores de Koshmar sobre los peligros de la ciudad, comenzó a salir en algunas ocasiones en compañía de Orbin. Éste era de la misma edad que Hresh, pero siempre había sido más desarrollado y robusto, y ahora crecía tan deprisa que, de seguir así, en pocos años llegaría a ser tan alto y fuerte como el mismo Harruel. Después, Hresh llevó a Haniman como guardaespaldas y compañero. Para sorpresa de todos, Haniman también se estaba convirtiendo en un joven alto y corpulento, y en cierto modo, hasta ágil. Era muy distinto del Haniman que Hresh había conocido en el capullo: lento, torpe, rechoncho, y al parecer, bobo hasta la exasperación. Por lo visto, la travesía a través del continente lo había cambiado. O tal vez, pensó Hresh, Haniman siempre había tenido mas virtudes que las que él había querido reconocer.
Pero daba lo mismo que fuera con Konya, Staip, Orbin o Haniman. No importaba que fuera al norte, al sur, al este o al oeste. Para su consternación y vergüenza, no conseguía descubrir nada de valor; sólo, de vez en cuando, un resto de metal retorcido o un fragmento de cristal opaco.
— Pareces triste — le decía Taniane —. Debe ser muy desalentador, ¿verdad?
— Hay un montón de cosas por ahí. Pronto comenzaré a encontrarlas.
— Sé que lo harás. — Taniane parecía muy interesada en sus exploraciones. Se preguntó por qué. Acaso también la hubiera menospreciado a ella. Ya lo había superado en altura. Crecía a ojos vista, y su mente parecía estar ampliándose, profundizándose, extendiéndose. En sus ojos se reflejaba una expresión poco frecuente, un destello extraño e inquisidor que parecía sugerir ciertas complejidades ocultas. Era como si su desmañada niñez sólo fuera la máscara de algo más profundo y extraño. Un día le pidió que le enseñara a leer, lo cual le causó suma sorpresa. Comenzó a darle lecciones. Halló un inesperado placer de ir con ella a sitios tranquilos y explicarle los misterios del arte sagrado. Pero entonces, poco después, también Haniman manifestó interés en aprender a leer, lo cual lo estropeó todo. Hresh no podía negarse, pero eso significaba que tendría que privarse de seguir saliendo a solas con Taniane, pues no tenía tiempo para instruirlos a ambos por separado. Pronto empezó a sospechar que Haniman le había pedido que le enseñara a leer precisamente por eso.
La gran rueda de las estaciones seguía girando. El invierno moderado y lluvioso dejó paso a una época más seca y calurosa, y luego a un tiempo de vientos frescos procedentes del este, que anunciaban el regreso del invierno. Resueltamente, Hresh seguía recorriendo la ciudad en ruinas. Escudriñaba en cada una de los armazones vacíos y oscuros de los edificios sin hallar nada. Ardía de impaciencia. Se preguntaba si alguna vez llegaría a dar con algo de valor.
Comenzaba a pensar que Vengiboneeza era enteramente inútil.
Pero ¿y la profecía del Libro del Camino? ¿Era sólo una mentira…, un engaño? ¿Y si jamás descubría nada en esas ruinas, como todo parecía indicar; ¿Acaso eso significaba que los tesoros de la ciudad realmente estaban reservados para los verdaderos humanos, quienesquiera que fueran y dondequiera que estuviesen? ¿Y que el Pueblo no era más que un grupo de simios ensalzados que se había entrometido donde no le correspondía?
Hresh luchó amargamente contra la trágica conclusión que una y otra vez regresaba para hostigarlo desde las profundidades de su mente.
Siguió buscando sin desmayo, cada vez más lejos del asentamiento. Ahora solía alejarse demasiado para poder ir y volver en una sola jornada, por lo cual tuvo que solicitar permiso para pasar la noche en algún distante punto de exploración, y se le concedió. Para estas travesías debía ir acompañado de dos guardaespaldas, por lo general Orbin y Haniman, de forma que uno permaneciera despierto como centinela durante las horas nocturnas. Pero jamás se vieron en peligro, aunque en alguna ocasión pasó cerca algún animal salvaje de la jungla, y una o dos veces un grupo de monos se apiñó en los pisos superiores de los edificios que los rodeaban, colgados de manos y pies de las ventanas vacías y saltando alocados de una torre a otra.
El tamaño y la complejidad de la ciudad seguían deslumbrándole, pero tras casi un año de recorrerla, Hresh la conocía mejor que nadie. Era el único para quien Vengiboneeza constituía algo más que una maraña incomprensible.
Dividió la ciudad en zonas, y a cada sector le asignó el nombre de uno de los Cinco Celestiales. A su vez, dividió cada una de estas cinco zonas en diez regiones más pequeñas a las cuales bautizó con el nombre de los miembros de la tribu. Luego trazo un solo mapa, que llevaba a todas partes consigo, un bosquejo burdamente trazado sobre un viejo retazo de cuero.
Una vez en que Hresh lo sacó del morral por error, Taniane lo descubrió.
Qué es eso? — quiso saber —. ¿Ahora estás aprendiendo a dibujar?
— No es nada importante.
— ¿Podría verlo?
— Preferiría que no lo hicieras.
— Te prometo que no me burlaré de él.
— Es… algo sagrado — objetó débilmente —. Algo que sólo puede mirar el cronista.
Se preguntó por qué le habría contestado así. En el mapa no había nada de sagrado. En realidad, no había razón para ocultárselo. Por el contrario, sabía que muy probablemente debiese hacer copias para que los demás L por fin pudieran comenzar a comprender un poco la ciudad. Pero en cierto modo se sentía reacio. El mapa le confería poder sobre el lugar, y también poder sobre el resto de la tribu. El placer que le proporcionaba este conocimiento privado, Hresh era consciente, no era un sentimiento particularmente admirable. Pero era un verdadero placer, y lo resguardaba como un tesoro.
Un día a comienzos del invierno, cuando la opresión del desencanto y la búsqueda frustrada le llegaban hasta lo más profundo del alma, Hresh volvió a la entrada principal del sur, donde se había topado con los tres artefactos gigantes que habían dejado los ojos-de-zafiro. Permanecían en el mismo lugar, de pie, cerca de los inmensos pilares de piedra verde. Mudos. Inmóviles. Majestuosos.
Caminó a su alrededor hasta que los tuvo ante sí. Levantó la mirada hacia ellos, esta vez sin ningún temor ni estupor.
— Si fuerais algo más que máquinas, sabríais que habéis estado perdiendo el tiempo todos estos miles de años montando guardia en este sitio.
El de la izquierda le observó con un asomo de diversión en los enormes ojos diáfanos y azules.
— ¿Es ésa la verdad, monito?
— ¡No debes llamarme monito! ¡Soy un ser humano! ¡Humano! — Hresh señaló furioso al ojos-de-zafiro del centro, al que finalmente había concedido permiso a Koshmar y a su pueblo para que entraran en la ciudad —. ¡Tú mismo lo reconociste! Nos dijiste que ahora los humanos éramos nosotros…
— Sí. Es correcto — dijo el ojos-de-zafiro del centro —. Ahora los humanos sois vosotros.
— ¿Lo ves? — preguntó Hresh al de la izquierda.
— Sí. Y estoy de acuerdo: ahora los humanos sois vosotros, cualquiera que sea el provecho que obtengáis de ello. Pero ¿por qué has dicho que hemos estado perdiendo el tiempo, monito?
Hresh contuvo la ira.
— Porque estáis custodiando una ciudad vacía — declaró con frialdad —. Nuestros libros dicen que aquí se conservan objetos valiosos. Pero sólo hay edificios en ruinas, calamidad, caos, polvo, restos…
— Tus libros tienen razón — intervino el del centro.
— He buscado por todas partes. No hay nada. Los edificios están vacíos. Un buen estornudo derrumbaría media ciudad…
— Deberías buscar más profundamente — sugirió el ojos-de-zafiro de la izquierda.
— E indagar con lo que puede ayudarte a encontrar lo que buscas… — añadió el de la derecha, que hablaba por primera vez.
— No comprendo. Dime a qué te refieres.
La lluvia de sus risas sibilantes se desplomó sobre él.
— ¡Ay, monito! — exclamó el de la izquierda, casi con afecto —. ¡Ay, monito impaciente!